El costo del amor

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Parecía que el amor no debía administrarse. Que mientras más amor nos diéramos más amor daríamos a otros sin importar qué pensaran o dijeran. Parecía que el futuro para el que nos preparábamos era justo y bello y que la guerra en todo caso no nos quitaría el amor porque la haríamos por defender la libertad, es decir, por defender la vida.

El socialismo estaba en construcción. El comunismo no era una utopía, estaba más bien a la vuelta de la esquina. Cuando llegaran estos días no habría delitos, no haría falta el Derecho, la policía se moriría de aburrimiento y las instituciones armadas solo custodiarían las fronteras por si los enemigos foráneos se atrevieran a invadir.

Pero no llegamos a tanto. Rectificamos errores e inventamos otros nuevos. Limpiamos la sala de estar del socialismo y barrimos el churre debajo de la alfombra, “porque los trapos sucios se lavan dentro de la casa y nunca fuera”.

Estudiamos por libros que contaban historias épicas de soldados soviéticos casi niños, que salvaron a la patria de los nazis, y de madres que morían de hambre por dejar sus pocos alimentos a sus hijos. Aprendimos a amar a Julius Fucik, a Antonio Gramsci, a Ana Frank, a los maestros asesinados mientras alfabetizaban en Cuba, a los niños y las niñas sin nada, de cualquier parte de África o de Asia. Sabíamos que morir en una guerrilla de una selva recóndita de América era algo cercano a la gloria.

Fuimos educados en la moral de la solidaridad, del altruismo, del sacrificio, de la fe en el Estado, de la justicia del socialismo, de la belleza de la humildad, del amor al pueblo y a los pobres, del sinsentido de la jerarquía de clases, en el culto a la igualdad y en la solidaridad sin límites.

Algunos de esos valores nos salvaron en la década del 90 del siglo XX, cuando el Período Especial parecía que nos hundía con amor y todo. Por eso sobrevivimos la desaparición de la manteca, la huida de la leche, la invasión de los camellos, la rutina terrible de las mujeres que lavaban sus trapitos íntimos para ser usados en el próximo día de menstruación.

El campo socialista se convirtió de pronto en un pequeño huerto donde solo sembrábamos nosotros, con consignas de la remota URSS, traducidas a la guitarra y la rumba de cajón. El socialismo terminó de construirse rápidamente por obreros que trabajan de madrugada, porque de un día para otro empezamos a defender las conquistas de lo que hasta ayer era un esfuerzo colectivo de fabricación.

Las bases del amor se conservaban. Las escuelas de amor para todos y todas, los hospitales para campesinos, intelectuales, amas de casa y bandidos redomados. El socialismo estaba vivo… al menos una parte de él, creo que otra murió cuando aprendimos a estafar extranjeros, a mudarnos con nuestros títulos de doctorado a las carpetas de los hoteles, y cuando todo se arriesgaba por un sueño de libertad y prosperidad al otro lado del estrecho de la Florida.

El amor que nos dieron durante décadas se hizo inservible. El conocimiento de miles de horas de dibujos animados de Europa del este y de miles de folios de literatura soviética quedó relegado. Ningún dirigente cubano habló después de la caída del socialismo de la belleza del sistema soviético, sagrado unos meses antes.

El amor de la mística socialista no sirve para poner un negocio o empresa privada, llamados graciosamente en Cuba trabajo por cuenta propia. Nadie aprendió sobre esto durante toda nuestra última historia, y nos tocó quedar con la boca abierta cuando supimos que la culpa de toda esa inadaptación era nuestra y tenía nombre: paternalismo.

Con tanto amor quedamos prendados de una época que desapareció. Los libros son para tontos, los libros rusos para tontos y locos. Los que no saben conectarse a internet están perdidos, los que no están en Facebook están muertos. Los que no sabemos comprar y revender tenemos un pie en la desesperación, los que tenemos principios somos inútiles y no entendemos de qué va la cosa.

Ya no se trata de ser un caballero, o al menos un obrero fabril de mérito, sino un luchador de la vida, en el mismo país donde andar con un dólar era un delito hasta 1993.

Este amor me ha dejado tieso, no tengo imaginación para el robo, ni arrojo para el reguetón, creo en la poesía y me dejo vencer por los que empujan en las guaguas y los almendrones. No tengo dinero para ir a bares de moda, y por lo tanto no conozco las formas actuales del amor libérrimo. Soy un hijo inutilizado de la Revolución, que creyó que podía hablarle a la madre redentora con la confianza del amor compartido.

Los que no queremos prostituirnos estamos obligados a poner un negocio –no cualquier negocio– y lo único que se nos ocurre es hablar de política, oficio para el que no se reparten licencias. El amor se nos sale por los poros. No queremos irnos del país ni trabajar para un inversionista extranjero, sufrimos por los salideros de agua y no disfrutamos con las películas de Rápido y Furioso. Estamos enamorados de todo lo bello del universo, pero no sabemos vivir en un país que nos han cambiado por uno más práctico, hecho a la medida de competidores a los que les da lo mismo escribir amor con H al principio que con L al final.

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