La soledad del corredor de izquierda

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Desde hace cien años los enemigos del socialismo saben que deben abroquelarse detrás de parapetos sólidos y sin fisuras. Se han unido sin fallos y han producido una teoría política y jurídica que ha explicado su éxito y que después se ha hecho verdad absoluta, repetida por todos, hasta por la izquierda.

Los conceptos revolucionarios fueron hurtados poco a poco y los que no pudieron ser sustraídos fueron estigmatizados o tergiversados. Hoy son defensores de la democracia Estados que no tienen entre sus prioridades entregar el poder al pueblo ni permitir que los de «abajo» revoquen a los funcionarios que administren mal las cosas de la mayoría.

Tampoco es posible hablar ya de libertad porque ella ha sido convertida en el acceso inmoral al mercado, no digo a la tienda donde se compra el huevo y la leche sino al lugar donde intercambiamos nuestra alma por cosas que no nos hacen falta o por cosas que ya tenemos o por cosas que solo sirven para hacer daño.

El capitalismo no solo venció sino que se pavonea ante el público luciendo las plumas brillantes del socialismo derrotado. Ahora parece que los dueños del mundo siempre quisieron a los trabajadores, siempre pensaron en sus derechos, siempre pensaron en sus retiros y pensiones, cuando en realidad solo la lucha obrera sin descanso nos ha dejado sociedades menos brutales que las que planearon algunos capitalistas todavía vivos.

La izquierda ha sobrevivido para luchar y sufrir. Nos ha quedado el martirologio, el heroísmo, y la pérdida de energía en convencer más a los que deberían ser nuestros aliados que a los propios enemigos del socialismo y la democracia. La derecha no duda en unirse, sabe quiénes son sus enemigos, lo ha sabido siempre. Somos los mismos de toda la vida, los que hablamos del pueblo,  de repartir la riqueza, de defender los derechos de todos y todas, de luchar por la paz.

La izquierda, en cambio, no demora en dividirse, mientras se entrenan nuestros enemigos para aprender a torturar, desaparecer, amenazar y mentir, nosotros nos desgastamos en hacer la crítica al compañero de viaje, al que está en la misma lista negra que nosotros.

Tal vez el trauma de la ausencia de crítica desde dentro, vivida en el socialismo real como enfermedad incurable, ha desbordado nuestra ansia de criticar a todos los que luchan por casi lo mismo que nosotros, mucho antes de comenzar a disparar ideas contra nuestros enemigos de clase y de principios.

Si alguien piensa que este es un discurso antiguo, es porque el pensamiento antidemocrático y anti socialista ha tenido éxito. Ya nadie habla de lucha de clases porque los teóricos más importantes y hegemónicos de Europa y Estados Unidos superaron esos conceptos hace mucho tiempo. Lo que nunca superaron fue la lucha de clases en sí, que se nos muestra a los que soñamos con el socialismo libre como una cruda realidad en forma de censura, incomprensión y odio.

La izquierda vive una soledad aterradora. Cuando habla parece anticuada, cuando se queja parece inadaptada, cuando lucha parece terrorista, cuando muere parece cosa del destino.

Por eso nuestra vida va de pesar en pesar. Nuestros currículos americanos y subdesarrollados no hablan en inglés ni cuentan de eventos demasiado respetables. Hoy la izquierda estudia en los Estados Unidos y prefiere luchar dentro de las reglas de un Estado de Derecho que dentro de una plaza sitiada donde toda crítica es traición.

Estamos solos. Los que nos entendemos y queremos más o menos lo mismo, contamos los años que nos quedan y miramos hacia atrás y nos preguntamos si queremos lo que nos tocó también para nuestro hijos.

Nosotros fuimos educados en la legitimidad de la lucha guerrillera, en la necesidad de la justicia para todos en todas partes, en la lectura de los hechos gloriosos que permitieron la libertad de otros pueblos. Pero todo eso ha quedado en el pasado. El mundo de hoy es otro. La historia que aprenden los niños y niñas del presente no incluye, como en nuestra infancia, el regusto por el sacrificio y la inmolación.

Para la izquierda cubana, la que no habla el mismo idioma que los capitalistas del mundo, ni de los burócratas y extremistas de dentro, que lucha día a día por crear ideas y prácticas que permitan hacer más palpable la utopía del socialismo democrático, para salvar del capitalismo vergonzante lo ganado por la revolución, la vida cotidiana es un calvario.

Los que defendemos el socialismo en Cuba debemos pelear contra demonios históricos, contra demonios que nos odian porque somos continuadores del comunismo, contra demonios que nos odian porque sabemos distinguir el socialismo de las formas erradas de administrarlo. Los que nos sentimos de izquierda en Cuba somos carne de molienda. No nos quiere en su mesa el que quiere comprar el país ni el que quiere venderlo.

Tampoco nos ama el que piensa que somos los continuadores del fracaso de las políticas equivocadas, ni nos quiere al que le recordamos al socialismo que le hizo difícil la vida, ni al que le amenazamos con sanar con amor las diferencias entre cubanos.

Nadie pide a la izquierda que quiere relanzar el proyecto de nación con república, derechos y fraternidad. Nadie nos llama. Los dogmáticos que de todo sospechan en Cuba nos llaman traidores y nos afilian con todo tipo de doctrinas que no compartimos. Los que odian desde fuera piensan que tenemos lo que nos merecemos, por aspirar al socialismo.

Corremos solos. Los pocos que somos no debemos guerrear entre nosotros, pero lo hacemos. Ojalá cuando baje la neblina veamos que delante y detrás de los que avanzamos hay un pueblo que trota desde mucho antes de nuestra arrancada.

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