Muñeco diabólico

Donald Trump en Greenville, Carolina del Sur., en septiembre pasado. Foto: Richard Shiro / AP.

Donald Trump en Greenville, Carolina del Sur., en septiembre pasado. Foto: Richard Shiro / AP.

Es difícil poner buena cara a tanto mal tiempo. Estamos más o menos acostumbrados a ser pobres, pero nos gusta creer que el futuro será mejor, aunque el de nosotros siempre se haya demorado más en llegar.

Mi generación no pensó que viviríamos la experiencia del acercamiento entre Estados Unidos de América y Cuba. Aquel 17 de diciembre del 2014 fue feliz, sobre todo para los que nos gusta la paz.

Medio mundo se asustó con la noticia de que abriríamos una rendija a los vecinos nada cariñosos del norte, pero los esperanzábamos diciendo, «nosotros los conocemos, sabemos manejar su poder».

Después vino el presidente Obama, el júbilo del pueblo sorprendió a muchos en la isla pero a otros nos pareció que la gente solo disfrutaba de la esperanza de que las cosas fueran mejor.

Los cambios en Cuba vienen en jicoteas de río, pasito a pasito, todo se piensa bien, se estudia bien, a eso nos enseñaron los gobernantes del norte, pero las necesidades de los que vivimos con lo mínimo son más vertiginosas. El pueblo espera más velocidad, no quiere escuchar que el desarrollo se planea para 2030.

No he oído en mi vida más de tres veces la idea de que Cuba deba ser de Estados Unidos. Creo que hace mucho tiempo el anexionismo está derrotado aquí. Algunos sueñan con depender de los yanquis hasta para mostrarnos cómo se juega al béisbol, pero creo que en un debate serio la independencia y la soberanía nacional no se dejarían al pairo.

La mayoría del pueblo cubano quiere ser orgullosamente cubano, con nuestro baile de casino de ruedas bullangueras, con nuestra manera de venerar a los muertos y a los recuerdos de las buenas épocas.

La mayoría de nuestro pueblo ha aprendido a amar a su historia, y lo mejor, no ha bebido de la fuente del odio por el pueblo norteamericano. En nuestras calles se observan hace bastante tiempo banderas de Estados Unidos, en bicitaxis, automóviles, puertas de casa, trajes de baño, pañuelos de mujer, gorras. Estoy seguro de que este panorama de apertura cultural es menos común en el norte, donde de Cuba se habla por rachas y casi siempre con poca información sobre nuestra vida cotidiana.

Los que queremos el socialismo en Cuba, mejorado, salvados los bajos, cogidas las pinzas, zurcidos los hoyos, por el bien de la mayoría, sin dueños extranjeros ni amos nacionales, pensamos que el acercamiento con Estados Unidos, bien llevado, traería paz, adelanto para nuestra despensa, descompresión del bloqueo, cercanía con las familias de Miami, y esperanza de que nuestros hijos no pasaran por el miedo a las alarmas aéreas que nos entrenaban para el posible bombardeo del ejército del norte.

Pero en casa del pobre la felicidad dura poco. Llegó el presidente Trump. ¡Qué pena sentimos por los estadounidenses! ¡El país de Lincoln con un presidente así!, pensamos algunos. Pero eso fue lo que ellos quisieron o lo que su sistema electoral les dejó tener, para decirlo bien.

En Cuba algunas voces muy prudentes hablaron en voz baja y en susurros aspiraron a que Trump no fuera tan malo con nosotros. Los argumentos iban y venían, decían que un millonario no afectaría  a los negocios con Cuba que se oteaban ya en el horizonte. También repetían que este hombre era práctico, que no estaba en la política tradicional y que no dependía de nadie.

Todos  se equivocaron. Trump llegó con su irrespeto por todo lo que no sea su vida y arremetió contra nuestras esperanzas  y contra las esperanzas de las almas buenas de los Estados Unidos.

A nosotros un poco menos de pechuga de pollo no nos va a cambiar mucho la vida. Pero pensamos en algunas noches de ensoñación que en breve visitaríamos a la tía del norte con menos dificultad, o que los primos que nacieron allá podrían venir y caminar descalzos por el malecón para cazar una ola acalorada.

Las nuevas medidas de Trump no hacen bien sino a la peor política, a la que aleja y alimenta el odio centenario y a la que busca cómo mantener firmes y profundas las trincheras de antaño.

Mi hijo tiene ocho años. Él me preguntó hace unos días: «Papi, ¿por qué Trump es tan malo?» Yo traté de explicarle con palabras más dulces que las de la televisión, pero mi mamá nos hizo reír con su conclusión: «Ese hombre se parece al muñeco diabólico», nos dijo, con cara de no querer esperar mucho más por el futuro.

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