Querido Fernando

Fernando Martínez Heredia. Foto: Kaloian.

Fernando Martínez Heredia. Foto: Kaloian.

Esta mañana empieza mal. Con una flecha lanzada a las costillas empieza esta mañana. Un correo del amigo Carlos Tablada nos dice que ha muerto Fernando Martínez Heredia. No es una muerte cualquiera, no. La muerte nunca es cualquier cosa. Pero Fernando ha dejado a Cuba una vida de trabajo que nos hace extrañarlo desde mucho antes de que muriera.

Hace mucho que quería escribir sobre él, pero vivo, para imaginarlo leyendo mi articulito entre tos y tos, y riendo como un niño.

Fernando ha sido nuestro maestro, nuestro guía, sin un alarde se hizo maestro de tanta gente. Sin dar un grito, libro a libro, clase a clase, obra a obra, Fernando se hizo imprescindible.

Yo no conozco toda su biografía. Puedo hablar de lo que sé. En su casa, el pequeño apartamento de Playa donde lo visitaba, no había nada que deslumbrara por nuevo o glamoroso, sino por usado y vivido.

Si hablabas con Fernando de un tema trivial terminabas recibiendo una clase de historia de Cuba, como sucede cuando hablas con hombres como él, o como Aurelio Alonso y Juan Valdés Paz, que me vienen a la mente ahora porque los conocí juntos, como nos pasaba en una época con Silvio y Pablo.

Fernando parecía cubierto de polvo de libros; en efecto vivía rodeado de ellos, habitaban su casa en grandes pilas. Lo recuerdo agobiado preparando las nuevas ediciones de sus obras para una Feria del libro dedicada a él. Recuerdo la alegría de mi padre cuando me dijo “voy a llamar a Fernando para anunciarle de forma oficial que es el nuevo Premio Nacional de Ciencias Sociales”.

Lo recuerdo rodeado de jóvenes, de muchachas y muchachos, poniendo orden en el reguero de pasión de un taller que organizábamos en el Instituto Marinello, en el año 2009.

Fernando iba a nuestras fiestas y comidas, como un muchachito, con Esther ahí, mirándolo todo con los ojos más inteligentes del mundo. Ellos me dejaban de ver por años y me llamaban un día a preguntar por mi hijo con todo su nombre, porque su amor alcanzaba para la patria y para nosotros, sus humildes deudores.

Ahora quisiera abrazar a Esther, la maestra que solo debe decir una palabra para detener una discusión sin fin o para llevarla a donde mejor crezca. Debo buscarla para abrazarla, para tener con ella la ternura de Fernando.

No puedo decir más. Debo salir a la calle a descubrir si es cierto que Fernando ha muerto. Tal vez sea una broma macabra de la isla jodedora que tanto amaba y entendía el mulato brillante de la tos espasmódica.

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