“La familia es sagrada”

Cuando los guardias me permitieron pasar al salón de visitas, divisé a mi papá entre el tumulto de los familiares que esperaban por sus seres queridos.

“La familia es sagrada”, me dijo aquel día mi padre. “No te voy a abandonar”. En aquel entonces (un día como hoy hace tres décadas) yo estaba preso en Cuba. ¿Delito?: Salida “ilegal” del territorio nacional.

¿Cómo olvidar aquel encuentro? Cuando los guardias me permitieron pasar al salón de visitas, divisé a mi papá entre el tumulto de los familiares que esperaban por sus seres queridos. No lo veía hacía unas semanas, pero mi papá parecía más viejo, como encorvado de tristeza.

Lo abracé por un segundo (suficiente para que el reeducador de verde olivo, hiciera un gesto severo). “Los familiares sentados de este lado y los reclusos del otro” se oyó decir por el altoparlante. “¿Qué bolá puro? Le dije forzando una sonrisa y tratando de aligerar la solemnidad del momento. Yo estaba avergonzado.

Mi padre era un hombre de extracción humilde nacido a principios de los 1900’s. Como muchos en Cuba, el viejo apoyaba incondicionalmente la Revolución. Tabaquero, habia llevado una vida dura y apenas sabía leer y escribir. Y yo, el hijo de su vejez— el niño ejemplar—le había salido “desafecto”, “gusano”.

Desde que llegué a la adolescencia las ideas de pipo y las mías tomaron por caminos divergentes. Nos enredábamos en discusiones bizantinas donde él quería demostrarme que Cuba era el mejor país del mundo y yo, que aquello era una “mierda”. “Tú estás ciego pipo” decía yo, a lo que él ripostaba, “Y tú no sabes lo que estás hablando”. Ahora, para ponerle la tapa al pomo, me habían capturado intentado salir del país en balsa; y me “echaron” un año.

Hasta el día de hoy, tengo ese recuerdo de nosotros dos, sentados allí, frente a frente en aquel salón lleno de niños que lloraban, de madres con ojos de amor y de hombres tristes vestidos de gris.

Aquel día me dio lástima con él y por un momento olvidé la situación en la que yo mismo me encontraba. Sin lugar a dudas, mi papá había envejecido. Hubiera hecho cualquier cosa por haberle evitado aquella “vergüenza”.

“Pipo, mejor no vengas a las visitas. Un año lo pasa un sapo debajo de una piedra”. Y ahí fue donde me soltó aquello. “Usted tranquilo” dijo (utilizando ese “usted” que los cubanos usan con los hijos y que denota certeza y autoridad). “Esto va a pasar y no te vamos a dar la espalda”. Durante el año que estuve encarcelado, mi padre no faltó a ninguna de las visitas.

Con sus setenta años, se metía tremendas colas en el mercadito del barrio, para comprar galleticas y le daba la vuelta a la Habana para conseguirme una barra de dulce de guayaba. Se aparecía en aquellas visitas y me traía una jaba que complementaba la dieta magra de la prisión y que me endulzaba el alma. ¿Viajes interprovinciales? ¿madrugadas? ¿distancias? ¿esperas? ¿horas bajo el sol (o bajo la lluvia)? Lo que fuera.

A veces, por un error de la burocracia penal, tenía que irse sin verme. Pero siempre regresaba; incansable, imbatible.

Después de eso pipo y yo nunca más discutimos de política. En 1991 por fin me fui de Cuba. Esta vez logré cruzar el estrecho de la Florida en una suertuda balsa y llegué a los Estados Unidos. En lo adelante, y con las penurias económicas que se agudizaban en la Isla, me toco a mí ocuparme de mi viejo y del resto de la familia que quedó atrás. Entonces, traté de ser yo “su jaba”, sus galleticas y su dulce de guayaba.

Años después cuando regresé a Cuba a visitarlo, caminamos juntos y hablábamos de mis hijos (aquellos nietos que llegó a conocer y que le dieron tanta alegría). Hasta el día de su muerte hace dos décadas, no hubo Periodo Especial, ni regulaciones migratorias, ni limitaciones, que me impidieran cumplir mi deber de hijo para con él y el resto de la familia.

Aquel hombre era casi analfabeto, pero fue un sabio. No visitaba las iglesias, pero me enseñó algo profundamente sagrado. Con él, aprendí que el amor es lo único que perdura. Puede haber ideologías de moda, gobiernos de turno, paradigmas dictados por los tiempos y las circunstancias; pero todo eso es pasajero. Esa esa fue su lección más grande.

Y les cuento toda esta historia porque hoy mi hijo Carlos que ya es un hombre (“el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos”) viene y me pregunta que si leí las noticias. Entonces me habla de restricciones gubernamentales, de vuelos chárter, de que las cosas se van poner peor (él tiene a su madre en Cuba).

Y yo me acordé de mi padre, y de golpe, se me vino todo el pasado, como un aluvión. Entonces, como si yo tuviera una bola de cristal para adivinar el futuro, le dije, así, despacito, para que no se le olvidara nunca: “Usted tranquilo, que esto va a pasar. La familia es sagrada. Siempre lo ha sido. Y no les vamos a dar la espalda”.

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