Los seis yo de un cubano

“Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, me parece genial Ortega y Gasset en Mediaciones del Quijote. La frase del maestro español se demuestra rápido en Cuba. Basta enlazarla a una frase popular: Uno es lo que come. Así descubro que yo no soy yo, sino yo y todo lo que he comido. Hasta ahora cuento seis yo, quizás sean los otros yo de muchos cubanos. Salvados por encima de coscorrones, (tal era el nombre del dulce también llamado matahambre), mortadella (que ya lo dice el nombre, muerte-de ella, y de él también, claro), picadillo de soya y otros etcéteras “comestibles”, he quedado algo maltrecho, pero sigo en pie como muchos en esta Isla.

Primer Yo

Tasajo, queso y plátano macho. Eso era yo antes de saber que yo era yo. Si te inyectan carne de res desde el vientre materno hasta los cuatro años, y viandas, frutas, pescado, leche… Te sientes rey. Y en efecto, señoreé sobre la comida: latas de galletas donde me subía a declamar poemas, bocaditos a los que les botaba el pan para solo comer el jamón…Sobra decir lo poco que duró este yo tan feliz. Pero resulta fácil recordarlo, revivir cada sabor, regodearse a lo Marcel Proust en un bizcocho de antaño.

Segundo Yo

Un planazo. Así fue 1990. Con qué mueca mordaz le hubiera dicho al plátano burro: Nice to meet you, Míster, si hubiera sabido inglés. Mi papá cambió el bergobina por un caballo, y la familia corrió a un conuco. Trataban de salvar nuestros yo. Qué va, aquello era demasiado. Las vacas cubanas se volvieron más locas que las del Reino Unido y se suicidaban tirándose frente a los trenes, o arrojándose desesperadas en los cuchillotes de matarifes que paseaban tranquilos por el monte a cualquier hora del día o la noche. Bye bye queso, adiós tasajo de mi vientre. En 1992 del arroz con salsita y tomate de la casa pasé al sopón escolar. La yuca rellena que vendía el viejito Goyo en el recreo fue lo único rico que comí durante seis cursos. ¡Qué enjuto mi yo!

Tercer Yo

En 1998 sepulté las últimas mantecas de tenca y los plátanos fritos con agua. ¡Apareció el aceite! Y me convertí en arroz, frijoles y huevo frito. ¿Cuántos centímetros me habrán robado las monotonías del paladar, la falta de proteína y las hambres de mi vida? Pero después de pasar por mi segundo yo, mi tercer yo tenía el optimismo de Pangloss: “Todo sucede para bien” y en “el mejor de los mundos posibles”. Era como si no recordara ya a mi primer yo. Soñaba el sueño de los líderes que comían como yo en mi infancia. Era adolescente.

Cuarto Yo

El preuniversitario evocó a mi segundo yo. Sentí la vida en círculos amarillos. Los pintaba la harina de maíz que sustituía al arroz, llegaba en potajes, postres, acompañaba a las mortadellas. Grité más que Edvard Munch.

Sí, uno también es su circunstancia. Me crecí ante el Cerelac. Es increíble cómo a base de cereal lacteado uno puede aprender de mitosis, geometría, y literatura universal mientras liga novias y baila reggaetón. Si “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”, ¿cómo no va a caber mi cuarto yo en toda la harina del comedor?

Quinto Yo

En la universidad me convertí en calamar y pollo sin sabor a pollo. O tenía tentáculos y hasta tinta en el plato y en el alma, o degustaba transgénicos pollos desabridos. Me hice periodista a base de esos platos fuertes, tan fuertes eran que aprendí a ganar por no presentación, evadirlos en el “ring” era como dar un palo periodístico.

Sexto Yo

Recién graduado el salario y sus salaciones me hicieron un ente de huevo y salchichas. ¿Qué otra cosa rápida y asequible se puede preparar sin refrigerador?

Impartir clases, hacer guiones radiales y relaciones públicas, escribir para otros medios de prensa… ¡Había que endulzar al salario, redimir el yo, salvar la circunstancia! Al huevo y las salchichas les sumé pollo y picadillo. Creo que todos somos ahora un tanto pollo y picadillo. Gracias a Dios que hay aceite.

Mi yo actual es muy común, quizás también lo fueron todos los otros. Si al fin y al cabo quién ignora que aquí uno es gente siempre y cuando conforme la masa, esa que no tiene reserva alguna en donar hasta el yo. No obstante, imagino que por ahí hay gentes con más yo que vidas tiene un gato, gente que han salvado más circunstancias que todas las que pudo filosofar Ortega y Gasset.

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