La guerra de Vietnam atravesaba en 1968 su cuarto año desde el incidente del Golfo de Tonkín, que marcó la entrada de los Estados Unidos en el conflicto después de una supuesta agresión de lanchas torpederas norvietnamitas. En enero comenzó la Ofensiva del Tet. El presidente Ho Chi Minh (1890-1969) y sus generales sacaron la guerra de las junglas y la trasladaron, literalmente, a las grandes ciudades buscando una insurrección general. Esta no ocurrió, pero la flecha ya estaba lanzada.
La desmoralización cundió en el campo contrario: ahí fue cuando se dieron cuenta de que habían perdido. Desde CBS Evening News, el reportero Walter Cronkite se posicionaba contra la intervención desde el mismo teatro de operaciones.
Sería una de las bases espirituales de los Papeles del Pentágono, entregados poco después por un whistleblower o “soplón” llamado Daniel Ellsberg –el abuelo de Edward Snowden– a la gran prensa norteamericana. Seis semanas después de comenzada la ofensiva, la aprobación pública a la guerra disminuyó de 48 a 36 por ciento y el respaldo a su manejo cayó del 40 al 26 por ciento.
La ofensiva liquidó la carrera política del presidente Lyndon Johnson: se vio forzado a anunciar que no buscaría la reelección. Y en octubre ordenó el fin de los bombardeos. Pero la ulterior “vietnamización” de la guerra no hizo sino prolongar lo inevitable.
“Vietnam” –sostuvo una vez el historiador Howard Zinn– “fue la primera gran derrota del imperio global norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial. Esta derrota fue conseguida por campesinos revolucionarios y por un sorprendente movimiento de protesta doméstico”. El lado de los invasores tuvo más de 58 000 muertos. El de los invadidos, entre 3,8 y 5,7 millones, con una devastación ecológica de la que no se ha recuperado.
En América Latina, 1968 rompe con el asesinato del Che en Bolivia el 8 de octubre de 1967, que clausura la teoría del foco guerrillero como vía para la toma del poder siguiendo la experiencia de la Isla. Cuba se apuntaló entonces como excepción histórica, idea reafirmada poco después por el triunfo de la Unidad Popular en Chile (1970), que trajo a la orden del día las discusiones acerca de la vía no violenta. Hasta que en julio de 1979 el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) dio al traste con la dictadura somocista y bajó de las montañas con uniformes verde olivo, imagen que desató sus correspondientes demonios al norte del Río Grande.
Pero el rasgo distintivo de aquella hora consiste, como dice Wallerstein, en la irrupción de movimientos estudiantiles, juveniles, campesinos, urbanos y feministas, entre otros, que comienzan a adquirir visibilidad social en sus respectivos países y a plantear un conjunto de desafíos a la gobernabilidad y a los modos tradicionales de hacer política. Este proceso fue acompañado por constructos sobre la especificidad latinoamericana que entonces tuvieron cuatro nombres propios: la Teoría de la Dependencia, la Teología de la Liberación, la Educación Popular y el boom de la narrativa.
En 1968 se publican tres contribuciones importantes a ese (nuevo) ciclo identitario: Hacia una Teología de la Liberación, de Gustavo Gutiérrez (1928), Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire (1921-1997) y 62/Modelo para armar, de Julio Cortázar (1914-1984). Los teóricos de la dependencia, una peculiar integración de marxismo, weberianismo, funcionalismo y estructuralismo, venían produciendo desde mediados de la década libros como El nuevo carácter de la dependencia (1967), del brasileño Theotonio Dos Santos (1936-2018). Un año después del 68, saldría a la luz un texto clásico de esta escuela: Subdesarrollo y revolución, del también brasileño Rui Mauro Marini (1932-1997).
Si la dependencia y la liberación se colocaban en la subalternidad y la pobreza latinoamericanas, la narrativa del boom postulaba prácticamente lo contrario, es decir, una especie de segundo modernismo o regreso de los galeones en el que se dialogaba de tú a tú con interlocutores euro-norteamericanos y, a veces, desde la diferencia cultural partiendo de ontologías –realismo mágico, lo real maravilloso, etc.– que acabarían por reforzar ciertos estereotipos sobre la región al otro lado del espejo. Este fue, en definitiva, el boomerang del boom.
En México, el espíritu del mayo francés seguía vivo. El 2 de octubre de 1968 un helicóptero arrojó bengalas encima la Plaza de las Tres Culturas, donde se estaba efectuando una manifestación estudiantil. Constituía la señal para que el ejército y paramilitares emboscados en edificios aledaños abrieran fuego contra la multitud dejando un número de víctimas no esclarecido del todo. Los estimados más confiables hablan de trescientos muertos, setecientos heridos y cinco mil detenidos.
Las Olimpiadas en el DF constituyeron las primeras celebradas en América Latina, apenas diez días después de Tlatelolco. Y también las primeras transmitidas vía satélite. Hubo 23 récords olímpicos, entre ellos el del velocista James Ray “Jim” Hines (1946), el primero en bajar de diez segundos en los cien metros planos (9, 95), y el del saltador Bob Beamon (1946), quien clavó sus pinchos a 8, 90 metros del lugar de donde había despegado. Ese salto perfecto, beamonesco, estuvo ahí hasta que Mike Powell lo superó por cinco centímetros en el Mundial de Tokio (1991). Una marca indeleble del 68: aún no lo han podido batir en olímpicos.
Pero en esos mismos juegos otro tipo de foto recorrió al mundo. Los atletas Tommie Smith (1944) y John Carlos (1945), medallas de oro y bronce, respectivamente, en los doscientos metros planos, alzaron sus puños enguantados de negro en protesta a lo Black Power, por lo cual tuvieron problemas. Hoy una escultura conmemorativa de esos sucesos se encuentra en el Museo Nacional de Historia y Cultura Afro-americanas en la Smithsonian Institution, Washington DC.
En 1968 tuvo lugar la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Colombia, donde por indicación del Papa Pablo VI se discutiría “la presencia de la Iglesia en la actual trasformación de América Latina y el Caribe a la luz de Vaticano II”. En varios de sus documentos quedaron incorporadas las nociones de subdesarrollo y dependencia, así como de injusticia y marginación características de las sociedades latinoamericanas. Las dinámicas entre ciencias sociales y teología, que siempre han estado ahí, se volvieron todavía más claras y denotativas. Uno de esos textos rezaba: “El episcopado latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza, cercana en muchos casos a la inhumana miseria…”
Continuará…
Copio
entonces tuvieron cuatro nombres propios: la Teoría de la Dependencia,…
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Te falto el intercambio desigual de Raúl Prebish. ¡Oh! Y Las Venas Abiertas de America Latina, ninguno de ellos vale el papel en que vienen escritos
Últimamente ha salido un documental donde se hace la historia de la foto del encabezamiento del artículo. El documental plantea que el promocionado como vietcong era un ladrón y violador que andaba sembrando el terror por las calles de saigón. Inclusive entrevistan a Nguye Ngoc que hace su historia al respecto y dice que al personaje lo iban a linchar en plena calle. Cierto o no, la foto quedó en el inmaginario mundial de la forma que se publicó inicialmente. Es como la famosa frase de Armando Calderón “Esto es de p… queridos amiguitos” que él negó toda la vida haberla dicho, pero a estas alturas ya no importa si la dijo o no, existe y punto.
En Cuba nunca supimos de Tlatelolco. En “solidaridad” con Mexico, el único país que no secundó el bloqueo! (como si eso no estuviera “cuadrao” de antemano)… Jesús!