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“No son tiempos para la canción inteligente”, suele repetir un buen amigo cuya afición por la trova se fortalece según pasan los años, sin “malgastar” —de acuerdo con su inamovible criterio— un solo minuto en escuchar otros géneros a los que tilda sin distinción de “comerciales”.
Mi amigo es todo un nostálgico. A veces le recuerdo cuán distantes se ven en la fotografía Bob Dylan y Joan Baez —otrora “reyes de la canción protesta”— durante la marcha por los derechos civiles de 1963. Otras veces le digo que Serrat ha envejecido, que Mercedes Sosa ha muerto y que Silvio Rodríguez no ha vuelto a grabar un disco con la energía de “Días y flores” o “Al final de este viaje”. Entonces se me queda mirando, como si rectificarme no valiera la pena. “En Cuba no faltan trovadores, lo que falta es que los pongan en la radio y en la televisión, para que la gente se entere”, sentencia.
Tal vez tenga razón. Los cantautores contemporáneos —al menos una buena parte de ellos— exhiben una obra de tal madurez y calidad artística que bien merecería un poco más de atención por parte de las disqueras y de quienes diseñan la programación de las emisoras. Cual incomprensible paradoja, no pocos cuentan con espacios para la presentación en vivo: las socorridas peñas, a las que acude un público mayoritariamente juvenil, que demuestra no desdeñar en absoluto los ya lejanos “tiempos de la canción inteligente”.
Uno de esos lugares de privilegio está enclavado en el corazón de Centro Habana, en el patio-bar de los legendarios estudios Areito (San Miguel No. 410 entre Lealtad y Campanario), perteneciente a la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM), donde registraron su arte, en distintas épocas, las más prominentes figuras de la música cubana.
Cada miércoles, entre 5 y 7 de la tarde (aunque la descarga se extiende por lo general hasta avanzadas horas), los trovadores se dan cita en aquel sitio sin mediar convocatoria. Es un hecho conocido: el poeta y periodista Bladimir Zamora Céspedes —incondicional de la trova cubana y anfitrión de Trovando, como antes lo fue Fidelito Díaz— les reserva a todos una oportunidad para entregar sus canciones. Samuel Águila, Diego Cano, Ihosvany Bernal, Juan Carlos Pérez, Silvio Alejandro, Eric Méndez y otros cantores —de esa y otras generaciones— se han ganado allí el calificativo de “habituales”; en tanto acuden, con creciente frecuencia, jovencísimos continuadores de la tradición juglaresca, como ocurre con los talentosos Ernesto Mederos y Manolito Bas.
El escenario es estrecho; se diría que rústico: un par de asientos ubicados de frente al auditorio e igual número de líneas y micrófonos. El resto lo ponen los deseos de cantar y la comunicación que de inmediato se establece entre los trovadores y el público asistente —un público interactivo, por cierto—, que no deja escapar la oportunidad de solicitar “en vivo y en directo” los temas de su preferencia, con los que la mayoría de las veces resulta complacido. Tiene que ver con el espíritu primigenio de la trova y la bohemia musical, de la que Sindo Garay y Manuel Corona fueron cabales exponentes en su tiempo. Tiene que ver con esa sensibilidad, de honda raíz popular, que marcó los mejores momentos de la Nueva Trova, durante los 60, 70 y 80 del pasado siglo. Tiene que ver todavía con la necesidad inherente a todo ser humano de mirarse a sí mismo en el espejo de una canción, de ajustarse a la moldura de un verso, de compartir con sus semejantes la rabia, la ternura y la añoranza, sentimientos de los que ha sido depositaria desde siempre la canción trovadoresca.
De tal suerte —y sin descontar un solo miércoles— Trovando ha convertido el centrohabanero patio de la EGREM en santuario de la trova, donde no solo es posible saborear un mojito o una cerveza fría, sino también (y además) dejarse impregnar por el aroma vital de la canción poética; esa que a muchos, como a mi exigente amigo, les resulta imprescindible para continuar respirando.