La hierba de mi vecino al fin prendió, se dio. No fue por pura surte o por ser la más costosa, sino por las razón más sencilla del mundo, la manifestación espontánea de un deseo.
En preparativos para un evento muy especial y para variar, aumenté mi dosis de ejercicios mañaneros y ahora camino a cualquier hora, sin importar el reloj o el estado del tiempo, y gasto suela en un tramo de 4 millas en vez de mi habitual recorrido de 2 millas en la rotonda de mi vecindad. Me he incorporado a un grupo de vecinos entusiastas que a diario desechan calorías caminando, trotando o corriendo en el parque más grande de la ciudad Allí, al igual que en mi reparto, el verde predomina y mientras corro, evito el aburrimiento, entreteniendo mis ánimos con el agradable paisaje copado por la maquillada vegetación.
Hace unos días -tal vez corto de tiempo o provocado por cierta nostalgia, quizás hasta por entretenido-, volví a ejercitar haciendo el mismo recorrido de siempre. Han pasado varios meses de mi abrupta ruptura con la rotonda de mi reparto, pero confieso extrañaba el recorrido. La gentileza de las gigantes palmas que me cobijan del sol bajo sus largas y anchas pencas que albergan a unas decenas de diferentes especies de aves que no logran ponerse de acuerdo para afinar sus cantos.
También sentía curiosidad por mi vecino (les conté la historia en un escrito anterior oncubanews.com/content/proposiciones-1), el señor elegante y de pocas palabras que lleva en su alma un peso muy grande que atenta contra sus inmensos deseos de regresar a su querido Camagüey. El mismo que cada fin de semana, a muy temprana hora, reposa sus frágiles rodillas sobre su descolorido jardín en un infecundo e imperecedero intento por reproducir una grama verde que hasta el momento parece ser más fértil en sus recuerdos de cuando era niño que en el pedazo de tierra que encierra la entrada de su hermosa residencia de Miami Lakes.
Doblando la esquina aflojé el paso, corría, para ser honesto, trotaba mientras conversaba por teléfono con un buen amigo cubano que reside temporalmente en España, quien -a pesar de que no me lo comenta-, siento que extraña hasta los apagones. Espera, le dije, ahí está mi vecino, si, ese, el mismo de mi editorial de hace unos meses, el del moribundo jardín. Le colgué abruptamente, quedé sorprendido, ahí estaba mi vecino, parado justo frente a su casa, elegantemente vestido, erguido y pretencioso, observando orgullosamente su jardín, el desgaste de sus rodillas había producido frutos.
Hola Cancio, ¿cómo anda usted?, hacía tiempo no lo veía, ¿cómo le ha ido?…Me dijo con desconocida amabilidad… Muy bien, gracias por preguntar, respondí algo alelado, ¿cómo está usted? pregunté… Complacido -me dijo-, satisfecho…. Mire usted qué bonita hierba se me ha dado y no tan solo aquí, sino en el patio de atrás, venga, venga, -me dijo extremadamente emocionado-. Entré a su casa camino al patio, a través de las anchas puertas de cristal se podía observar claramente un colchón de una hierba fina verde y copiosa que cubría aquel hermoso patio con vista al lago. No tenga pena -me dijo-, quítese los zapatos y camine. Eso hice, caminé descalzo por sobre la grama de mi vecino, jamás había sentido el placer de caminar descalzo sobre una grama tan fina y acolchonada, parecía caminar en suelo de algodón. Me atendió muy bien, me ofreció una deliciosa limonada fresca, y apuntando delicadamente a una pequeña esquina del patio, el único pedazo de tierra al descubierto, me dijo: ¿ves?, ahí comenzó todo, ahí reproduje toda la hierba que hoy ves aquí.
Entonces se confesó: ésta hierba la mandé a traer de Cuba -me dijo-, me la trajo una amiga escondida dentro de un tinajón. Como ves, no he ido a Cuba, pero soy cubano de corazón.