Aunque sólo lo he visto en la iglesia de K y 25, en el Vedado, he escuchado que en otras partes de la ciudad –e imagino que ocurra lo mismo en el resto del país– cuelga un cartel con las frases siguientes:
Estoy a favor del diseño original. La familia como Dios la creó. Matrimonio Hombre Mujer#Salvemos a la familia#Unidos por Cuba.
Son tantas las emociones encontrada que experimenté al leerlas que preferiría no haberme enterado.
La angustia de un intérprete ortodoxo de las escrituras bíblicas al enfrentar el llamado “matrimonio igualitario”, refrendado en el artículo 68 del actual Anteproyecto de Constitución, merece ser leída en unión con otros importantes desafíos que, en el mundo de hoy, experimentan las iglesias cristianas: los debates sobre el derecho al aborto, la posibilidad de ordenar mujeres y su función dirigente, el cese de la obligación de celibato para los curas (propia de la iglesia católica).
Me hizo sentir incómodo el toque mesiánico, y hábilmente calculado, de un cartel que mediante la frase “#Unidos por Cuba” (impresa en letra mucho más pequeña que el resto de los textos mencionados y en el ángulo inferior derecho), otorga a la institución la misión de ser salvadores de Cuba.
Atendiendo a la lógica del texto, en caso de ser rechazado por mayoría el artículo 68 del actual Anteproyecto de Constitución, la iglesia protestante resultaría la entidad no sólo líder en tal resultado (pues es la única que, de manera pública, está haciendo campaña en contra), sino que quedaría identificada como salvadora de la familia cubana y entidad movilizadora nacional en situación de caos (pues no otra cosa que la amenaza de un desastre justifica el llamado y articulación de una campaña nacional).
Hasta donde consigo sentir, la respuesta mayoritaria al desafío han sido la indiferencia y la mudez. Si uno piensa en prácticas, identidades y conductas sexuales dentro del país, entonces resultará claro que no hay, en nuestro perímetro, comunidad homosexual alguna capaz de responder y presentar opinión que permita establecer contrastes con la campaña de la que hablamos; la pertenencia a una comunidad es un acto de conciencia política, la fabricación por parte de un grupo de personas de un sujeto colectivo que los estructura en un corpus legible y coherente durante sus luchas por afirmación de la especificidad y para la obtención de derechos.
Como es típico de toda campaña fundamentada en el miedo, se toman ejemplos aislados y se les transforma en una suerte de peligro universal e indetenible que funciona –siempre es igual– de la misma manera que progresan las peores epidemias.
Es difícil entender de qué modo el matrimonio de una o de varios miles de pareja homosexuales afectaría a “la familia” como institución social.
De una parte, la subjetividad homosexual no es resultado de la decisión divertida de alguien que elige ser homosexual, sino que simplemente es; de la otra, la subjetividad heterosexual tampoco es elección ni alegría, sino hecho de naturaleza.
Junto con esto, la sensación de amenaza es todavía más inexplicable cuando, más allá de las respuestas contaminadas de ideología, se piensa en el por qué exacto del temor; dicho de otro modo, sin apelar a frases como “porque está mal”, “no debe ser”, “están enfermos” o “Dios dijo que no”, ¿por qué hay que impedir y dónde está el peligro espantoso que representa el matrimonio igualitario?
Junto a lo anterior, si bien es lamentable la no-respuesta articulada, resulta terrible la forma en la que hoy la Historia regresa a ese nudo gordiano que el socialismo cubano nunca logró cortar.
Terrible porque el matrimonio igualitario no es únicamente un acto de expansión de derechos, a través del cual son propuestos nuevos modelos de igualdad, sino que es resultado de inmensas luchas sociales por la dignidad y plenitud humanas de generaciones de hombres y mujeres, en las más diversas geografías y culturas.
Después de ese momento cumbre, único, doloroso y diferenciador, esa marcación negativa que fueron las UMAP, nunca más ha podido entender el socialismo cubano, en su real amplitud, profundidad y extensión; en las escenas públicas de la discursividad política, las instituciones de enseñanza y los medios masivos de comunicación, las conexiones entre las luchas por los derechos relacionados con la identidad y las opciones de sexualidad con la intensificación de las posibilidades de la democracia.
Extraer de cualquier posible discusión los sentidos y alcance de la democracia impide comprender que, para que sea posible arribar a la idea de matrimonio igualitario, millones de homosexuales han debido vivir execrados, perseguidos, negados, en condiciones de ocultación y terror; o han sido usados como chivos expiatorios durante momentos de crisis; o se les ha demonizado, negado accesos a estudio, trabajo o vías de ascenso social; se les ha torturado, golpeado, asesinado, acosado, por grupos o ciudadanos contaminados de odio y a veces por agentes de la autoridad; o se les ha internado, ante cualquier supuesto signo de debilidad, en programas que prometen la regeneración y la reorientación del deseo mediante tratamiento médico o mediante el trabajo.
La parte oscura de toda esta montaña, aquella de la que nunca se quiere hablar y que, de manera perversa, se trata como algo “natural”, es la existencia de una enorme empleomanía represiva a la cual se paga para que se ocupe de las tareas de persecución, difamación, descalificación e imaginada reorientación.
En el contexto al que me refiero “entender”, entre nosotros, implica “hablar de”.
De ahí la exclusión casi absoluta y en cualquier medio de comunicación de cualquier abordaje crítico, debate, expresión o simple conversación acerca de los problemas de la identidad sexual (aunque también sea algo que pudiera ser extendido a los conflictos de racismo y discriminación o, en su real magnitud, a la condición femenina).
Sólo que, como ocurre con los problemas de representación, inscripción, decodificación e interpretación, para conseguir hacer evidente una ausencia no queda otro remedio que proceder a tachar, borrar, quitar, arrancar algo que existió y, mientras se desarrolla el proceso, ir entonces dibujando el contorno de aquello que sí se desea conservar, estimular, instalar o instaurar para que sea respetado, querido y, mejor aún, reverenciado y amado.
Pero si el homosexual no habla de su homosexualidad, ni el negro del racismo ni la mujer de las violencias en su contra, entonces quien único “muestra” voz es el sujeto masculino, heterosexual y blanco; no porque devele secretos o exponga detalles de su condición genérica, elecciones sexuales o color de la piel, sino exactamente porque es quien no tiene obligación de hablar de ello, ya que es y está en el Poder.
Si lo anterior es cierto, entonces las personas que pudieran componer y ser parte de una comunidad homosexual cubana no han hecho pública su protesta porque o bien carecen de interés y deseos, o porque (pese a tener interés o deseos) están profundamente desencantados.
Cualquiera de ambos caminos admite ser leído en relación a, y como herencia o consecuencia, del desastre de las UMAP y de los proyectos, planes y esfuerzos desde entonces realizados en el país para borrar o ir más allá de esa huella.
En el mejor de los casos, estos proyectos y planes se contentan con introducir alguna leve alusión al acontecimiento negativo; en otros, las acciones transcurren en medio de un silencio tan general o de una manera tan aislada y casuística que no puede menos que suponerse que silencio y aislamiento son planificados.
Como tantas otras veces, han sido el arte y la literatura los que siguen insistiendo en mostrar la realidad humana y los conflictos derivados de los problemas de identidad sexual y sus opciones. ¿Qué otra cosa podía pasar?
Yo también quiero a la familia como Dios la creó: con deseos de que esta fuera feliz; solicitando de los padres amor, responsabilidad y entrega para con los hijos; con el mandato de ser solidarios y ejemplos de humanismo para con la comunidad. ¿De qué otro modo los hijos iban a seguir el ejemplo de vida de los padres?
Me hubiera gustado presenciar, en el espacio público, alternativas a lo que el cartel citado nos propone; alternativas profundas, informadas, que abran nuevos caminos para la razón, la comunidad y la sociedad futura.
Me hubiera gustado que el Estado hubiese tenido una presencia más activa, inteligente, audaz y con mayor visión para –durante todos estos últimos años– estimular intervenciones públicas a propósito de muchos grandes temas del debate político, social y cultural contemporáneo de los cuales Cuba parece estar distanciada: las discriminaciones, el racismo, los problemas de género, las sexualidades, los modelos de familia, la pobreza, el acceso a los medios, la democracia, los modelos económicos, etc.
Lástima que no sucedió, entre otras cosas para que el artículo 68 –acompañado de otras mil preocupaciones– resultáse menos central que lo que parece hoy.
Dicho de otro modo, cuando lo único que puede decirme de la Constitución una de mis vecinas –que vive en las condiciones de la pobreza promedio cubana– es que “¡mira tú qué cosa… los m… van a casarse!” eso es una derrota significativa para el Estado y para el socialismo cubano.
Tal y como enseña el psicoanálisis, lo reprimido retorna y todo lo que se calló durante años (UMAP, parametración, normativas de “escándalo público” y otras prácticas con visos de homofobia) ahora regresa en el razonamiento de esta persona que subordina el resto del debate sobre la Constitución a lo propuesto en el artículo 68.
En este esquema, los derechos generales o los ordenamientos económicos, las estructuras del Estado o cualquier otra posibilidad apenas importan, pues el único punto sobresaliente es aquello que siempre se prefirió no discutir.
También hubiera deseado captar la cantidad de energías que emanan del mencionado cartel para que esa misma institución repudiara, también de forma pública, los casos de pedofilia en el interior de entidades eclesiásticas a lo largo del mundo (creo que todavía no hemos sabido si en Cuba ha habido casos semejantes, pues el secreto al respecto es tan total que bien puede imaginarse que entre nosotros ni hay ni hubo nunca casos semejantes); la violencia contra la mujer; las diversas formas de abusos doméstico e infantil; los rastros de racismo o clasismo entre los fieles, entre otros muchos males que igualmente afectan y erosionan la familia.
Finalmente, el cartel me desgarró porque recordé que hubo una vez cuando ambos, homosexuales y líderes religiosos, compartieron aislamiento, literas y trabajos en aquellas UMAP de penosa memoria.
Una sola vez, una sola, en la que un cristiano heterosexual haya recibido apoyo, solidaridad y consuelo de un homosexual, es suficiente para justificar el tipo de preguntas que obliga a repensar los límites.
Por eso, quiero familias en las que prime el amor y nunca, en ninguna circunstancia, la formalidad, las mentiras, la traición y la hipocresía; donde, siempre que haya hijos o sin haberlos, se formen los propios –o se contribuya con los ajenos– para que actúen como ciudadanos trabajadores, responsables, universalmente solidarios, empeñados en fomentar el bien común, el diálogo y la comprensión entre las personas. Que reciban amor y que lo devuelvan, lo pidan y respeten cuando lo encuentren. A esa Cuba me uno y la quiero salvar y que me salve. Y, una vez más, si me equivoco, con cariño ha sido.