Desde hace unos años Venecia, ciudad milenaria del mar Adriático con un riquísimo patrimonio arquitectónico y cultural, es víctima de una implosión demográfica causada por su principal fuente de ingresos: el turismo.
Atrás quedaron los tiempos felices, como en la segunda mitad del siglo XX, en que los venecianos celebraban la explosión del turismo internacional que entonces les permitió emerger de una profunda depresión económica.
Ahora para los locales se hace insostenible vivir en la ciudad de los canales debido a los altos precios y las intensas aglomeraciones que provocan los cerca de 70 mil visitantes que la llenan cada día.
En Venecia, donde menos del cincuenta por ciento de los forasteros pernocta (en gran medida por la proliferación de cruceros) es impresionante el contraste del casco histórico en la apacible y casi desierta noche, y en medio del ajetreo y la muchedumbre durante el día.
Es casi imposible andar por lugares como el popular puente Rialto, que se yergue sobre el Gran Canal, y por cuyas aguas se entrecruzan como en una autopista en hora pico las tradicionales góndolas, las lanchas taxi, los vaporetos (el transporte colectivo) y las embarcaciones dedicadas a transportar mercancías o recolectar los desechos.
Para tratar de contener la avalancha de los treinta millones de turistas que visitan cada año la ciudad y tras las advertencias de la Unesco de eliminar a la urbe de la lista de ciudades patrimonio de la humanidad, funcionarios locales anunciaron en 2018 una serie de planes. Entre ellos, cobrar un peaje de 10 euros (unos 11 dólares) a los turistas que llegan a pasar el día y restringir la cantidad de personas en ciertos lugares del casco histórico .
Sin embargo, aún en medio del caos, son visibles los encantos singulares de Venecia. No pierde su lugar preponderante en el imaginario romántico. Ese mismo embrujo que llevó al cantante francés Charles Aznavour a escribir y e interpretar: “Qué profunda emoción / Recordar el ayer / Cuando todo en Venecia / Me hablaba de amor”.