A la memoria de Antoni Doménech Figueras y Ana Cairo Ballester
La restauración del Capitolio Nacional ha tenido conclusión con la renovación de su cúpula y de la Estatua de la República. Eusebio Leal y la Oficina del Historiador de la Ciudad suman otra página a su colosal legado de conservación patrimonial. La obra es, también, un homenaje a la ciudad de La Habana en el 500 aniversario de su fundación.
La cúpula y la estatua fueron restauradas por expertos cubanos y rusos, a las que les fueron restituidos sus recubrimientos originales en oro. El trabajo con la cúpula contó con 9,6 millones de dólares de dinero federal ruso.
Levantar monumentos es elaborar significados. Restaurarlos, también. Después de cinco décadas rehusando su memoria como sede del Congreso nacional, la actual Asamblea Nacional del Poder Popular ha fijado su sede en el Capitolio. La devolución de su función, y de su esplendor, hace pensar en los propios símbolos que ello pone a recircular.
Rusia y Cuba, más allá del Capitolio
Curiosamente, los gobiernos cubano y ruso acordaron la restauración de la Estatua de la República, pero la reivindicación de la República no aparece entre sus prioridades oficiales.
En Rusia la república es una referencia antigua. Se remonta a la república de Nóvgorod, un estado medieval que abarcaba desde el Báltico hasta los Urales entre los siglos XII y XV. No obstante, una zona de la política rusa contemporánea ha encontrado en ella “el lugar donde nacen los valores republicanos y democráticos actuales”.
Por otro lado, los “decembristas” miraron esa historia con dejo idealizado. Los narodniki propusieron una república de pequeños propietarios, que les evitara el paso por la sociedad capitalista. Tras 1917 el bolchevismo aspiró a una República proletaria mundial.[1] Con la URSS, Stalin sepultó dichas intenciones.
La necesidad de reconstruir en forma positiva la identidad rusa, tras la gran crisis de la caída soviética, ha tenido desde entonces diferentes salidas oficiales.
El gobierno de Yeltsin rechazó el pasado soviético. La era zarista era una edad de oro, perdida, interrumpida por 1917. En ello, fue sustituida la bandera soviética por la rusa de la época zarista, se reconstruyó la Catedral de Cristo Salvador, en Moscú, destruida por Stalin en los 1930, y se reemplazó el himno soviético. La nueva búsqueda tenía como fondo la apuesta por la economía de mercado, que resultó tremendamente empobrecedora, y bloqueó la capacidad de seducción de esa oferta identitaria.
El régimen de Putin, en cambio, ha considerado el fin de la Unión Soviética como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. En ese discurso, la edad de oro zarista se mezcla con los éxitos soviéticos, sin referencia a ideologías ni expedientes revisores del stalinismo. Con ello, se apuntala la idea de la gran Rusia, con su pasado glorioso y radiante resurgimiento como potencia. El régimen actual es una novedad, mezcla de nacionalismo étnico con democracia dirigida —y fuerte control de la protesta—, que no ha impedido a la vez que Rusia sea “el país más liberal de toda la antigua Unión Soviética”.
Boris Kagarlitsky, un autor de izquierda crítica publicado en Cuba, ha tomado prestada la frase “tolerancia depresiva” para explicar la cultura política actual en ese país: “le permiten hacer lo que sea (al Estado) y salirse con la suya. El Estado hace cosas totalmente impopulares y nadie protesta, porque mientras no te afecte individualmente, no te importa, a nadie le importa. La gente sólo protesta cuando les afecta individualmente, es entonces cuando comienzan a moverse.” En ese diagnóstico, no aparece la República.
La edad de oro rusa está inscrita materialmente en las cúpulas doradas de sus iglesias. Un ejemplo clásico es la Catedral ortodoxa de San Isaac (San Petersburgo, antes Leningrado, todo es simbólico aquí) de arquitectura neoclásica, inspirada en motivos romanos, griegos y del Renacimiento italiano. Su cúpula tiene 21,8 metros de diámetro y acumula unos cien kilogramos de oro. No por casualidad, todas esas referencias están emparentadas con las del Capitolio cubano.
La tradición republicana en Cuba, encajada dentro del nacionalismo popular, fue la más poderosa de sus tradiciones políticas, con José Martí a la cabeza. El triunfo de 1959 la reivindicó —en esa corriente siempre se aspiró a la República a través de la Revolución—, pero rápidamente prefirió usar en exclusiva sucesivos conceptos de Revolución y Socialismo. La República sería referida en lo adelante básicamente como el nombre oficial del país.
En los 1990 tras la caída soviética, y de su versión del marxismo, el discurso oficial cubano buscó en la identidad nacional, y en el nacionalismo, la renovación de sus fuentes de legitimidad ideológica. Recientemente, en la nueva Constitución (2019) fue suprimido el guion de la frase “marxista-leninista” porque “en opinión de varios catedráticos era una formulación con un matiz stalinista”.
En este escenario, cabe preguntarse si la noción de República reaparecerá como arsenal simbólico en Cuba. La campaña de prensa que cubrió la mudanza de la Asamblea Nacional hacia el Capitolio tuvo como lema: “Una sede, dos tesoros, porque Cuba tendrá aquí un edificio simbólico, pero también la sede de su expresión máxima de democracia”.
Si bien las relaciones entre la URSS y Cuba fueron muy profundas tras el triunfo de 1959 hasta 1991, en ese lapso sus gobiernos nunca se decidieron a restaurar la Estatua de la República ni la Cúpula del Capitolio. Ahora lo han hecho, sin telón de acero, con recubrimiento en oro y bajo un nuevo mapa de relaciones.[2]
La estatua de la República
En 1927 Carlos Miguel de Céspedes, entonces ministro de Obras Públicas, le encargó al gran artista italiano Ángelo Zanelli la realización de tres estatuas para el Capitolio.
El escultor gozaba de amplio reconocimiento en Italia (era el autor de la Dea Roma y del monumento a los Caídos de Imola) y tenía amplia producción americana. Al artista se debe, por ejemplo, el monumento ecuestre dedicado a Artigas (1923) en Montevideo.
La Estatua de la República, también llamada de La Libertad o de La Patria, con sus 17,54 metros de altura, fue en su momento la segunda más grande —bajo techo— del mundo. Algo similar sucedió con la cúpula (308 pies), que fue la tercera más alta en el orbe. Hoy la Estatua ocupa el tercer lugar, detrás del Buda de Oro de Nava (Japón), y del monumento en mármol a Abraham Lincoln (los Estados Unidos).
Para ella, Zanelli trabajó el símbolo republicano de la Marianne, una poderosa mujer de gesto beligerante, ataviada con gorro frigio.
No es esa la única estatua de la libertad existente en Cuba. Entre las varias que se erigieron en la primera mitad del XX, otras tres siguen en pie (Puerto Padre, Remedios y Gibara). Entre las desaparecidas, existió una en Isabela de Sagua, de la cual se conserva escaso testimonio gráfico. Son monumentos hermosos, pero de escala por completo diferente a la de El Capitolio. La mayoría de ellas fueron construidas por suscripción popular.
Entre 1902 y 1903 estuvo colocada en el Parque Central —de “modo provisional”—, otra estatua de la libertad, que fue destruida por un ciclón. Antes, la revista El Fígaro realizó una encuesta (1899) para elegir qué personalidad o símbolo revolucionario debía sustituir definitivamente en el Parque Central la imagen de Isabel II, cuya efigie fue desmontada y enviada sin gloria hacia el Museo de Cárdenas. En la encuesta, Martí alcanzó el primer lugar, pero la propuesta de levantar allí una estatua de la libertad quedó en segundo lugar, con solo cuatro votos de diferencia.
Como resultado, fue inaugurado el monumento a Martí (1905) que hasta hoy puede apreciarse en el Parque Central, obra adjudicada a José Vilalta de Saavedra. En Matanzas ambas ideas quedaron unidas en un solo monumento: a José Martí le acompaña una estatua de la libertad.
La historiadora cubana Marial Iglesias ha sugerido una interpretación sobre el fondo ideológico del que hacía parte la encuesta de El Fígaro: “En el terreno de las representaciones metafóricas del cambio reflejadas en el paisaje urbano, nada más gráfico para encarnar a la vez la pretendida ruptura con el pasado español y la incertidumbre ante las proyecciones futuras que la imagen (…) del pedestal vacío del que fuera el monumento más representativo del poderío metropolitano: el de la reina de España Isabel II.” En ello, El Fígaro colocó sobre la imagen del pedestal vacío un gran signo de interrogación.
En el Museo de la Ciudad, en La Habana —antes Palacio de los Capitanes Generales— se conserva otro poderoso símbolo republicano, “popular” en su escala (62 x 50 cm), realizado por Paul Louis Emile Loiseau Rousseau. Es una Marianne, de hermosa factura, ofrendada por Francia a Cuba, como alegoría para su naciente República. Sus dimensiones no guardan proporción con La Liberté éclairant le monde, conocida como la Estatua de la Libertad (Auguste Bartholdi, 1886), colocada en Nueva York y que fue regalo francés a la República estadounidense. En “compensación”, la pequeña Marianne cubana tiene gran carga simbólica. Está colocada —con sabio criterio museográfico— justo debajo de una reliquia de la patria: la bandera original de Carlos Manuel de Céspedes.
No fue a esas estatuas de los pueblos de Cuba, ni a la Marianne del Museo de la Ciudad, a la que Alejo Carpentier trató con desprecio. Fue a la estatua de El Capitolio. Lo hizo en El recurso del método, una novela cuyo eje narrativo es, precisamente, la figura del dictador latinoamericano: “….cuyo rostro sereno y grave (de la Estatua) se perdió por siempre para el público, porque el tamaño excesivo de la figura extraviaba su cabeza en las alturas de una cúpula cuya columnata circular sólo era visitada dos veces al año por los obreros encargados de limpiarla —acróbatas de andamios, harto atentos a los equilibrios exigidos por su vertiginosa tarea para poderse detener en apreciar los méritos de una obra de arte.”
La imagen de la Marianne era de uso común en Cuba. No era solo recurso simbólico del poder en busca de legitimidad. Ciertamente, la encuesta del El Fígaro se dirigió a su público de élite y a los grandes patricios y matriarcas (la propuesta de la Estatua de la Libertad fue hecha por Marta Abreu de Estévez, porque “la idea significa más que las personas”) y fue explotada por los gobiernos de turno como representación del Estado cubano, que lo mismo cobraba miles de víctimas en una masacre racista que acumulaba corrupción inaudita.
Con todo, el patriotismo popular, el sentimiento republicano, tenía hondo calado en el pueblo cubano y reprodujo según sus ideales y sus recursos el símbolo.
En ese sentimiento popular, la República era el horizonte de la independencia, el objetivo de la Revolución, la forma política, social y moral de la futura libre convivencia.
En el pasado, habían visto cómo el enemigo colonialista conocía el símbolo, y su contenido, y como lo representaron siempre de modo peyorativo: mujer negra (en esa lógica negro era sinónimo de atraso), paupérrima, liberticida y sanguinaria.
Contra esta última idea, la República representaba un programa político —no solo una forma de gobierno antimonárquica— que contenía las demandas por soberanía popular, libertad política, imperio del derecho, distribución justa de la propiedad, control del gobierno, atravesado todo ello por la virtud cívica. Era una propuesta idealizada, como todos los referentes políticos, pero contaba con la historia de la lucha por la república en Cuba. Como ocurrió en Francia en 1848, según reflexiona Maurice Agulhon, la idea de república “no trajo la muerte de los idealismos políticos, de hecho, generó un bueno y bello idealismo más”. En la práctica era menos abstracta de lo que nos parecen esas palabras hoy.
Cuando el 24 de febrero de 1896 Calixto García se embarcó en el Bermuda, y fue arrestado junto al resto de expedicionarios hacia Cuba, tenía enfrente, literalmente, la Estatua de la Libertad. “La República Cubana”, representación por igual de Marianne, impresa por primera vez en 1875 y difundida por J. Bellido de Luna desde Nueva York figuraba en casi todos los clubes patrióticos independentistas tanto de Estados Unidos como de otros países de América.
Tras 1898 sectores patrióticos la representaron como Marianne mambisa. Los veteranos de la independencia la reclamaron como faro frente a la Primera Guerra Mundial. Sectores obreros de distintas tendencias —no solo comunistas— la hicieron suya. Fue el símbolo de la democracia popular frente al fascismo en los 1930. José Hurtado de Mendoza —miembro del Grupo Minorista, preso machadista, artista multidisciplinar— radicalizó gráficamente el desdén de Carpentier por la estatua de la libertad del Capitolio: pintó a la Marianne horrorizada de dolor, frente al tirano representado —a lo Villena— como “asno con garras”.
El Capitolio
Un folleto de presentación del Capitolio publicado en 1930 registra que el terminado de la Estatua de la República, o de la Libertad, estaba cubierto por láminas de oro de 22 quilates. El despliegue áureo no terminaba con ella. El Salón de los Pasos Perdidos tenía un “hermoso techo decorado con pinturas a mano y terminado en láminas de oro 22 quilates”, el celebérrimo diamante quedó montado sobre una “anilla de oro sobre una base de ónix negro octogonal”, los despachos de las presidencias del Senado y de la Cámara poseían “un lujoso mobiliario de caoba del país, terminado en oro de 22 kilates”, y la decoración del vestíbulo de honor de la Cámara estaba terminada en el mismo oro.
La monumentalidad y la ostentación traducían la irrefrenable ansia de poder de Machado, pero también ponían en escena la más larga tradición del “hombre fuerte” —del Dictador— latinoamericano.
La retórica neoclásica en arquitectura ha sido una de las favoritas de las dictaduras, o de la versión menos explícita de ellas: las repúblicas oligárquicas. Su simbolismo conecta la imagen idealizada del pasado con la estética del presente. Muestra al Estado como garante viril del patriotismo, y como el reconstructor espiritual del vínculo entre los ciudadanos de hoy y “su” comunidad de origen. Así, adjudica una base social al patriotismo de estado: los ciudadanos son los destinatarios del monumento inaugurado por el “insigne repúblico”. Sus estatuas loan más a los vivos, los que administran la herencia y el pasado, que a los muertos.
El Capitolio, desmesurado en todo, lo es también aquí: es un caso muy tardío de arquitectura neoclásica, reclamada con fines “nacionalistas”. Zanelli debía usar un rostro criollo para su estatua, amén de la “caoba del país”. Su modelo para el rostro de la Estatua fue una cubana, Elena de Cárdenas, miembro de una familia de la élite republicana. Los planos arquitectónicos y artísticos —cerca de mil diseños— se deben a varios cubanos (Raúl Otero, José M. Bens Arrarte, Mario Romañach, Eugenio Rayneri, Evelio Govantes, Félix Cabarrocas), junto al francés Jean-Claude Nicolas Forestier.
La construcción del Capitolio tomó cuatro años (1925-1929). El hermoso inmueble —también una hazaña ingenieril— ocupa una extensión de 43.609,42 metros de superficie. El costo oficial reportado de la construcción y del mobiliario fue de $16.640.43, 30. Es un símbolo de Cuba y, en particular, de La Habana. Al mismo tiempo, la historia de su construcción ejemplifica la corrupción estructural del sistema republicano cubano en la fecha.
La corrupción republicana y cierta “venganza”
La compañía Ferrocarriles Unidos de la Habana y Almacenes de Regla, con propiedad de accionistas ingleses, poseía los terrenos — en concesión por 99 años— donde fue construido el Capitolio (Campo de Marte, Prado y las calles San José e Industria). Lejos de ese término, José Miguel Gómez realizó en 1909 el célebre “canje” de la zona por valiosos terrenos de propiedad pública, situados donde había radicado el arsenal español.
Durante el gobierno de Mario García Menocal se fue construyendo —“gastando sin medida y destruyendo a la vez”— en ese espacio con vistas al futuro Capitolio. Cuando fue inaugurado en 1929, su costo real se estimó en más de veinte millones de pesos, “incluyendo las filtraciones”.
A precios de hoy, serían alrededor de 300 millones de dólares. Es un caro símbolo de la corrupción republicana —política, económica y moral— en Cuba.
El Capitolio jugó también un papel, digamos, de “venganza simbólica”. Inspirado por completo en el de los Estados Unidos, el cubano “debía ser más grande”. Era acaso una “revancha” por la forma en que los Estados Unidos representaban —y del trato que suponía— a la República cubana tras 1898: casi siempre como una niña, de la mano de la “Gran República”, a la que esta debía educar, corregir y castigar.
Con su escala, El Capitolio se imaginaba como una democracia tan grande como la de su homónimo —país al que admiraba y de cuyo gobierno dependía Machado—, al tiempo que estaba vigente la Enmienda Platt. Quizás obsesionado por imágenes como las de Lincoln en el Capitolio de su país, Machado pudo ver la Estatua terminada a tiempo para representar su propia consagración como “padre de la patria”. Frente a la Estatua, tomó posesión de su espuria “prórroga” de mandato.
El significado de los monumentos
La Estatua de la libertad ha sido recurrente en la memoria global del socialismo moderno. En 1910, el Festival Coral socialdemócrata, realizado en Nuremberg, tuvo como figura central la “Diosa de la Libertad”, una mujer con túnica griega blanca, gorro frigio y bandera de la libertad en la mano derecha. En uno de sus lados aparecía un busto de Marx, del otro, uno de Lasalle. En la Plaza de Tiananmen, el 30 de mayo de 1989, los estudiantes erigieron una estatua de poliestireno de casi 10 m de altura —una “Diosa de la Democracia”— según la imagen de la Estatua de la Libertad estadounidense. Enfrente, se encontraba un retrato de Mao.
Por igual, es un símbolo vivo y actuante. En Francia, entre las modelos que han prestado su rostro para los bustos oficiales de Marianne se encuentran Catherine Deneuve, Brigitte Bardot y Laetitia Casta. Cuestionadas esas representaciones por su sexismo, se han diversificado los modelos. La más reciente imagen de la Marianne elegida para los sellos oficiales franceses, ha sido, por decisión del presidente Enmanuel Macron, un diseño de Yseult Digan, artista callejera.
Bajo la administración de Donald Trump, el símbolo —con Ellis Island delante— ha sido reinterpretado para criticar su política hacia los migrantes. Por su parte, un alto oficial de esa administración ha dicho que la inscripción en la Estatua, un poema de Emma Lazarus, refiere la bienvenida a inmigrantes provenientes de Europa, mientras su gobierno prefiere personas que puedan “sostenerse sobre sus pies”. Es un muy transparente recorte clasista de la universalidad de la libertad, representada por la Estatua.
El periodismo satírico lo ha ironizado de este modo: “la Estatua de la Libertad era lo primero que veían los inmigrantes al llegar a América, pero ahora que ya no entra nadie al país, los americanos no la necesitan. Por tanto, como muchos otros venidos de fuera, la estatua ha sido expulsada de Estados Unidos y ya está de camino a su lugar de origen”.
En cambio, el actual socialismo democrático en los Estados Unidos, en coherencia con su historia, hace suya la imagen.
La cultura de nuestra época está marcada por imágenes visuales de estatuas derrumbadas (Lenin, Sadam Hussein); desmontadas (Colón, en Los Ángeles y Buenos Aires; Antonio López, en Barcelona), o reedificadas. El debate global sobre el significado de los monumentos, y sus cambios según el contexto político, ha tardado en llegar a Cuba.
El rescate del Capitolio, como antes el del monumento a José Miguel Gómez, se ha hecho desde un criterio de conservación que no ha considerado inscribir alguna marca crítica sobre lo que representan. Mi intención está muy lejos de abogar por derrumbar monumentos, pero me parece necesario considerar a quiénes, y a qué, sirven de homenaje.
El monumento y el cuerpo de la república
En el contexto de la Constitución de 1940, el Código Electoral concedió un crédito de 100 mil pesos para construir un “continente adecuado en la cripta del Capitolio y conservar en él los originales de nuestras Constituciones y las cenizas de un soldado desconocido del ejército libertador de Cuba.”
Ese crédito no fue ejecutado, pues las obras, por diversos motivos —no hay que excluir la corrupción, pero no tengo detalles específicos sobre el por qué— nunca se iniciaron. Siete décadas después, en 2017, por iniciativa de la Oficina del Historiador de la Ciudad, fue construido el segundo de estos sitios en el Capitolio. En la inauguración, Eusebio Leal expresó: “Aquí descansa, simbólicamente, el fundamento moral, político e histórico de la nación: los restos mortales de un soldado cubano desconocido, a cuyos esfuerzos y sacrificios sin nombre, se debe el nacimiento de Cuba como República”.
El Capitolio puede ser considerado una especie de regalo de Machado a su propia megalomanía, pero pertenece a la nación cubana. Eso, porque pertenece a los 5 ó 6 mil obreros que trabajaron en turnos ininterrumpidos de ocho horas por cerca de cinco años hasta concluirlo, como pertenece por igual ahora a quienes lo han restaurado.
La Estatua de la República pertenece a la nación cubana, porque pertenece a Lily Valty, la mulata que sirvió de modelo al cuerpo de la estatua, y cuyos datos biográficos se han perdido en la historia, a diferencia de los de Elena de Cárdenas. Es una alegoría dentro de otra: el cuerpo sin rostro remite al cuerpo de la república: su anonimato recuerda al pueblo, el cuerpo de la república, el conjunto de ciudadanos que reivindican la soberanía del pueblo, y hoy también la soberanía de los cuerpos.
La Estatua pertenece a los cubanos que derrotaron la dictadura de Machado y lo expulsaron de Cuba. Pertenece a los que golpearon con martillo la efigie de su rostro en las puertas de El Capitolio, hasta hacer irreconocible la imagen de “La Bestia”.
Pertenece, también, a los que hagan suyos el ideario republicano para Cuba. Darles voz, inscribir en ellos la presencia de aquellos muertos y de estos vivos, es un acto que coloca a los monumentos a la altura del homenaje que dicen rendir.
La República es un contenido central de la cultura cubana, cuyo día se celebra hoy 20 de octubre, porque en la misma fecha de 1868 se entonó en público por primera vez nuestro Himno Nacional, La Bayamesa, llamado así por La Marsellesa.
Es la república a la que Manuel Corona escribió humildes versos, que así cantaron María Teresa Vera y Rafael Zequeira:
“El 10 de octubre al despuntar el día
saludando una espléndida mañana
sonó en La Demajagua una campana
Invitando a los hombres que allí había…
Sí, invitando a los hombres que allí había.
Céspedes con feliz fisonomía
y con palabra fácil y galana
proclamó la República cubana
ante un grupo sublime que aplaudía”.[3]
Notas:
[1] No le faltó capacidad inicial de contagio: fueron proclamadas repúblicas socialistas en Finlandia (1918), Hungría (1919), Baviera (1919), Estrasburgo (1918), Eslovaquia (1919) y Mongolia (1921), y hubo insurrecciones obreras en Holanda (1918), Italia (1918-1920) y Alemania (1918-1923).
[2] En otros órdenes, Rusia y Cuba están también cerca en posturas geopolíticas y en el fortalecimiento de la presencia rusa en América Latina y el Caribe. Existe un sostenido interés ruso en reedificarse como potencia, y cambiar el mapa de los ejes de poder en el mundo —la energía ha sido una de sus principales bazas—, lo que concuerda con el objetivo cubano de favorecer la multipolaridad en las relaciones internacionales. En aspectos concretos, ambos países trabajan en multiplicar sus relaciones en áreas como transporte aéreo y ferroviario, metalurgia, industria textil, materiales de la construcción, ensamblaje de vehículos automotores, agricultura, salud, educación y cultura. Mientras el gobierno ruso se opone al Bloqueo estadunidense en Naciones Unidas, otra estrategia desde abajo también “combate” el bloqueo: un flujo de cubanos viaja a Rusia, aprovechando la ausencia del requisito de visa, para comprar mercaderías y comercializarlas en redes privadas en la Isla.
[3] La transcripción de la letra de la canción (“El diez de octubre”, 1916) es de Cristóbal Díaz Ayala.
En este largo y enciclopédico trabajo no encontré respuesta a una de la afirmaciones que su autor presenta al principio: ¿Cual es la responsabilidad de actual gobierno con la democracia a través del regreso de los órganos de gobierno nacional a este edificio y que compromiso (aunque sea simbólico) asume con la democracia a partir de su restauración del mismo?
En definitiva, que es lo que pretende con esta articulo?
Qué artículo maravilloso!
articulo increible!!
Muchas gracias .Aprendí algo nuevo e importante para la humanidad
Exelente trabajo de julio cesar!!! ; pero…. entre tantos datos históricos y enciclopédicos que muestran el saber investigativo de julio, no llegó a enterarme cual ha sido el propósito de dicho trabajo y las implicaciones en la Cuba de hoy.
Kurt Turing no creo que el cambio de sede imponga nuevas obligaciones. He analizado el marco del funcionamiento de la Asamblea nacional con la nueva ley electoral con más deternimeinto aquí: https://oncubanews.com/opinion/columnas/la-vida-de-nosotros/la-nueva-ley-electoral-un-breve-balance/. Gracias a todos por los comentarios.
Instructivo y ameno. Gracias!
Hola José Julián, y Mario Marti-Brenes. En un texto que sugiere interpretar significados, terreno tan poco “firme”, preferÍ no dar los mÍos como conclusivos, aunque no es que diga poco ahí, creo. Entre otras, una idea me parece importante: señalar que la república es un elemento esencial de nuestra cultura, lo cual se conoce poco y se dice menos, que el pueblo hizo suya la república luchando por ella, y dándole sentido en esas luchas. También, que existen significados oficiales y populares de la república, que no son lo mismo,. La reconstrucción del significado de las imágenes funciona como una historia social de lo que pensamos. Estan ahi, son tercos, y desmienten o afirman cosas. Estamos en un momento de cambios, y es importante ver la historia construida , y en construccion, en todo lo que se hace y nos pasa. Los monumentos también hablan de quién los hace, de quién los usa, de quién se sirve de ellos. Son parte de luchas por la memoria y la historia. Escucharlos, interpretarlos, “intervenirlos” es parte del ejercicio de pensar crítico. Si algo los hizo reflexionar el texto, creo que no sería poco. Ojalá haya sido así, al menos. un saludo.
Julio Cesar: Cuando empecé a leer el trabajo, tuve la impresión de que sugería que el regreso y restauración tenían una fuerte carga simbólica que comprometía a los ejecutores. Cuando llegue al final no vi nada. No volví a leerlo, parece que lo supuse yo.
Tremendo artículo muy buen recuento histórico.