Hace poco recomendaba a un amigo que visitará pronto la Habana que se llegue al Callejón de Hamel. “Gallego, deja que veas cómo tocan y bailan esa gente, te vas a caer…”, le decía.
Estoy lejos de Cuba y extraño muchas cosas, entre ellas el Callejón. Era un sitio recurrente en las caminatas que, cámara al hombro, me daba a cada rato en busca de imágenes especiales de nuestra cotidianidad, de la gente, del cubaneo. Este pequeño y colorido callejón de menos de 200 metros siempre me regalaba alguna buena imagen.
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El Callejón de Hamel no sería gran cosa si no fuera por el toque del artista Salvador González, que allá por el ya lejano 1990 se dedicó a pintar murales y a convertir chatarra en obras de arte, todo inspirado en las religiones de origen africano y sus deidades.
Han pasado los años, Salvador y muchos otros artistas han seguido interviniendo el lugar y el resultado es una amalgama de objetos y colores que hacen del Callejón un lugar singular en La Habana.
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Luego vendría la rumba de los domingos. Ese es sin duda el plato fuerte del Callejón. Digo la rumba, por llamarla de algún modo, pues también se cantan y bailan otros ritmos afrocubanos.
Comienza a las 12 del mediodía, pero desde la mañana van llegando turistas y curiosos que se mezclan mientras comen pan con lechón y beben unos mojitos excesivamente caros. Cuando arranca la música, en un abarrotado callejón, no hay quien se quede quieto, todos bailan o al menos lo intentan.
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Los turistas, asombrados, toman fotos y videos, –que también de Instagram vive el hombre–, mientras son asediados por jineter@s que les ofrecen lo clásico: ron, habanos, paladares, y a veces lo demás. Y esa es la parte que no me gusta, la del jineteo, el asedio, la lucha por sacarle al turista unos “fulas” a veces de forma bastante invasiva. Eso crea un ambiente tenso.
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No me gusta esa parte, pero así todo sigo recomendando a mis amigos que visiten el lugar.
Y es que el Callejón de Hamel es un sitio con vida propia, auténtico, sobre todo. Ahí siguen viviendo los vecinos de siempre, gente que nació en este barrio, que asiste a la pachanga dominical a veces desde el balcón de su casa, o a veces mezclado en la multitud, ron en mano moviendo el esqueleto.
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La rumba, el guaguancó, la cumbia, lo que sea que se toque en Hamel es 100 por ciento real y vale la pena vivirlo.
Eso es lo que más disfruto: caminar por ahí cualquier tarde, conversar y reír con los vecinos, con los borrachitos del barrio, con los niños que vuelven de la escuela. Esa es la vida real de Hamel, la de todos los días. Y esa también vale la pena verla.
De ellos son las fotos que acompañan esta nota, a ellos va dedicada.
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Estuve en ese lugar, muy atractivo! Hermosa Habana , hermosa Cuba!