Wheel turnin’ ‘round and ‘round
You go back Jack do it again.
Steely Dan.
Las crisis migratorias han sido cíclicas en las relaciones Cuba-Estados Unidos. Por solo acudir a dos de sus expresiones más rechinantes, en 1980, como resultado de factores endógenos y exógenos claramente identificados por analistas y estudiosos a ambos lados del Estrecho, alrededor de 125 000 personas ingresaron a la Unión procedentes de la localidad del Mariel, hecho traumático que cambiaría radicalmente la imagen de los cubanos hasta entonces vigente en este país, aunque la vida demostrara que era bastante más diverso y complicado.
Catorce años más tarde, en 1994, más de 30 000 personas se montaron en objetos flotantes no identificados para ser aceptadas en el territorio de la Unión, lo cual ocurrió solo después de permanecer durante casi un año en la base naval de Guantánamo, una movida hasta entonces reservada solo a los emigrantes haitianos de la crisis de 1992 (boat people) en el contexto del golpe de Estado del general Raoul Cédras contra Jean Bertrand Aristide, el primer presidente democráticamente electo tras la larga regla duvalierista.
El llamado Período Especial, con sus impactos multilaterales luego de a la caída del bloque soviético, constituyó el obturador de ese flujo, junto una política de visados que se fue haciendo casi tan fina como una telita de cebolla. Y como tras la tempestad siempre viene la calma, ambos gobiernos se sentaron a hacer lo que ya habían hecho en los años 80 bajo la administración Reagan: negociar acuerdos concretos para lograr una migración legal, segura y ordenada.
Fue entonces cuando los Estados Unidos se comprometieron a poner fin a la recepción automática de cualquier cubano rescatado por los guardacostas en las aguas del Estrecho, un cementerio con tumbas imposibles de cuantificar a ciencia cierta. Y fue también el nacimiento de un ajuste: el de la llamada política de pies secos/pies mojados del presidente Bill Clinton.
Para los cubanos la frontera mexicana no había sido nunca tan porosa y atractiva antes de que el presidente Obama evaporara de un plumazo los pies secos/pies mojados. Estadísticas de US Customs and Border Protection y del US Department of Homeland Security mostraban en 2015 una tendencia creciente desde 2013: por ahí habían entrado a los Estados Unidos 27 143 cubanos durante el ese año fiscal, con Laredo como punto favorito de ingreso. Y 9 056 habían llegado por el Aereopuerto Internacional de Miami y pedido asilo. Más de 33 000 almas en total.
En ello incidían varias concurrencias, y señaladamente dos: en primer lugar, la reforma migratoria cubana que flexibilizó la salida del país al eliminar un conjunto de restricciones históricas –tarjeta blanca, permiso de salida, etc. Una demanda interna bastante demorada que, cualesquiera sean sus limitaciones, permitió a los cubanos moverse por ahí, aunque con una condición sine qua non: que los países receptores les otorgaran las correspondientes visas.
En materia de visas, Ecuador fue una de esas pocas excepciones que en el mundo han sido; la otras eran más bien para locaciones esotéricas: Bostwana, Cambodia, Mongolia o Kirguistán. A partir de esta circunstancia, muchos cubanos llegaban a ese trampolín suramericano para emprender un viaje de 7 500 kilómetros hasta la frontera de los cuates en marcha combatiente contra traficantes, mercaderes, funcionarios corruptos y adversidades. Y no siempre coronados por el éxito: no se sabe cuántos no lograron el intento. Atravesar esas selvas constituye una expresión de irracionalidad social equivalente a tirarse a un mar infestado de tiburones habiéndolo vendido todo con tal de llegar al otro lado del Estrecho.
En segundo, una percepción que era en sí misma uno de los boomerangs del proceso de normalización iniciado un 17 de diciembre y actualmente detenido. La Ley de Ajuste Cubano –decían entonces– iba a terminar porque ambos gobiernos ya tenían relaciones diplomáticas, de manera que había que apurarse. Era una especie de sordera que ignoraba los mensajes de la administración Obama en el sentido de que no había intenciones de cambiar el estatus migratorio, ni la Ley de Ajuste en el Congreso.
Eso se dijo alto y claro desde la primera ronda de conversaciones bilaterales y lo repitieron hasta la saciedad distintos portavoces del gobierno. A ese cuadro se sumaba la labor de estaciones de TV visibles en Cuba mediante la “Antena”, así como viajeros de ida y vuelta, quienes se sentaban en el muro del Malecón a descargar y a asegurales a los socios que la Ley de Ajuste estaba en “peligro inminente”. Y como para rematar, congresistas cubano-americanos que antes la defendían a capa y espada, se viraron para tercera sosteniendo la necesidad de reformarla, lo cual en la Isla se decodificaba en un refrán popular: “recoge los cheles, que nos mudamos”.
Sin embargo, en el Congreso no había nada que sugiriera en serio una recepción entusiasta de cualquier proyecto encaminado a reformar o eliminar la Ley, por más que ciertos medios noticiosos acudieran a malos ejemplos de los cubanitos: desfalcos al Medicare o muchos viajes de regreso para visitar familiares, vacacionar o simplemente fiestar, algo que en efecto no podían hacer los exiliados durante las dictaduras militares del Cono Sur. Pero se olvidaba algo: el hecho de que los Estados Unidos tuvieran relaciones diplomáticas con los países de Europa del Este y la URSS no impidió la existencia de políticas específicas para los ciudadanos de esos reinos que quisieran vivir al otro lado de la Cortina de Hierro. Existieron todo el tiempo.
La Ley de Ajuste es en todo caso un pivote, no la causa. Una voz de Circe a la que no se le prestaría mayor caso si los marineros se sintieran encaminados a puerto seguro. Un análisis medianamente equilibrado del problema no puede pasar por alto que la lentitud de las reformas y su falta de resultados en la mesa y la vida cotidiana conducían y aun conducen a la desesperanza y, por consiguiente, a la idea de que irse de la isla –esa que se repite, según Antonio Benítez Rojo–, constituye la única manera de buscarse un futuro, no necesaria ni únicamente entre los cubanos más jóvenes.
Digámoslo de una vez: los de pies secos eran trabajadores estatales con salarios menos que simbólicos, profesionales, desempleados, subempleados, menesterosos de los barrios y gente de la Cuba profunda, no “un grupo de delincuentes”, según declaró una vez un funcionario nicaragüense que de pronto pareció olvidar todo lo que los cubanos le aportaron a su país antes de que las piñatas y las coimas se entronizaran en el escenario.
Esos eran los que atravesaban y quieren seguir atravesando la frontera de los cuates, aun cuando la administración Trump haya decidido ponerse dura y tratarlos como al resto de los mortales.
La Ley de Ajuste Cubano, como se sabe, sigue en pie.