Virgilio Piñera se habría sorprendido al saber que aquel verso suyo “la maldita circunstancia del agua por todas partes” iba a resultar el más citado y manido de toda su tremenda obra literaria —incluso entre quienes no la conocen. Suponiendo que, además de mérito literario, ese verso encerrara una clave de Cuba, su gente y la compleja lógica de su historia, valdría la pena someterla a prueba en este momento.
Numerosos países continentales rodeados de fronteras porosas les envidiarían hoy a las islas del Caribe esa barrera natural que representa el mar. En el caso de Cuba, si su línea costera de 3735 kilómetros fuera una frontera terrestre con otros países, sería más larga que la de México con los Estados Unidos, la de Colombia o Brasil con Venezuela, y casi cuatro veces mayor que la de Guatemala con México.
¿Se imaginan controlar esa frontera con territorios donde la pandemia de pánico hubiera lanzado a decenas de miles de personas desamparadas a buscar refugio en un país vecino, cuyos servicios de salud gozaran de reputación por enfrentar epidemias de enfermedades raras en África y otras regiones? ¿Si cualquiera pudiera atravesar caminando esa frontera en alguno de sus puntos más intrincados? ¿Si familias enteras sin protección alguna, estuvieran, como quien dice, parados en nuestra puerta, rogando por sus vidas?
No se trata de pensar la salvación nacional en oposición a la desgracia que está asolando al mundo, desde luego. Sería insensato creernos una tienda aparte, especialmente en una isla abierta, pendiente y dependiente del exterior durante 500 años; y que sigue mandando médicos a casi 60 países. Me limito a apuntar que, si en el contexto estratégico de una crisis de seguridad humana a nivel global resulta primordial tomar distancia, una ventaja comparativa ostensible consiste precisamente en no tener fronteras terrestres con nadie.
Ensayaré aquí una lectura de la epidemia, como problema de seguridad humana para la sociedad civil y la política, en comparación con otras amenazas (como los desastres naturales), y en particular, desde la movilización y la comunicación.
Como se sabe, el enfoque de seguridad humana subraya que “los huracanes, los sismos, las epidemias, las sequías, las inundaciones, así como el hambre y la contaminación ambiental, tronchan más vidas que las guerras, represiones” y otros conflictos en el mundo (Temas # 64, oct-dic, 2010). A diferencia de la seguridad nacional, que privilegia la preservación del Estado, la soberanía, la fuerza militar, los conflictos armados y el orden interno, la seguridad humana pone en el centro las amenazas a la vida y a sus condiciones básicas de reproducción.
Si comparamos las experiencias ante dos desafíos de seguridad humana, como fueron el tornado que devastó zonas de La Habana el 27 de enero de 2019, y la actual epidemia global, podrían considerarse, dentro de sus grandes diferencias de escala, algunas aristas interesantes, útiles para pensar la sociedad y la política de esta nueva época.
El tornado, circunscrito a un área bien delimitada del espacio urbano, provocó una respuesta instantánea de la sociedad civil, más allá de ese territorio, e incluso del país. Generadas desde puntos muy diversos, esas acciones convergieron en apoyar la sobrevivencia del grupo de personas afectadas, aliviar su desamparo, proveer medios de sustento y protección inmediatos, contribuir a la recuperación. Después de un primer momento de reajuste en las reglas operativas del sistema de defensa civil, y de su flexibilización bajo la presión de la emergencia, el acceso al área para proveer socorro y también para participar directamente en la ayuda se mantuvo abierto, de manera que la articulación entre la iniciativa de los movilizados y los recursos institucionales pudo fluir a plenitud.
En la experiencia del tornado, la disponibilidad de Internet, los datos móviles, Whatsapp, las redes, facilitaron la movilización y la autogestión. De hecho, la escala y el grado de autonomía, organización y captación de recursos de los movilizados del tornado superó al voluntariado habitual en situaciones de desastres; no solo en cantidad y tecnologías, sino en su calidad. La movilización se caracterizó por no esperar orientaciones, desplegarse con eficacia y prontitud, y buscar desde el principio la coordinación con las instituciones locales. Estas tuvieron una oportunidad para aprender a canalizar la iniciativa de abajo, y a proceder con la autonomía de un poder local real, que, en situaciones de crisis, no debería limitarse a seguir instrucciones de arriba.
Asimismo, le ofreció al poder central la oportunidad de reaccionar rápidamente, para remover las arandelas burocráticas, y hacer que la maquinaria establecida funcionara a toda marcha, y absorbiera el aporte de abajo. Este aporte no solo fue en especie, sino que generó movilización propia, de manera autónoma, para convertirse en un canal de participación directa, que rebasó la significación de las donaciones venidas de cerca y de lejos.
En una sociedad habituada a la gran movilización orientada desde arriba, los que contribuyeron, recibieron, repartieron y entregaron su labor de recuperación en la base, tuvieron una experiencia cívica particular, que además les permitió vivenciar la sociedad profunda, y comprenderla mejor, así como experimentar la lucha por el bienestar y la justicia social repartidas para todos como una práctica concreta, y no solo a nivel discursivo o simbólico.
En el centro de esa experiencia del tornado estaba, precisamente que una sociedad más justa no es simple crecimiento, sino seguridad humana; que las necesarias medidas de control no debían soslayar la capacidad de esa sociedad para curarse a sí misma; que sin descentralización, autonomía, y confianza en la gente, la unidad es un conjunto vacío; y que ningún compendio de normas, ni Ley de leyes, podía remplazar las prácticas concretas de una política civil, desde abajo.
En la actual situación la iniciativa y la lucha por el control de la epidemia ha estado del lado de las instituciones del Estado y el gobierno. Esto no solo responde a la capacidad de anticipación y planificación propia de los planes de contingencia epidemiológica, al contenido técnico y profesional de la salud pública, a la índole especializada de la detección y del tratamiento de la enfermedad, sino a la complejidad de una amenaza que afecta el funcionamiento de toda la vida de la sociedad, incluida la economía, y modifica sustancialmente el de las instituciones estatales y sociales, desde las escuelas hasta las iglesias, y los servicios básicos, desde el transporte hasta el orden público.
A diferencia de la situación creada por el tornado y sus efectos, y de otros desastres previsibles, como los huracanes, no se trata de una amenaza localizada en un espacio determinado, sino desplegada de modo más bien invisible, y cuyo avance resulta difícilmente calculable a priori. En consecuencia, tiende a subestimarse por la mayoría, hasta tanto no se revela la evidencia de su alcance y peligrosidad. Así, la principal línea de defensa, la de la prevención, radica en ganar la cabeza de la gente, aun antes de que los estragos de la enfermedad se muestren en toda su magnitud.
El enfrentamiento de la epidemia, por tanto, implica un recurso principal de comunicación, sin el cual la respuesta social se disgrega. En una cultura ciudadana acostumbrada a la movilización puede resultar más fácil canalizarla o facilitarla, que inmovilizar a la gente en sus casas. Acostumbrados a vivir de puertas afuera, a los cubanos les cuesta un trabajo particular quedarse adentro.
En contraste con el tornado, o con los huracanes, en el caso de la epidemia, el mayor daño puede evitarse. En los desastres naturales, no hay que demostrar el tamaño del peligro, pues todo el mundo comparte la experiencia de su poder destructivo, de manera que anticipar su intensidad o constatar la extensión del daño causado resultan convincentes. Los efectos de la epidemia, sin embargo, están por verse, y son virtuales, hasta tanto se revela el número de víctimas.
En el terreno de la información, la iniciativa también está del lado de las instituciones estatales y de gobierno. Naturalmente, sin transparencia, no hay credibilidad; y sin convencer, no hay manera de influir la conducta ciudadana e inducirla a someterse a un orden de emergencia. En un país donde los teléfonos inteligentes han dejado de ser una excepción hace tiempo, y donde el monopolio informativo resulta técnicamente improbable, el control de la información se vuelve un asunto más sutil. Ofrecerla, no obstante, conlleva efectos secundarios. Cuando se reporta que casi todos los contagios registrados están asociados a contactos con extranjeros o viajeros, la certidumbre de que hay que cerrar las fronteras, aun antes de que el plan de contingencia epidemiológica lo previera, se convierte en parte del sentido común y de un consenso insoslayable.
En cuanto a la información, y su uso, la pandemia no es, por definición, un acontecimiento local. De manera que la forma de lidiar con ella en todas partes está disponible en las redes cada día que pasa. Esta sincronización global se acompaña con el llamado efecto Dunning-Kruger , caracterizado por la abundancia de “personas poco conocedoras de una materia que se perciben a sí mismas como expertas tras informarse superficialmente,” o sea, epidemólogos por cuenta propia, que pululan en redes y publicaciones electrónicas, incluido nuestro patio.
Así que, de buenas a primeras, la eficacia del uso del nasobuco, la aplicabilidad del “modelo sudcoreano,” la ingestión de bebidas calientes, o ácidas, o básicas, o alcohólicas; la necesidad de adelantar etapas; las pruebas rápidas o moleculares, todo un alud de opiniones, a menudo contradictorias, colma la esfera pública.
En el caso del tornado, los automovilizados pioneros tuvieron que persuadir a las autoridades locales; en la pandemia, a las autoridades les toca persuadir a los ciudadanos, y hacer uso de todos los recursos para crear responsabilidad ciudadana.
Eso supone no solo ofrecer información verídica y actualizada, sino eventualmente aplicar regulaciones más severas a medida que se avanza, incluida la imposición de aislamientos zonales estrictos. Porque a pesar de los hábitos de control establecidos en un país como Cuba, no todos responden de manera disciplinada a las exigencias de una situación de emergencia como esta. (Mientras termino este artículo, me acabo de enterar de que, a partir del viernes 3 de abril a las 8:00pm, el Consejo popular donde vivo, en el municipio Plaza, ha sido declarado en cuarentena total.)
En cuanto a la dinámica de las redes sociales, y en espera de una investigación que lo fundamente, parecería que, como ocurrió en la coyuntura del tornado, el forcejeo ideológico y la politiquería han ido cediendo en el asedio del tema. La información provista por las instituciones y los medios públicos prevalecen ostensiblemente sobre los medios antigobierno. Según la estadística reciente de Ministerio de Comunicaciones, las visitas a sitios como Cubadebate se han triplicado. Seguramente no sería exagerado estimar que los programas informativos de la televisión cubana son más seguidos que nunca.
Finalmente, la epidemia configura un contexto inédito de comunicación política entre instituciones/dirigentes y comunidad/ciudadanos. ¿Qué impacto tendrá en el reforzamiento de la legitimidad y credibilidad de un presidente y un gobierno con apenas dos años en sus cargos? Aunque es muy pronto para contestar esta pregunta, sería difícil imaginar una circunstancia más compleja, y que pusiera en mayor tensión su capacidad para lidiar con una situación de crisis en tiempo de paz, que esta pandemia.
Aunque la comparecencia de los ministros por la televisión y en encuentros por todo el país caracterizó al nuevo estilo de gobierno desde que tomó posesión en abril de 2018, este acontecimiento ha expuesto más sus personas, maneras de razonar, discursos, defectos y cualidades que los de ningún otro gabinete del que pueda tener memoria la inmensa mayoría de los cubanos. Si bien un equipo de gobierno no es un certamen de simpatía, como conjunto y cada uno por separado están pasando por primera vez un escrutinio público singular: proyectarse como dirigentes políticos, en vez de funcionarios que solo les hablan a sus subordinados o a sus jefes.
Más allá de revelar esta condición humana, incluida la de un inesperado Primer ministro, la estrategia del gobierno frente a la crisis de la pandemia exhibe respuestas a antiguas demandas. Aunque solo se trata hasta ahora de medidas que la emergencia nacional ha hecho viables, estas abarcan desde mayor flexibilidad ante impuestos al sector privado, tarifas telefónicas, facilidades para tortuosos trámites administrativos, hasta el acceso de las iglesias a la televisión para celebrar la Semana santa, además de reconocer como válidos muchos planteamientos críticos y propuestas de la población, en lugar de descartarlos como “juegos con el enemigo.”
Al final del día, después de haber aprendido de boca del Primer ministro, en una de estas comparecencias, que casi medio millón de cubanos tiene residencia permanente en el exterior y en la isla, espero que nadie me vuelva a mencionar la maldad de vivir en una tierra rodeada de agua por todas partes.
Exelente articulo, gracias por lo esclarecedor en sí