Mi hijo entra corriendo al cuarto con una emoción incontenible: Mom, it’s snowing! Come! Come! ¿Nieve en New York? ¿En mayo? ¿En medio de esta pandemia?
Son sólo unos copos rápidos, pero en efecto, cae nieve. Uno de esos frentes árticos que tenemos todos los años. Primera vez que veo uno en mayo. Otra de las rarezas del 2020. Maybe that’s a good thing, me comenta mi vecina Linda, por texto. Está molesta porque algunas personas han estado saliendo a las calles de New York a pasear o a correr desde que empezó a mejorar el tiempo. ¡Sin guardar distancia!, comenta. A lo mejor el frío los obliga a quedarse tranquilos en casa.
Estoy segura de que los griegos le hubieran encontrado un significado mucho más trascendental a esta nieve en primavera. De todas formas, lo que importa es que viene a refrescarnos, a sacarnos un poco del aturdimiento que estamos viviendo.
Llegué a un NY sin torres gemelas en el 2007. Desde entonces, esta ciudad se ha ido metiendo por debajo de mi piel sin autorizo. He llegado a odiarla. A amarla. A extrañarla, sobretodo cuando estoy lejos.
Los primeros años disfruté cada minuto de calor en el verano. Acaparaba cualquier pedacito de sol en mis caminatas por Manhattan. Aun en el calor más abrazador andaba por la acera del sol, que aquí usualmente no es la de los bobos. Hay que aprovechar, que seguro el invierno viene duro. Al cabo de los años se disipó la aversión al frío. También, claro, siguió derritiéndose la capa de hielo de la Antártida.
En los veranos que siguieron, a veces llegaba a tener la sensación de estar caminando dentro de un horno de ladrillos. Calor insoportable. Derritiéndose uno por esas calles tan ineptas para el calentamiento global. Y la gente, siempre la gente, una persona dondequiera que te vires. Ubicua presencia del ser. Ontos redundante.
Después me di cuenta que la gente era lo de menos. Lo que me más llegó a angustiar fue no ver el mar. Caminar y caminar por esa lengua de tierra, con tanta maravilla, pero sin mar, sin brisa. Dos ríos, sí, pero invisibilizados por el exceso de concreto. Estamos como incrustados en un magma. El East River y el Hudson son apenas un asomo fluvial. La inevitabilidad de lo telúrico. Salitre ausente.
Instante
Nunca imaginé vivir acá una pandemia. Mi temor se limitaba a algún acto terrorista. “No sé qué haces allá, con ese frío”; mantra preferido de amigos y familia de por allá abajo. “Cuídate mucho. No andes tarde en la calle”. Ahora, lo que no me dicen, pero sé que piensan: “Dios mío, que no se enferme”.
Antes de que naciera mi hijo, canté en varios lugares de la ciudad. Guitarra al hombro, anduve sus calles. Una vez saliendo del Subway camino a Oliva, un restaurante en Houston y Allen donde toqué por varios años, aterricé con instrumento y todo en la nieve. Nadie vino a darme la mano. Extrañé un poco a Cuba ese día. Recordé a Martí cuando escribió sobre la gran tormenta de nieve de 1888 en New York: “Ha habido muertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. El hombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno.” Well, not today, Martí. Creo que en ese momento los newyorkinos me parecieron bastante inhumanos. Un distante Are you all right? fue lo más que recibí. I’m okay. It’s okay.
Después entendí. Es otra cosa. Es la naturalización de la violencia. Un continuo estado de alerta. Lo terrible, que de tan trivializado, se vuelve lugar común. La lucha constante contra los elementos: o te derrites del calor o te congelas. Me hice fuerte. Busqué mi dorada medianía. Pude vivir con eso. Puedo vivir con eso.
Hoy, sin embargo, desde el epicentro del desastre, nos preguntamos si podemos vivir con “esto”. Esto es otra cosa. El denial, la negación del horror de los inicios de la pandemia, la expectativa por las noticias, la impresión de que todo es tan sólo una pesadilla distópica y de que mañana despertaremos en otra realidad; ha ido derritiéndose ante nuestros ojos como los relojes de Dalí.
La dislocación de la memoria. Ayer pensé que era jueves. La gente comienza a adaptarse más a la idea de que esto va para largo. El gobernador del estado acaba de anunciar que ha habido hasta la fecha 338, 519 casos. 26,584 personas han fallecido. Pero en el próximo instante esta cifra cambiará. Somos muchos viviendo en este lugar, en espacios súper pequeños.
Me llama mi amiga budista, Naoko. Compartimos los miedos. ¿Qué va a pasar en septiembre? ¿Cómo van los niños a poder guardar 6 pies de distancia en las escuelas de Manhattan? “Concéntrate en el presente”, me dice. “En el instante. Eso es lo que importa”. El instante y el presente están bien jodidos, es lo primero que se me ocurre. Mi mente da un vuelco rápido para traducirlo al inglés. Un ¿instante? de lucidez me hace desistir del intento. Lost in translation. El instante y el intento.
Afuera
Soy yo quien salgo por comida. Desde el principio se estableció la ley tácita de que sería yo la que lo haría. Puedo dormir más tranquila así. Tengo más cuidado, pero ya me voy cansando del extenuante ritual. Dos pares de guantes. No me pongo el abrigo gordo porque después, ¿quién lava eso? Allá van capas y más capas de suéteres y pulóveres, por si hay que esperar afuera en el frío.
Me envuelvo la cabeza con un trapo de colores. No quiero que ni un pelo quede afuera. Al principio tuve un poco de vergüenza. Después recordé que esto es New York. Puedes salir con un pato de bañadera en la cabeza y nadie te “para bola”. Además, mis vecinas las de las burkas lo han hecho fácil por todas nosotras. Un trapejo en la cabeza no le llama la atención a nadie. Simplemente, eres una más.
La gorra con el nombre de Cuomo, que me puse el otro día, llamó más la atención. La gente se me quedaba mirando. Realmente hace alusión a Chris, su hermano, el del programa Cuomo Prime Time, en CNN. Creo que todos pensaron que era por el gobernador. Después, me di cuenta de que alguien trató de acercarse. Quizás fue para preguntarme donde podía conseguir una.
Cuomo, el gobernador, ha mantenido latiendo el corazón del estado de New York. Aparece en conferencias de prensa los 7 días de la semana. Lo mismo transmite desde Long Island que desde Albany, o Poughkeepsie, o New York City, lugares diametralmente opuestos en este extenso territorio de más de 19 millones de habitantes. En todas partes está Cuomo. Como Dios, aparece cada día en nuestras pantallas, repartiendo aliento y mandamientos. Números de hospitalizados, admoniciones; regaños a quienes no se ponen las máscaras; indirectas a Trump; cuentos sobre su padre, el anterior gobernador. Su mezcla de guapería italiana con sofisticación neoyorkina nos tiene a todos y a todas encantadas cual serpientes. La mayoría obedece.
Tropiezo en el mercado con un cartel que dice “No hay Salida.” Trato de evitar toda posible interpretación trascendental. ¿Quién me habrá mandado a estudiar literatura?
De regreso a casa, la tediosa tarea de lavar los víveres. Afuera, con manguera y agua casi congelada, bajo el frío. Con detergente, alcohol, cloro, lo que haya. No quiero ni meter esas bolsas en la casa. Después, para el baño, cabeza y todo.
E Pluribus Unum
Salgo a dar una vuelta en el auto por Manhattan para escapar un poco de este encierro. Con máscara, como le decimos aquí. Nasobuco me suena demasiado duro. Parece una mala palabra adoptada para los malos tiempos. Máscara es más suave. Disimula mejor la tragedia.
Bajo la ventanilla, solo por momentos. Doy gracias por habernos mudado para Kew Gardens Hills, Queens. Acá es mucho menos denso. Estamos cerca de varias comunidades de judíos Bukharians. Dos cruzan la calle mientras espero el cambio de luz. Andan sin máscara. Alguien les grita, Put your f***ng masks on! Subo la ventana.
E Pluribus Unum, reza una inmensa tarja de bronce a la entrada Midtown Tunnel. En la diversidad, uno. La frase, que figura en el sello de los Estados Unidos diseñado por Charles Thompson, hace referencia a la naturaleza federal de los 13 estados originales, parte de una misma nación. Pende del pico del águila calva.
Cruzo el East River bajo el túnel. Ya en Manhattan, tomo el FDR, como le llaman a la autopista Franklin Delano Roosevelt, que bordea el East River. E Pluribus Unum. Ironías de la vida. ¿Qué haría ante la pandemia, Roosevelt, el newyorkino que sacó adelante este país en medio de la crisis bursátil de los 30s, y cuyo mandato coincidió con la Segunda Guerra Mundial? Que en medio del caos implementó verdaderas políticas a favor de plures; que promovió la sustitución del ultraliberalismo por el estado de bienestar, con programas de seguridad social como la jubilación, el derecho a los sindicatos, la semana laboral de cuarenta horas, y el salario mínimo…
Obama se ha referido a la respuesta de la Casa Blanca al coronavirus como un “absoluto desastre caótico.” Mientras me adentro en el epicentro, pienso en él y en Roosevelt. No puedo evitar pensar en Trump y en los gobernadores que irresponsablemente llaman a reabrir los estados a contrapelo de lo que el sentido común impone. Para no hablar de la ciencia. Pienso en las mujeres del suroeste, quienes molestas, lanzan sus alaridos reclamando que reabran los salones de belleza. En los inconformes de Michigan, quienes llegan a la municipalidad con sus armas de combate para “liberarse” del “gobierno opresor”. En los molestos por tener que usar las máscaras. Pienso en Lisa, enfermera de NYU Hospital, que tiene que ir a un hotel a dormir, separada de su hijito de seis meses, por temor al contagio. E Pluribus Unum. Por desgracia, no.
Manhattan es una ciudad fantasma. Pocos carros. Poca gente. Mucha tristeza.
Me meto por unas calles de un barrio residencial. El sol parece madurar los edificios. Pasan un par de joggers.
Sigo por Times Squares. Apenas paro; apenas respiro. Paso ante un Café. Reflejos en las vidrieras. Todo oscuro. New York parece Comala.
Un “delivery boy” se apresta a comenzar su recorrido de entrega de pizzas. Los “trabajadores esenciales” son hoy los reyes de las calles de la ciudad. Son finalmente, sus calles. Ni un taxista les grita. Ni un chofer de autobús los acosa.
Divago, rumbo al Lower East Side. Me arrimo a una acera para responder una llamada. Al rato, comienza un alboroto. Me doy cuenta de que son las 7 pm. Cuelgo y trato de captar cada segundo. Me doy cuenta de que estoy cerca del Presbyterian Hospital. Cazuelas, silbatos, cencerros. Sonidos sin rostros. Escalofriante. Hermoso. Lloro. E Pluribus Unum.
De regreso, paso por Jackson Heights, mi antiguo barrio. Hace un par de semanas mis ex vecinas organizaron una recogida de comida para los indocumentados. Al principio pensé pasar por delante del Hospital Elmhurst, donde tienen un camión para refrigerar los cuerpos de los fallecidos. No me atrevo.
Llego a casa. Proceso. Reviso el correo. Hace unos días le pedí a mi amiga Nadia que me dijera qué extrañaba más de New York. Me llega hoy su respuesta.“Extraño mi ciudad siempre vibrante, la heterogeneidad de mi gente, la música en las calles, el arte en cualquiera de sus formas sorprendiéndome en cada esquina, las voces de los chicos jugando en las plazas, la hazaña de elegir un restaurante diferente cada semana, los bailarines en el subte, caminar y descubrir cosas nuevas, la complicidad en la espontánea interacción entre extraños, la osadía de los neoyorquinos de ser y mostrarse como se les cante… Los colores, los sabores, los olores, los sonidos, el descubrimiento constante de lugares diferentes…”
Y yo, aunque hoy no estoy lejos, también extraño ese New York.