Nacer en Santiago de Cuba es, como nacer en cualquier otra parte del mundo, algo que no se decide. Quedarse en esta ciudad, estar suficiente tiempo en sus casas y calles, involucrarse en las agonías y las pasiones, en los sueños y angustias, en las porfiadas esperanzas que trafican y legan en silencio las personas que la habitan puede ser, sin embargo, una elección.
Poco o nada de esto se llega a saber cuando se sucumbe al mito que en Cuba le asigna a esta ciudad y a su gente la urgencia de la fiesta, la alegría, el lance de amor, el baile, el ron, los carnavales, la cordialidad y la violencia. La ciudad cuya existencia llega en el 2020 a los 505 años de su fundación, tanto como la gente que la habita es, de muchas formas, un misterio que se oculta al resto del país de la única forma que lo sabe hacer: mostrándose.
Nacida del momento más oscuro de la historia de los habitantes originales de estas tierras, devorados casi inmediatamente por la codicia, la crueldad y la soberbia hasta quedar reducidos a un testimonio apenas perceptible en sus actuales pobladores, la ciudad parecería desarmarse una y otra vez en el tiempo para inventarse siempre, en una otredad alucinante y dura, que va dejando, en cambio, una marca de lucidez y sensibilidad en la siguiente generación que la habita.
Los restos fríos en que Diego Velásquez de Cuéllar vio antes de morir fundirse la gloria que le arrebataba el extremeño Hernán Cortés rumbo a su noche triste en una calzada de México-Tenochtitlán, la soledad inquietante y feraz del maestre Esteban Salas y Castro, las ruinas abrumadoras de las plantaciones de café que fundaron los franceses que de Haití vinieron huyendo de la cólera de los negros libres, el mandato del Padre Bernardo Antonio del Pico y Redin de que no bastaba con ser bueno, que era preciso ser buenos para algo, y un cementerio que guarda en su interior la mayor concentración de generales de la independencia cubana de todo el país… Todo lo anterior puede ser una pista preliminar para entender la historia de una ciudad que, pese a ello, esconde a plena luz el gesto de obstinada determinación de los hombres y mujeres que en ella han plantado cara al destino de nacer, crecer y morir en Santiago de Cuba.
No se trata entonces de que en esta ciudad encontrase serenidad Federico Capdevila, el defensor de los estudiantes de Medicina, ni de que recalara para fallecer pobre de solemnidad, pero arropado por una lealtad sin mengua, Tomás Estrada Palma, ni de que aquí muriese de heroísmo común el bombero Augusto Casas Zafón, o fuese ametrallado y desangrado Frank Isaac País García con apenas 22 años en un callejón que hizo para siempre, después del estrépito, un culto tenaz al silencio.
Estos son datos, como lo son también que en el territorio que los originarios llamaron Bayatiquirí y que hoy nadie llama por ese nombre, ni recuerda que alguna vez fuese llamado así, cobija en su escabrosa topografía, en el calor y bajo la amenaza siempre alevosa de un terremoto terrible y definitivo, la mayor cantidad de escalinatas de Cuba. Que muchas casas añejas enseñan desafiantes el costillar tejido de los palos, la cal y las piedras de una sabiduría arquitectónica también olvidada. Que en un reducto acorralado de la memoria de la ciudad como el callejón Bofill está, apenas recostada a una pared, la loza que recuerda la profecía que para Cuba y su futuro hizo la Constitución de Cádiz de 1812. ¿De qué se trata entonces?
2.
“Ustedes llegaron hace muy poco”, me dice Juana sin miramiento alguno y, cuando le pregunto sus apellidos, me recita 25, con una cadencia sostenida que interrumpe para decirme áspera y serena: “¿Te basta?”. La conocí hace muchos años regenteando un épico tiro clandestino de cerveza helada, en lo profundo del pasillo de una cuartería. Tenía ya para entonces la mirada imperturbable y amarilla de un caimán octogenario, que no permite con ella otro doblez que el de tu propia vida. “La primera de los míos fue una india preñá. De ahí para acá hemos sido de todo: blancos, jabaos, negros, otra vez blancos, albinos, pobres, ‘pobrísimos’, campesinos, cocheros, hojalateros, putas, locos, asesinos de mujeres, jalasogas de Ortiz (que le decían El Chacal), obreros de la Bacardí, sepultureros, comadronas, tiratiros con el bizco de Guiteras, suicidas, estibadores, limpia botas, maestros normalistas y otra vez tiratiros con Frank y lo dejo ahí, la boca sabe por qué calla. Ustedes no saben nada, nada de nada. Ustedes llegaron ayer. Nosotros hemos estado entrando y saliendo del Chago, pero todo el tiempo aaaaaquí —dice estirando la vocal— no hay quien nos haga un cuento, menos a mí”.
Juana, robusta como es, recuesta a la pared el espaldar de la silla politraumatizada en que se sienta y me dice: “Aquí los únicos que entendieron al Chago, a su gente, fueron el bizco de Guiteras, un poco Taquechel (Juan Taquechel López), según mi papá, y cuatro tipos que yo tuve en otros tiempos sentados ahí donde estás: Soler (José Soler Puig), los dos cabrones simpatiquísimos de Joel (Joel James Figarola) y Cos Cause (Jesús Cos Cause) y Juan (Almeida Bosque). ¿Sabes por qué lo entendieron? Porque lo vivieron, al Chago hay que vivirlo hasta el final, y hay que tener valor de hacerlo, o jugárselo todo con su gente, sin mirar atrás. Este es el fiel de Cuba, ¿sabes lo que es el fiel?
“Mi abuelo nunca le llamó Chago como yo, le decía Cuba. ‘Abuelo, que esto no es Cuba’, le decía yo. Y se murió llamándole Cuba, Cuba, Cuba. Me duele Cuba, me decía, ya ciego y tirado en la cama de la que nunca más se levantó. Yo no sabía de cuál de las dos Cubas hablaba, nada más que a él le dolía. Niño, aquí empieza y acaba todo, todo, tooooodo”.
Saliendo ya del estrecho pasillo, tarde, mucho más tarde, me llama de lejos bajo la luz sucia de una ventana vecina, con un grito muy suyo: “Oyeeee, no me creas ni una palabra”, y suelta una carcajada mientras me da la espalda y se va tocando con los dedos los ladrillos desnudos porque ya le cuesta ver.
3.
El caos, el caos. Ni siquiera se ha encontrado hasta ahora una prueba documental que acredite la fecha exacta de la fundación de la ciudad, ni el lugar. A los historiadores les gusta creer que todo arrancó en la cota que hoy ocupa el parque Carlos Manuel de Céspedes y que el día de su fundación se corresponde al día del santo que le da nombre. Una versión contraria ha insistido en el tiempo en un lugar fundacional distinto a este. De acuerdo con ella, el sitio sería muy pronto abandonado por la existencia de una plaga implacable y voraz de hormigas. No queda, o no se ha encontrado, ningún vestigio arqueológico que lo demuestre.
Extraviado hasta hoy, y probablemente para siempre, quizás para demostrar el caos que puede ser la historia, está también el lugar de descanso y la osamenta larga de quien fuera el fundador de Santiago de Cuba. Liberales santiagueros arrancaron la piedra sepulcral que debió proteger y honrar por los siguientes siglos a Velásquez a los pies del altar mayor, y con el mármol viejo tallaron la loza que honraría al texto constitucional gaditano en una Plaza de la Constitución. Nada se sabe del destino de los huesos viejos, tampoco ninguna plaza en Cuba está dedicada a ninguna Constitución.
Distinta suerte corrió la escritura notarial encontrada hace ya bastante, que recoge el poder “amplio, cumplido y bastante” otorgado por el Pater Familias de los Maceo, Marcos, a Don José Planas y Camps para la venta de “Juan Francisco, criollo de como treinta años de edad y oficio del campo”, a apenas diez años del inicio de la guerra de independencia. Tranquilos, les dice el profesor a sus estudiantes escandalizados, el Padre de la Patria tenía más, y les llamó luego ciudadanos, que es como decir hermanos.
Extraviados, mimetizados en la ciudad, atrapados entre las paredes, los muros y cimientos de instituciones públicas y de servicios, están los restos aún soberbios del Castillo de San Francisco y las barracas del Cuartel de Dolores en esta ciudad en la que, de vez en vez, alguien da una patada de hastío en la tierra y aparece una botella llena de monedas de oro.
Olvidadas están, en cambio, cubiertas de escombros y no pocas veces de basura, muchas de las defensas, de los emplazamientos artilleros, los reductos y las fortificaciones menores que protegieron la ciudad hasta finales del siglo XIX. Alguna que otra conserva incluso, entre la maleza tupida y el silencio, apuntando al mar en la espera de un enemigo que ya no les llegara de frente, impresionantes cañones González Hontoria de 280/35 mm, a salvo, hasta ahora, de depredaciones mayores. Alguna que otra, como el Fuerte Siboney, ha pasado a manos de un extranjero radicado en Cuba y ha sido convertida en una suerte de extraña, alucinante e impune reconquista moderna.
4.
Algo late. La ciudad de Santiago de Cuba está protegida por un cinturón montañoso que apenas le deja ver el mar. Es cierto, se vuelve sobre sí misma, se refugia en sí, se alimenta de sí. Algo late en ella.
Ese desespero por ser, esa forma de sentirse Cuba, de querer ser Cuba, esa inconformidad con la pobreza y la otredad que la lacera, esa gallardía insumisa ante la injusticia que cultiva su gente en el día a día, esa comprensión de lo que le toca hacer cuando dice basta es una clave de la infatigable conspiración por la libertad que en ella se produce, y al mismo tiempo, una fe terca.
Todavía a mediados del siglo pasado sus hijos se trajeron aquí a una legión de republicanos españoles derrotados y proscritos para fundar su propia Universidad. Todavía en la madrugada del 2 de enero de 1959 interrumpieron a gritos el primer discurso de Fidel Castro ante la ciudad liberada recordándole una de las formas que tuvo su sueño de libertad. Todavía ellos hoy miran, se reúnen a mirar en ese mismo lugar, el fletar de la bandera cubana en el último minuto del año, buscando entender en ese movimiento su propio destino. Algo late en ella, sigue latiendo.
Cuando al final de este 25 de julio las autoridades de Santiago de Cuba se feliciten por la organización de los festejos por el 505 aniversario de su fundación, en algún lugar de la ciudad, o en muchos, un hombre, o una mujer o ambos estarán despertando como ha sido durante más de 500 años a su brega cotidiana, porque acaso para ellos la realidad es lo que no desaparece después de haberlo soñado todo.