El reguetón ha puesto sobre el tapete el ruido de los marginales, en verdad un fenómeno sociocultural cíclico en la historia de la cultura. Sobre los años 20 del siglo pasado salieron a flote en la narrativa argentina los arrabales, el lunfardo y los compadritos, y en la música señoreó el tango, con Gardel y Lepera. Después, en los Estados Unidos de los 50 la televisión documentó el impúdico meneo de caderas de un muchachito blanco nacido entre afroamericanos pobres y excluidos de Memphis, Tennessee, más conocido en la historia del rock and roll como Elvis Presley.
Como expresión de esa marginalidad, desde su entrada a Cuba en los años 90, y hasta hoy, el reguetón tal vez pudo haberse plantado ante la sociedad y formularle varias preguntas acerca de la existencia misma de ciertos barrios y de ciertos problemas sociales, como lo hizo el hip hop; pero en su lugar optó por seguir la ruta de sus pariguales caribeños y latinos y sucumbir a los sentidos y la sexualidad desenfrenada. La apelación a no pensar ha resultado, sin dudas, una estrategia exitosa en la reproducción cultural del orden establecido a escala global.
El hedonismo, entonces, parece habérselo tragado todo, ante la percepción de un túnel sin salida, que psicológicamente funciona como la pandemia florentina. Frente a ella, no queda sino refugiarse en un coto cerrado para contar historias mundanas y subiditas de tono, como las del Decamerón de Bocaccio, un plante frente a la ideología trascendentalista del Medioevo.
Los reguetoneros cubanos nacieron entre la perestroika y el Período Especial, marcado por carencias estructurales, la crisis de valores, la dolarización del 93, la estampida migratoria de los balseros y las crecientes diferencias sociales, un dato revelado desde la academia, por la Sociología, y asimilado a regañadientes por el discurso oficial, históricamente renuente a incluir las palabras socialismo y marginalidad en un mismo sintagma.
No es lícito entonces tratar de explicarlo como simple mimesis de sus orígenes panameño-puertorriqueños, porque tiene asideros internos que van mucho más allá de la imitación del perreo y de textos agresivos y demasiadas veces francamente procaces.
El proceso de socialización de sus protagonistas transcurrió, en efecto, en ese contexto que los marca, caracterizado además por el paso de muchos adolescentes por unas becas opuestas a las que aparecen en la narrativa de Senel Paz y en el filme Una novia para David. Las suyas estaban muchas veces distantes de constituir instituciones educacionales a carta cabal, y en ellas se verificaban fenómenos inéditos o hasta entonces muy raros, como la venta de exámenes, la violencia creciente y el sexo colectivo.
Se ha sostenido —y es cierto— que sus textos resultan de un simplismo atroz, buenos si acaso para estudiar una jerga grupal/generacional que emplea “arrebatao” por “drogado”, “demencia” por “diversión”, “bicho” por “pene” y otros códigos propios del lenguaje carcelario y de las gangas.
Pero escandalizar/epatar por la vía de una sexualidad abierta y de lentejuelas solo resultaría posible en el escenario de un medio provinciano, en el que muchos de esos temas siguen, a pesar de todo, bajo el manto de un conservadurismo que nunca ha desaparecido. Al margen de que no se explicita su alcance, una muestra disponible en la web sobre los contenidos de sus mensajes arroja, entre otros, hallazgos indisputables: alusión a un trío amoroso o ruptura de un compromiso o relación: 90 %; sexo implícito: 81 %; tocarse o manosearse: 63 %; alusión al cuerpo de la mujer: 54 %; comparación de mujeres y hombres con animales: 45 %; violencia sexual: 45 %; hombre con dinero y mujer interesada: 45 % y quitarse la ropa: 36 %.
Por otra parte, el hecho de que algunas de sus letras se regodeen en el lesbianismo y la bisexualidad, en lo personal me parece totalmente irrelevante, en la medida en que ambas no constituyen sino dos expresiones claras y distintas de la sexualidad humana. Obviamente, la sexualidad diversa no es el problema, sino más bien la carencia de espiritualidad a todos los niveles y, sobre todo, la abierta deshumanización de la mujer, al colocarla abrumadoramente como objeto de deseo y locus eyaculante.
En este punto, y al amparo de esa crisis, los reguetoneros se colocan en las antípodas de la música cubana histórica (trova santiaguera, son, bolero, nueva trova…), que le rendía culto a la mujer, aunque a veces se asumiera como la mujer fatal de la época de oro del cine mexicano. En cambio, guardan una intrigante relación de continuidad con la timba de los 90, poblada de brujas y jineteras que fueron, en su momento, objeto de discusión y debate.
Esa perspectiva los ha llevado eventualmente a validar/legitimar la prostitución, una propuesta en el fondo no muy diferente a la de una revista católica cubana que una vez avaló la “normalidad” de la existencia de ricos y pobres, olvidando que Jesucristo fue bien categórico al respecto en las escrituras, al punto de entrar por única vez con un látigo al templo donde estaban los mercaderes.
Y aquí sí hay que ponerle un dazibao al reguetón, venga de donde venga, básicamente por dos razones: primero, porque es machista y denigrante para la mujer como ser humano, y segundo, porque implica un retroceso ideocultural, aun cuando ambas cosas muchas veces no se distingan en medio de esa combinación letal de ritmo y movimientos pélvicos que pone a las audiencias —juveniles o no— con la cabeza mala, como en la canción de Juan Formell.
Esa es, me parece, la verdadera cola del perreo.
Demasiados payasos y seudoartistas. Hasta aquí llega el mal olor. !!!
Eso no es música…es ruído. Ahí no hay cerebro
No tolero el reggaetton!
Excelente texto, como ya nos tiene acostumbrados Alfredo Prieto.