Leer detenidamente la transcripción íntegra de las reuniones en la Biblioteca Nacional José Martí (BNJM) en el verano de 1961 es como entrar a la historia por otra puerta. Ninguna versión conocida hasta ahora se acerca a la intensidad de aquellos debates en vivo y en directo, a los roles desempeñados por sus principales protagonistas, ni a la pugna de ideas y posiciones que abarcaba ya el campo de la Revolución. No pretendo analizar ni siquiera glosar aquí la riqueza de aquel encuentro. Dentro de pocos días, la edición de esta transcripción estará disponible en forma de libro.1
Antes comenté que la frase de Fidel tan repetida como un versículo no contiene, sin embargo, algunos significados centrales de su discurso; que su sentido no puede apreciarse sin entender los factores que habían acelerado el tiempo del proceso político; y que hacerlo requiere ver ese proceso como transformación cultural, tanto de la sociedad que abarcaba como de los que desempeñaban papeles en ella, incluidos artistas, escritores y dirigentes.
Los más de 70 intelectuales reunidos en aquellas sesiones, la mayoría ya renombrados por su obra, se identificaban con la Revolución. La polémica que los reunió en torno a la prohibición del documental PM era apenas un detonante, que sacaba a flote posiciones enfrentadas, no precisamente artísticas, sino políticas, cada una de las cuales defendía su condición revolucionaria.
El arco de aquel largo debate abarcaba desde los cuestionamientos ideológicos frontales de Alfredo Guevara y Julio García Espinosa a Lunes de Revolución y su trayectoria, hasta el catálogo de temas y autores de Lunes que Pablo Armando Fernández presentaba para reivindicarlo como órgano de la cultura revolucionaria; pasando por el alegato contra las películas del ICAIC de Heberto Padilla, los “rumores” de cierre cultural que preocupaban a Virgilio Piñera, la posibilidad de que escritores católicos y comunistas colaboraran en las mismas publicaciones: todos ellos tenían como denominador su lealtad compartida hacia la Revolución.
En ese mismo verano de 1961 se negociaba la fusión inminente del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, el Movimiento 26 de Julio y el PSP. Sin embargo, los debates más enconados en la BNJM ocurrían dentro de las propias filas del M-26-7. Los de Lunes, que cuestionaban “el método” unilateral del ICAIC para prohibir PM, de un lado, y los de cineastas que consideraban al documental “una mentira dicha de la manera más hipócrita, ocultando una parte de la verdad” y “dándole un arma al enemigo” (T.G. Alea) no se diferenciaban entre sí por su adhesión o no al marxismo-leninismo. Todos los participantes en el encuentro se desmarcaban del legado estalinista, también los intelectuales del PSP (Mirta Aguirre). En rigor, aquel conjunto reflejaba, por sus contradicciones, divergencias e incluso conflictos, la heterogeneidad estructural de la Revolución en términos políticos reales.
Las intervenciones de Fidel en las sucesivas sesiones de aquel encuentro se dirigían, desde el principio, a persuadirlos para que expresaran sin miedo sus preocupaciones, a discutir sus diferencias con total franqueza, y a escucharlas todas durante largas horas. No temió entonces abrir una caja de Pandora de ideas enfrentadas, ni eludir divisiones de las que tenía antecedentes, sino al contrario, quiso sacarlas a la luz. Estaba allí no solo, ni especialmente, para establecer límites políticos a la libertad artística, o a responder ante inquietudes y recelos, sino para construir consenso, tanto más difícil cuanto más estratégico para la sobrevivencia de la Revolución, a dos meses de Playa Girón, en el momento político más adverso habido, antes o después.
En aquella circunstancia, la convocatoria política del gobierno al “sector de la cultura” no se concentraba en una agenda, ni siquiera la de defender la Revolución. Más bien se hacía cargo de la diversidad y los intereses legítimos de aquellos artistas e intelectuales. Esa diversidad originaria, y los datos que antes señalé, muestran la extraordinaria variedad de la exhibición cinematográfica y de títulos de libros al alcance de todos los bolsillos; de casas editoriales y librerías, estatales y no estatales; y también de periódicos, en particular los de las principales organizaciones políticas —Revolución, Hoy, Combate—, que contribuían a la riqueza del consumo y a la fábrica de una cultura política viva.
La intervención final de Fidel, llamada luego Palabras a los intelectuales, dirigida a lidiar de frente con la complejidad del momento, revela claves políticas acerca de la construcción del consenso que resulta útil releer desde hoy.
Esas palabras contribuyeron a una política cultural en curso, encargada en 1959 a Armando Hart, e inseparable de la lógica política mayor que la inspiraba y le daba sentido. No estaban dirigidas solo a los escritores y artistas, sino a la sociedad civil de la Revolución. De manera que se proponían, una vez más, explicársela, e insistir particularmente en que no era un proceso solo para los revolucionarios, sino también para los no revolucionarios. Su idea acerca de cómo fomentar fortaleza política partía de lo que hoy llamaríamos una lógica incluyente.
Este era el hilo conductor de sus palabras: “Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una actitud realmente revolucionaria ante la realidad, no constituyan el sector mayoritario de la población: los revolucionarios son la vanguardia del pueblo” (énfasis mío). En otras palabras, el consenso no se fundamentaba en el apoyo automático de una mayoría numérica. Los revolucionarios podían ser una minoría, y su rol en el cambio social no dejaba de resultar genuino y legítimo.
Naturalmente, “los revolucionarios deben aspirar a que marche junto a ellos todo el pueblo. La Revolución no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella; la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario; la Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo, a contar no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos, que aunque no sean revolucionarios, es decir, que no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella” (énfasis mío).
Según esa visión, el consenso se construía mediante la participación de la mayoría de los ciudadanos, de manera activa o incluso pasiva, a fin de que se sintieran incluidos cada vez más, y lo fueran de una manera consciente.
¿Quiénes eran, entonces, los enemigos? ¿Los que había que enfrentar y excluir? “La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios” (énfasis mío). De manera que también a algunos contrarrevolucionarios se les podía tratar, porque entre ellos habría algunos, quizás muchos, que fueran “corregibles,” según la historia posterior demostraría.
No se trataba de una visión particularmente dirigida a construir consenso entre los escritores, artistas, intelectuales: “Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores. Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución” (énfasis mío).
Más que piedra angular de una política para el “sector de la cultura“, el discurso a los escritores y artistas formulaba una estrategia para la Revolución como proceso social de alcance nacional, que incluía a sus descontentos, y que usaba el diálogo no para ocultar o desconocer las diferencias, sino para construir sobre ellas.
Sin embargo, como saben algunos lectores, no siempre se aplicó así. En el tiempo, la lógica de la fortaleza sitiada y el atrincheramiento ideológico permitió que se reprodujeran, como las secuelas de una enfermedad infantil, corrientes dogmáticas y sectarias, a las que no han escapado, por cierto, las mentalidades de la disidencia organizada, dentro y fuera, ni sus intelectuales orgánicos.
Sin embargo, el concepto estratégico inclusivo de 1961 sería central en la renovación de la política hacia la emigración, dieciocho años después. “¿Qué sería de la revolución si no hubiese ganado para su causa a los adversarios, cuando nosotros éramos unos pocos, y todo era este partido, el otro y el otro, de todas clases, y no teníamos nada, éramos un puñado? Se puede decir que todos eran adversarios nuestros. De modo que hay una larga tradición de la revolución en la lucha por captar a los adversarios” (énfasis mío).2
¿Qué importancia tiene la evolución del consenso y el disenso dentro de la cultura política del socialismo? ¿Cómo el manejo político de la cultura, en un sentido amplio, puede contribuir a una producción intelectual, la del cine, la literatura, las artes, y también el pensamiento político, la historia, las ciencias sociales? ¿Cómo todo este conocimiento, tanto el de las artes como el de las ciencias sociales, puede alimentar una educación política y unos medios de difusión, no muy eficaces hasta ahora para la construcción de consenso y para el diálogo con el disenso? ¿En qué medida la capacidad para dialogar con los no revolucionarios, y también con adversarios, contrarios, casi «irremediables», resulta decisiva para el consenso dentro de las propias filas socialistas, y para avanzar hacia un socialismo renovado?
Como en la música coral, cantar a cappella puede requerir más virtuosismo vocal que cuando se dispone de instrumentos sinfónicos acompañantes. Y eso vale mismo para los que lideran el canto que para los coros.
Notas:
1 Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos. Selección Senel Paz. Ed. ICAIC, 2021.
2 «Discurso del Comandante en Jefe Fidel Castro: Reunión de información a cuadros y militantes del Partido, Teatro Karl Marx, 8 de febrero de 1979», Cuba y su emigración. 1978: Memorias del primer diálogo, comp. Elier Ramírez, Ocean Sur, 2020.