Chucho Valdés está sentado con Gonzalo Rubalcaba en el lobby del Hotel Nacional. Ambos comparten anécdotas, saludan a los admiradores y acceden a tomarse fotos y firmar autógrafos. Después continúan una conversación inmersiva en la que se unen recuerdos del pasado y el peso del presente. Es una tarde de los meses finales del 2018. Ambos músicos habían presentado uno de sus proyectos a la prensa. Con Gonzalo había conversado brevemente tras su histórico regreso a Cuba para el festival Jazz Plaza en 2011 y alguna vez había saludado a Chucho al finalizar uno de sus conciertos.
Me acerco a ambos para recordarles un encuentro ya acordado. Sonríen y me siento junto a ellos para comenzar la entrevista. Chucho habla como si estuviera en la sala de su casa. Conduce la conversación por entre la maleza de recuerdos relacionados con momentos clave de su paso por la música cubana, por los más relevantes escenarios del mundo, por la fundación de Irakere y los Festivales de Jazz y menciona a otros “monstruos” del jazz como se menciona a un amigo. Gonzalo lo mira como un padre. Ríe con cada ocurrencia de su amigo y no le quita los ojos de encima. En ocasiones abunda sobre un dato de Chucho mientras él mira a Gonzalo para comprobar que la memoria no le falla.
Cada vez que ríe, Chucho parece lanzar cohetes de fuegos artificiales. Se lleva las manos a la boca y su alegría colma todos los rincones.
En un intervalo de la conversación me habla de su padre, el genio de Batanga. Me confiesa que siempre ha lamentado que después de su salida de Cuba no se le tuviera en cuenta en los medios de comunicación, en las historias oficiales sobre música cubana. Sentía que el nombre de Bebo había sido borrado. La conversación que sosteníamos coincidía, sin embargo, con la próxima celebración de un homenaje a Bebo por sus 100 años. “Eso será un acto de justicia con mi padre”, me dijo Chucho.
El maestro es tan grande como su obra. Se para en toda su estatura junto a Gonzalo y me coloca sus fornidas manos por encima de los hombros para tomarnos una foto. Me despide con un “nos vemos pronto”. No había formalidad ni falsa modestia en sus palabras. Chucho es uno de esos artistas que, a pesar de ser una leyenda viva, uno de los más icónicos exponentes del jazz mundial, conserva la prestancia del barrio y puede hablar con cualquiera como si estuviera compartiendo una mesa de dominó.
Chucho y Gonzalo, dos amigos “de ley”, siguieron la conversación. Desde la distancia parecían dos muchachos que comparten los secretos más tremendos de la vida y se disponen a armar una nueva aventura.
Chucho hoy cumple 80 años. Lo está celebrando, posiblemente, con su familia, con amigos, con personas a las que ha querido en ese difícil y aventurado camino de la vida y la música. Hoy Chucho no será el genio del jazz, el hacedor de vanguardias musicales, el hombre que renovó radicalmente la música cubana. Hoy Chucho será nuevamente el hijo de Bebo, el hombre querido por su familia, por su esposa, el joven virtuoso que comenzó a descifrar los misterios de la vida antes de descifrar los misterios del jazz.
No todos los días se cumplen 80 años. Y menos los cumple un músico que ha tenido un recorrido tan intenso por el mundo, uno para el cual la única señal de alivio para descansar la mente y el cuerpo ha sido el sueño. La primera impresión que uno percibe cuando conversa con el jazzista es su cordialidad, su alejamiento de cualquier pose, su permanencia en una actitud tan cercana que hace que la fama, con él, habite en otra parte. Pero detrás de la armadura que se ha impuesto para que las luces de la cúspide y del reconocimiento no le hagan mella, existe un tipo duro, un hombre que se ha impuesto incluso a él mismo. No podría ser de otra forma si observábamos el magisterio y el recio sentido de responsabilidad con los cuales ha llevado su carrera.
De Irakere, de sus enormes aportes al jazz y a la música en general se ha hablado mucho aunque todavía quedan de ese entramado bastantes historias que contar. Pero para Chucho no fue nada fácil lograr que todos esos grandes instrumentistas coincidieran en un grupo, en una forma compleja y magistral de interpretar la música, de defender las propuestas del maestro y sus propias formas de asumir el jazz y sus interpretaciones. Chucho lo logró. Lo hizo posiblemente poniendo el cuerpo por delante, consiguiendo que sus músicos se convencieran de que estaban formando, como él, parte de algo nuevo, que lo importante era la experiencia, el sentido de renovación.
La mayoría de los músicos de la agrupación tenía la certeza de que integraban una alineación de la que se hablaría en el futuro. La banda —se sabe—, fue una revolución, un prolífico diálogo entre generaciones y novedosas formas de expresión al amparo del magistral pianista. Irakere resultó el convencimiento de que ya Chucho tenía ganada la eternidad, y con él los músicos que lo siguieron en esa nada complaciente aventura. Nunca habrá otro Irakere. Las condiciones, los tiempos y los músicos no son los mismos. La historia, sin embargo, queda.
Chucho llegó a Irakere siendo Chucho. Antes había estrenado una obra que todavía hoy deja con la boca abierta a los más conocedores del jazz. Mambo influenciado, de 1964, sentó cátedra y después de casi seis décadas conserva credenciales que la sitúan como una obra para el próximo milenio. Como también lo es su Misa Negra, la exposición rítmica de “Bacalao con Pan” y el fenómeno de “Jazz Bata”. En todas esas piezas radican las equivalencias de Chucho, no solo con las células rítmicas de la música cubana sino con el tejido sonoro universal del jazz.
En otras de las conversaciones que sostuvimos alguna vez, Chucho me habló sobre las raíces de Irakere y las relaciones con músicos que ya antes de la fundación de la banda estaban “dando guerra” con él. “En esa banda estaban algunos de los músicos que más tarde formarían parte de Irakere. Veníamos con una raíz común desde el punto de vista del desarrollo musical y juntos hablábamos de cómo romper viejas estructuras dentro de la música bailable y cómo penetrar en las raíces africanas de la música cubana. Todos pensábamos igual. Teníamos también un interés tremendo por el JAZZ y por fusionar estos elementos. Esto hizo que diez años después fundáramos IRAKERE con un concepto que todos compartíamos. Aunque siempre hay diferencias de opiniones, de qué hacer o no hacer en la banda, siempre llegábamos a un acuerdo”.
El músico también lamentó entonces que no se tomara en cuenta lo suficiente el legado de aquellos músicos fundacionales. “En Cuba, tenemos el reconocimiento de los jóvenes estudiantes y de los músicos, pero no tanto de los medios de comunicación. Sin embargo, internacionalmente IRAKERE tiene el reconocimiento de las viejas y jóvenes generaciones y de las Escuelas de Música que estudian ese repertorio como algo importante en su formación”.
Chucho, quien ha estado muy atento a la realidad cubana en medio de sus largas giras internacionales, ha sabido descifrar desde temprano ese obligatorio camino de ida y vuelta que une el nacimiento del jazz en Estados Unidos con la música cubana y africana. Esas lecciones han sido en su obra como una marca de la casa, unidas a su profundo conocimiento de la cultura africana y de su propia religión trasplantada de nuestros ancestros. Chucho es un hombre profundamente religioso. Por eso, tal vez, es un buen hombre. Nunca dejó de dignificar el legado de Irakere. Por eso sigue celebrando homenajes a su banda nodriza en todo el mundo, con un grupo formado por nuevas generaciones de músicos que conocen bien el significado de estar ahí, compartiendo escenario con el pianista y manteniendo los lenguajes heredados del maestro y del resto de los músicos de calibre de la banda-icono.
***
Este sábado Chucho también volverá a pensar en su padre, Bebo, un músico que se desgarraba, que tocaba también hacia dentro, para encontrar las respuestas, en su diálogo interno, que le negaban la realidad y los hombres. Chucho estuvo separado varios años de su padre, de su maestro, con quien compartía, además del talento, el mismo día de nacimiento, el 9 de octubre, uno en 1918 y el otro en 1941.
En una ocasión, luego de un prologando lapso de tiempo, visitó en la casa a una amiga estadounidense en común, Susan Sillins y allí se reencontró con su padre, con quien estuvo durante dos sorprendentes semanas . Después de uno de esos encuentros ambos pianistas no se separaron nunca más. Tocaron juntos, hicieron historia y Chucho fue a cuidar a su padre a Benalmádena, en Málaga, cuando cayó enfermo. Cada vez que habla de Bebo lo hace con una bondad infinita. Lo hace como si sintiera que a él, que ha hecho uno de sus destinos de vida mantener y recuperar el legado de su padre en Cuba, todavía le faltara mucho por realizar para cumplir con la obra y las enseñanzas de su figura tutelar.
Chucho no fue un muchacho fácil. Según anécdotas de la época debe haber sido un “diablo”. Precisamente una vez me contó una anécdota que desembarcó en un final “de película”, nada menos que con la creación de la inmortal Misa Negra. “Cuando era niño y estudiaba música, me le escapé a Bebo (papá) y entré a ver una misa afrocubana y un Toque de Santo a Changó. Desde entonces, pensé que eso era un tesoro que había que desarrollar por la variedad de cantos y toques africanos. Y cuando tuve la oportunidad, motivado por aquello que vi, escribí la Misa Negra, considerada hoy una obra maestra.”
Los mensajes llueven. Pablo Milanés fue uno de los primeros en dedicarle a “su hermano” un cálida felicitación y otros artistas cubanos y de numerosos países ya se suman a la celebración por los 80 años de Chucho, que es también la celebración de la vida de Bebo, de Miriam, de toda la familia Valdés, y de ese fértil universo que es la música cubana.