Kamyl es un artista de gran versatilidad. Con los años ha ido construyendo una marca personal que se reconoce a las claras en obras de diferentes géneros. La suya es una figuración que tributa a ciertas zonas del neoexpresionismo, aunque su discurso va más por el lado de la lírica. Es un hombre de ensoñaciones varias, de trabajo constante y de obsesiones irrenunciables: entre otras, Martí, personaje que ha logrado desacralizar hasta convertirlo en un ente cercano, dispuesto al diálogo con la cotidianeidad, un prójimo próximo, como quien dice, un vecino sabio de mirada compasiva.
Entre 1987 y 2022 Kamyl ha realizado más de cincuenta exposiciones personales; a veces hasta cuatro por año. Obras suyas nutren colecciones públicas y privadas de Cuba, Portugal, España, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Italia, Alemania, Rusia, Líbano, Martinica, México, Venezuela, Canadá, Haití, Croacia, Australia, Holanda, Colombia, Kosovo, Nueva Zelanda, Guadalupe, Noruega y Polonia. Sus Martí, muy apreciados, han sido obsequiados a jefes de gobierno y personalidades de las artes, entre estos últimos están Alicia Alonso, Cintio Vitier, Leo Brouwer, Roberto Fernández Retamar, Pablo Milanés y Juan Formell, por sólo mencionar unos pocos.
El artista vive y trabaja en una zona de aliento mágico en La Habana: la Plazuela del Santo Ángel Custodio, escenario de gran significación para la cultura nacional, relacionada con figuras y novelas cardinales del Siglo XIX cubano. Resta decir que de lejos Kamyl parece buena gente, y de cerca lo es: su ser exuda bonhomía y calidez. Su rostro y ademanes son de cómico de la legua, lo que seguramente le viene por tradición familiar.
¿Eres de ascendencia Libanesa?
Sí. Mis abuelos por línea paterna llegaron a Cuba en 1920. Mi abuelo, recién casado, acompañado de sus padres, dos hermanas y mi abuela, quien venía embarazada del primero de sus cinco hijos. Salieron del Líbano con el objetivo de llegar a los Estados Unidos, pero tuvieron problemas con el visado de mi bisabuelo. En esa época, el Líbano era un protectorado francés. Un amigo de mi abuelo le preguntó por qué no viajaban a Cuba, que quedaba muy cerca de Estados Unidos. Buscaron un mapamundi para ver la posición geográfica de este país y decidieron venir. Entraron por La Habana, después embarcaron en una goleta hasta Gibara. Por tierra se dirigieron hasta una localidad llamada Velasco, al noroeste de la entonces provincia de Oriente, hoy provincia de Holguín, dónde mi abuelo tenía un pariente. Ya radicados ahí, se fueron aplatanando, y olvidaron sus planes de seguir hacia el Norte. Como buenos libaneses, llegaron a controlar prácticamente la mitad del comercio en el pueblo.
Mi padre era el más pequeño de los cinco hermanos (dos hembras y tres varones). Aprendió el árabe en la casa y el español en la calle, tradición que llegó hasta mi infancia, y eso me llevó a tener un gusto especial por la cultura libanesa, principalmente la cocina de mis tías.
Tu currículo, muy nutrido en cuanto a exposiciones personales y colectivas, no ofrece datos sobre ti. ¿Quién Eres?
Soy Kamyl Bullaudy Rodríguez. Nací el 7 de Enero de 1962, en un barrio del poblado de Velasco llamado Corea. Mi madre me trajo al mundo encima de una mesa, asistida por una comadrona de nombre Modesta. Mi infancia crece en una finca con muchos árboles, llena de tarecos, artefactos de hierro, troncos de árboles… Dentro de la casa habían grandes baúles y maletas llenas de vestuarios y atrezos de obras de teatro, pues mi padre, además de dedicarse al comercio, también fue actor humorístico; poseía una gran vis cómica. Para mí era un mundo mágico estar rodeado de todos esos elementos, más el idioma árabe. Lo único no me gustaba era que mi nombre y apellido eran muy diferentes a los de los demás niños, y eso provocaba bromas no siempre amables.
Mis primeros dibujos los hice a los siete años. Representaba las puestas en escenas de mi padre, hacía retratos a mis vecinos, y pintaba todo lo que tenía enfrente. A los nueve años comencé actuar en un grupo de teatro que mi padre dirigía, en mi escuela.
¿Cómo fue el proceso de iniciación en las artes visuales?
En mi pueblo en esa época era muy difícil entrar a una escuela de arte, porque no existía la estructura de hoy. A finales de los años 70 yo vivía en La Habana con mis tías. Me presenté para las pruebas del curso nocturno para obreros en San Alejandro; las aprobé, pero no pude entrar en ese momento, pues no tenía vínculo laboral. Busqué trabajo hasta en la construcción, con el único objetivo de poder estudiar artes plásticas, pero no fue posible. Entonces decidí regresar a mi pueblo, y continuar en el teatro con mi padre, pero nunca dejé de pintar. En 1985 se convocó para el primer Curso Emergente para profesores e instructores de arte en Holguín, en el que matriculé y concluí como primer expediente en mi especialidad. Posteriormente continué en un curso de superación en la provincia de Las Tunas, qué terminó en el año 1992. Durante todo este período trabajé como profesor de dibujo y pintura en la casa de la cultura de Velasco, mi pueblo natal.
¿Tienes buenos recuerdos de tu etapa de estudiante?
Fue una época muy hermosa. Todos deseamos terminar la vida de estudiante para dedicarnos solamente a trabajar, pero después se siente añoranza por esos años. Recuerdo con mucho cariño a los profesores Ramiro Ricardo, Roy González Escobar, Gustavo Polanco, Cosme Proenza, y Amarilys Veliz Diepa, entre otros.
¿Y como profesor?
Tuve muchos alumnos adolescentes y adultos destacados. Pero aquí quiero mencionar, porque me siento orgulloso de él, a Ruslan Torres Leyva, hoy una figura de mucho prestigio dentro del mundo de las artes visuales. Fui su primer profesor. Me gusta pensar que contribuí a su formación.
Veo que, además de la pintura y el dibujo, también creas obras tridimensionales, como esculturas y cerámicas. ¿Eres esencialmente pintor?
Llevo todas las manifestaciones al unísono: la pintura, el dibujo, la escultura —básicamente el ensamblaje de acero—; además, soy un artista extremadamente figurativo, matérico, expresionista y pluritemático… Al final, quisiera ser un pintor abstracto. Muchos pueden pensar que se trata de una conversión fácil. Pero no es así: para un figurativo es casi imposible cambiar de un lenguaje visual a otro que está en los extremos. Tal vez me sienta un abstracto frustrado.
¿Te guardo el secreto?
No, publícalo. Y di, también, que no me doy por vencido, que sigo dando la batalla por la abstracción, luchando contra mí mismo.
¿Cuándo aparece Martí en tu obra? ¿Por qué la recurrencia de su figura?
Mi primer encuentro con Martí fue de la mano de mi padre, que adaptó al teatro muchos de los Versos Sencillos, y a partir de ahí comencé a pintarlo. Pero no fue hasta principios de los años 90 que lo trabajé con más seriedad. En mi querido Velasco, en pleno Período Especial, una noche no podía conciliar el sueño, por la falta de alimentos. De repente, tuve una especie de visión, que no se quitaba de mi mente: era la imagen de José Martí. Me levanté, busqué un pedazo de tela y unos cuantos tubos de pintura casi gastados, y me sorprendió el alba pintando al Maestro. Pintar a Martí fue como un bálsamo que alivió todos los dolores, incluso el hambre. En ese momento me di cuenta de que Martí va mucho más allá de lo que nos enseñan en las escuelas, es asidero, una tabla de salvación para todos los males que nos pueden aquejar. Desde entonces lo pinto cada día, es una necesidad espiritual.
Y mira tú, mi doctora, mi curadora, mi amiga y mi esposa por más de 34 años, Isimarlen Tejeda, también es una martiana fervorosa. Hace diez años tuvo una intervención quirúrgica muy complicada, y de camino al salón de operaciones le pedía a Dios y a Martí que la salvaran.
He trabajado con la iconografía martiana cientos de veces en pinturas, esculturas, cerámicas, obras instalativas, dibujos. El crítico David Mateo fue el primero que advirtió que en mi caso Martí era más una apropiación que una representación. Creo que no somos nosotros solos, muchos tienen su Martí particular, sean artistas o no.
¿Tu obra se desarrolla por series? ¿Das por cerradas las series temáticas o quedan abiertas a nuevas “visitaciones”.
Mis obras se desarrollan por temas, dentro de ellos van surgiendo series, que, según la motivación y los estados de ánimo, van cambiando o evolucionando. Esto incluye a Martí, gallos, mujeres voluminosas, paisajes urbanos. En un punto comienzan a fusionarse entre sí, lo que da origen a un híbrido temático, con una fuerte óptica teatral, sin descontar los elementos matéricos del collage que voy incorporando, pues mantengo la idea fija de llevar todas estas temáticas a la abstracción.
Vives en un lugar privilegiado de La Habana Vieja, rodeado de bares y restaurantes, al fondo de la Iglesia del Santo Ángel Custodio, uno de los escenarios de la novela icónica Cecilia Valdés. ¿Cuándo llegaste a La Habana por primera vez?
Residir en la Loma del Ángel me remonta a mi infancia y los orígenes del teatro, ya que es un lugar extremadamente pintoresco y cargado de historia. Siempre soñé con vivir en una plaza, y por esas extrañas cosas de la vida mi casa está muy cerca de la iglesia dónde fue bautizado José Julián Martí Pérez. Es un hecho con tremenda dimensión mágica.
¿Se puede decir que Kamyl es también habanero?
Llegué a La Habana por primera vez a los tres años, de visita con mis padres. En esa ocasión fui bautizado en la parroquia de Guanabacoa. He pasado la vida como un nómada, entre La Habana, la Isla de la Juventud y Oriente, al punto de que a veces me despertaba y no sabía en qué lugar estaba. Finalmente decidí radicarme en La Habana.
Habaneros “puros” son pocos. Los que llamamos “habaneros” es una amalgama de emigrantes de todas las provincias que aportan al caudal mayor de la cultura del país. La Habana se entiende y se proclama como la gema de la corona. Me gusta vivir en esta ciudad y, a fuerza de amor, puedo afirmar que también soy habanero. Aplico la máxima martiana: “Arte soy entre las artes y en los montes, monte soy”. Parece que tengo la capacidad de adaptarme a lugares y personas. La Habana me fascina, pero básicamente soy de la provincia de Cuba.