John Fante es uno de los autores adscritos a los inicios del Realismo Sucio, pues desde las primeras décadas del siglo XX narró mordaz y descarnadamente las dificultades de la clase trabajadora estadounidense, en especial los emigrantes italianos, su procedencia. Tuvo un origen humilde, —de ahí sus temáticas narrativas—, se dedicó a escribir guiones para Hollywood y, aunque se entregó a la literatura, no obtuvo el reconocimiento merecido hasta después de su muerte, en parte gracias a Charles Bukowski, reconocido hoy en día como el padre del Realismo Sucio, y que mencionó haber bebido de su obra como influencia.
En 1979, Bukowski, bajo el seudónimo de Hank, le escribió una carta a Fante para pedirle información de utilidad, ya que se disponía a hacer las palabras introductorias para la edición de Pregúntale al polvo, novela del propio Fante que ayudó a Charles Bukowski a encontrarse como autor, y para solicitar su consejo con respecto al guión de la película Barfly, que tenía cierto contenido autobiográfico.
La respuesta que dió Fante a Bukowski demuestra la personalidad de este autor, que fue tajante y poco convencional, rompedor y directo, características estas que afloran en su estilo narrativo. No por gusto Bukowski le rindió honores; llegó a decir de Fante: “Fue para mí como un Dios” y ayudó a rescatar su obra que, si bien no gozó de mucha popularidad en los conservadores años treinta y cuarenta, cuatro décadas después seguían teniendo cierta vigencia. Entonces la parquedad, sobriedad y minimalismo literarios, de la mano con los vulgarismos y las situaciones e imágenes típicas de los bajos fondos estadounidenses, estaban revolucionando e impactando el ámbito literario mundial bajo el nombre de Realismo Sucio, con Bukowski a la vanguardia:
“(…) El director francés que está por encima suyo —siguiendo el guión minuto a minuto, página por página— suena como un chiflado para mí. Me parece que esto puede determinar su tiempo y estilo. Tal vez usted quiera romper ciertas reglas… Es necesario imponer límites y distancias. No puedes estar sujeto a las reglas del director francés. Tú eres el escritor. Así que escribe algo único, fuera de lo convencional…”
Al parecer, Fante aconsejaba a todo aquel que le preguntara, que se mantuvieran irreverentes y que no cedieran a los desalientos que tanto persiguen a los escritores: “(…) La sombra del desaliento cae sobre todo escritor. Es una cruz que se carga toda la vida, pero has de soportarla a pesar de todo, incluso el éxito…”.
Con toda esta introducción, pretendo motivarlos a la lectura de Camino de Los Ángeles, primera novela de John Fante, culminada en 1936. En la carta que envío al editor decía Fante: “Camino de Los Ángeles está terminada y yo estoy encantado, chico… Espero enviártela el viernes. Parte del contenido pondría de punta los pelos del culo de un lobo. Puede que sea demasiado fuerte; quiero decir que carece de ‘buen gusto’. Pero no me importa”.
La novela fue rechazada en ese momento por la editorial Knopf, precisamente por su carácter atrevido, demasiado fuerte para esos años. Joyce, su viuda, descubrió el manuscrito entre sus papeles y logró que se editara en 1983, justo el año en que murió el autor.
Según una nota editorial que aparece en la edición de Anagrama en 1985: “(…) Esta novela presenta al alter ego de Fante, Arturo Bandini, que reaparece en Espera a la primavera, Bandini (1938), Pregúntale al polvo (1939) y Sueños de Bunker Hill (1982)…”.
Arturo Bandini, el protagonista de Camino de Los Ángeles, es un joven de 18 años que se rebela ante las circunstancias, no quiere ceder al destino de obrero y explotado que le toca por su condición de muchacho criado en barrio de emigrantes y trabajadores, ni caer en las trampas de la religión:
“Tu propio cristianismo de salón te ha frustrado.En el fondo eres desvergonzada y burra, descarada e imbécil (…) Oh, Santo Señor Jehová, contempla a tus pies a Mona, tu cursi adoratriz, babeando mongólicas sandeces. Oh, Jesús, es una mujer santa. Dulce y saltarín Jesucristo, es una mujer sagrada (…) ¡Rechazo la hipótesis de Dios! ¡Abajo la decadencia del cristianismo fraudulento! ¡La religión es el opio del pueblo! ¡Todo lo que somos o esperamos ser se lo debemos al diablo y a su contrabando de manzanas! (…) Perros cristianos (..) ¡Canalones bucólicos! ¡Burrus Americanus! Chacales, comadrejas, sabandijas, asnos…, eso sois toda la peña. Yo soy el único de toda la familia que ha nacido libre del estigma del cretinismo”; les dice a sus puritanas madre y hermana, en esos arranques de sinceridad tan típicos de este rebelde e irreverente personaje, que prefiere leer a los grandes filósofos existencialistas y ver revistas de contenido erótico que destruir sus manos y su cuerpo en extensas y “dignas” jornadas de trabajo, y que considera hipócrita a la devoción religiosa.
Este joven también da muestras de un pensamiento progresista, se puede decir, teniendo en cuenta que vive en un barrio pobre, y no en alguna ciudad de Europa como París, en la que por aquel mismo entonces cabía más una línea como la que expresa, precisamente influenciado por sus lecturas filosóficas: “(…) ¿Eres consciente del hecho —dije— de que un anillo de casada no es sólo un objeto vulgarmente fálico sino también un vestigio residual de un primitivismo salvaje, anómalo en esta época de presunto saber y progreso?”.
Pero del mismo modo que Arturo exalta sus pasiones anti religiosas, se autodesprecia por no actuar en consecuencia a los supuestos ideales de sus filósofos predilectos —Nietzsche, Schopenhauer, Kant—. Entonces el suicidio se le presenta como una idea recurrente a raíz, quizás, de la constatación de que su realidad no va a cambiar pronto, está atrapado en esa vida que detesta, y contra la cual no puede hacer mucho más que ceder a las presiones familiares y sociales para convertirse en un obrero, muy a pesar de sus intenciones de ser escritor, pero, ¿realmente tiene el talento para serlo? ¿Realmente quiere quitarse la vida?
“(…) La vida es teatro. Y aquí hay drama (…) un crudo drama en el corazón de los hombres”, expresa Bandini (Fante), mientras enfrenta y se mofa de la crisis de empleos y la precariedad imperante en la Costa del Pacífico.
Se autocataloga como “El filósofo de Occidente” que “contempla la escena humana”, en un acto de valoración y rescate del valor propio ante tanta subestimación externa, que él traduce como desprecio y burla hacia el resto de los que le rodean.
La novela mantiene un discurso que suena pesimista, pero la salva en todo momento el sentido del humor, lo pintoresco del protagonista en conjunto con sus beatas madre y hermana, así como las hilarantes escenas que terminan filtradas por el cinismo del protagonista-narrador que demasiadas veces parece menos lúcido, a pesar de soltar las verdades directamente y sin filtros.
Su relación con los animales es simbólica, la forma en que los trata o se refiere a ellos es un paralelismo con los sectores sociales con los que compara a esas especies. De ahí que mate a esos cangrejos, que representan a la sociedad arrastrada, pisoteándose los unos a los otros. Y lo mismo arremete contra las clases bajas que contra las altas, con Bandini no hay escape, no hay conformidad, y es que habla desde un tiempo complicado que tiene su repercusión en las almas de los ciudadanos.
La psicosis de Bandini encuentra un objeto del deseo en la bibliotecaria, la señorita Hopkins, y mientras estudia un libro que el día anterior ella había estado leyendo, en un acto de “cercanía” con su adorada, caza a un grillo y lo mata, como símbolo de su sacrificio, o más bien, de sus intenciones para con ella, una especie de adoración a la antigua, anacrónica, delirante, innecesaria.
Esta manía de matar animales no debe verse con el filtro moderno de animalistas, pues se trata de actos simbólicos más que psicóticos.
“Soy escritor. Interpreto la escena americana”, expresa Bandini, y ante su enunciado recibe la burla, y vomita, asqueado por los olores de pescado en esa planta a la que va “recomendado”. Y he aquí el objetivo de la novela y del personaje principal: la búsqueda constante de materia prima para su obra.
El personaje transita por discursos en los que se compara a un gran líder que oscila entre el gran capitalista y el gran revolucionario, en constante contradicción consigo mismo, pero siempre desde la imposición totalitarista: “La desobediencia es la muerte”. Lo más curioso es que nadie le hace caso, lo toman por loco, y sus interlocutores son gente bastante ignorante, reflejo de una sociedad y una época. Incluso sus posiciones políticas son meras críticas a los sistemas que parodia en sus juegos con los animales y los empleados de la fábrica de conserva, como cuando, por ejemplo, se pone a soltar ideas comunistas y hace ver que el trabajador en ese sistema tiene que destruirlo todo y pedir derechos y gratuidades.
En la novela se hace visible la xenofobia, el racismo, la gordofobia, la misoginia, el conservadurismo y las diferencias de clase que tanto han marcado a la sociedad norteamericana, que de tanto pluralismo cultural también posee un amplio catálogo de modos de segregación que, en el personaje principal, se reflejan como características que lo vuelven un antipático y repugnado, y a la vez, una especie de tonto naive que a pesar de sus elevadas lecturas y su condición de [norte] americano, no ha logrado la verdadera elevación espiritual ni humana; aunque no se debe olvidar que estamos hablando de un joven de dieciocho años que, como en toda historia de coming of age, disecciona el mundo desde su cosmovisión para encontrar un sitio al cual pertenecer por voluntad, deseo, aspiración y/o ambición, no por herencia, imposiciones o tradiciones.
El fetichismo y el complejo de superioridad de Arturo Bandini es la expresión de sus miedos sociales, de otro rasgo psicótico de su personalidad que a medida que avanza la historia se vuelve más insana, y a la vez, más hilarante a la par que preocupante, pues como lector uno duda de los objetivos del personaje y del rumbo que lleva la historia, y he aquí, quizás, otro objetivo del autor, que dudemos del rumbo que lleva el sujeto americano de clase baja, que anda como loco y perdido, entretenido en ensoñaciones y “motivado” por el trabajo duro y algunas responsabilidades sociales de su época.
El protagonista-narrador que es también escritor —alter ego al fin del autor—, nos presenta a otro alter ego, el de su personaje, que es además una muestra de la utopía estadounidense: el rico viajero y conquistador, en este caso llevado al plano romántico y no a la extensión territorial, pero sabemos que la novela está cargada de simbolismos. Es como si John no quisiera dejar arista sin tocar.
Sin embargo, este sueño, como el american dream, se ve golpeado, incluso en medio de su éxito, por la ambición, o más bien, la insatisfacción, como mismo plantea Madonna en su canción American life después de mencionar y alardear de todo lo que posee: “¿crees que estoy satisfecha?”.
“(…) Era la historia de los apasionados romances de Arthur Banning. Iba con el yate de país en país buscando a la mujer de sus sueños. Tenía aventuras con mujeres de todas las razas y países del mundo. Consulté la enciclopedia para comprobar los países y vi que no me había dejado ninguno. Había sesenta, y un romance apasionado en cada uno. Pero Arthur Banning no encontraba a la mujer de sus sueños…”. Esta novela referida en la novela dará un giro proporcional al giro de la historia del personaje principal, Bandini, en la siguiente escala de proyecciones: Fante-Bandini-Banning. Suena como algo demasiado intrincado, pero en verdad la prosa de John, tan precisa y magistral en cuanto a economía del lenguaje —a pesar de que se explaya cuando de poner ofensas en la boca de su protagonista se trata— hacen que todo se muy potable y fácil de entender.
Y ya para concluir con la disección de esta novela, les dejo unas palabras del antihéroe que nos ocupa, a modo de consejo para quienes nos dedicamos a escribir, y que también aplica para los que nos dedicamos a simplemente vivir, o sobrevivir:
“Eliminemos el puritanismo. Olvidemos la mojigatería. Seamos lógicos y filosóficos”.
Sobre John Fante
John Fante escribió por necesidad expresiva, sus novelas son el fruto de su pasión por la literatura, ya que no las hizo para ganar dinero; su entrada económica era la escritura, sí, pero de proyectos y guiones cinematográficos. Tenía cuatro hijos y una esposa que mantener, así como animales y una casa. Sufrió diabetes, perdió la visión, le amputaron las piernas y aún así fue capaz de dictarle sus escritos mentales a su esposa Joyce, que lo apoyó incluso de manera póstuma, como hemos comprobado con Camino de Los Ángeles. La novela que salió de esos dictados fue Sueños de Bunker Hill, que es la que cierra el compendio de novelas con Bandini de protagonista.
Este primer paso de acercamiento a la obra de John Fante ha marcado mi vida de lector, y no vacilo para decir que en Camino de Los Ángeles acabo de encontrar a otra novela inolvidable, y en Arturo Bandini a otro personaje para añadir a mi lista de favoritos, junto a La conjura de los necios con su Ignatius Railley, de John Kennedy Toole, y El guardián entre el centeno con su Holden Caulfield de J. D. Salinger.
A los pies de Fante me despido hasta la próxima semana.