Todos llegan a la Cripta Imperial de Viena buscando la tumba de la emperatriz Sissi, y ahí está. Pero, para sorpresa de muchos, también las del resto de los miembros de la dinastía de los Habsburgo fallecidos en los últimos cuatrocientos años.
La más visitada y la que siempre tiene flores frescas a sus pies es la de Sissi, sin duda la más conocida de la familia gracias a los filmes sobre su vida protagonizados por la actriz Romy Schneider en el pasado siglo.
La Cripta Imperial de Viena la fundó en 1618 la emperatriz Ana. Se encuentra debajo de la Iglesia de los Capuchinos, en pleno centro de la ciudad, y son estos monjes los encargados de custodiar los 150 cuerpos de la familia imperial que en ella reposan, entre los que destacan por su rango los de doce emperadores y dieciocho emperatrices.
Algunos cadáveres están incompletos. Por alguna extraña costumbre, más de cincuenta corazones de estas nobles gentes, nunca mejor dicho, se guardan en urnas de plata en la Cripta de los Corazones, en la cercana Iglesia de San Agustín.
La cripta, pintada de blanco, tiene techos abovedados de estilo barroco. Bajo ellos, en sarcófagos que son verdaderas obras de arte, descansan los restos mortales de la poderosa dinastía europea. Los ataúdes del emperador Matías y su esposa Ana, los fundadores, son austeros, de plomo y apenas decorados, como expresión de piedad y sencillez. En cambio, el mausoleo de la emperatriz María Teresa y su esposo Francisco, quienes reinaron en el momento de mayor esplendor del Imperio Austro-húngaro, es enorme y está profusamente decorado con figuras humanas, un ángel y calaveras.
Los sarcófagos son de metal y exhiben símbolos de poder como coronas, espadas, cetros y orbes. Los adornan además esculturas de Jesús en la cruz, ángeles o leones y águilas que simbolizan la fuerza. Pero el toque oscuro y tenebroso lo aportan un sinfín de calaveras desdentadas y huesos cruzados que nos recuerdan que, seamos quienes seamos, más temprano o más tarde, al final siempre nos espera, vencedora, la muerte. El recordatorio representado así se llama memento mori: en latín, “recuerda que morirás”.
La que atrae visitantes del mundo entero es la de la emperatriz Elizabeth, conocida como Sissi. Bella e inteligente mujer; pero infeliz, bulímica, adicta a la cocaína y con tendencia a la depresión, amante de la poesía y de la cultura clásica, a quien las cortes europeas de la época veían como irresponsable y extravagante.
Irónicamente, Sissi no descansa en la Cripta de los Capuchinos por voluntad propia. Ella había elegido descansar a orillas del Mediterráneo, en Corfú o Ítaca; pero por su condición de emperatriz hoy lo hace en un sencillo ataúd cobrizo al lado de quien fuera su esposo, el emperador Francisco José.
Las salas de la cripta han ido ampliándose a lo largo de los años para albergar tantos féretros, muchos de ellos con grandes proporciones y recargada decoración. El último emperador en ser enterrado aquí fue Francisco José, en 1916. Pero a la cripta aún llegaron algunos Habsburgos más. En 1989 fue sepultada Zita, la última emperatriz austriaca, y en 2011 les tocó el turno al príncipe Otto y su esposa Regina.
Cuentan que al fallecer un Habsburgo, su espíritu debía tocar a la puerta de la Cripta y decir su nombre al monje que la custodiaba. Si el difunto se identificaba con sus títulos nobiliarios, no lo dejarían entrar, así fuera el mismísimo emperador. La clave para que se abrieran las puertas y ser sepultado en la Cripta Imperial era responder: “Soy Fulano, humilde servidor de Dios”. Solo así se podía acceder al descanso eterno en el sagrado lugar: mostrando humildad y aceptando que ante el Señor y ante la muerte, somos todos iguales.