Llegaron sin avisar. Cuando desperté ya estaban ahí, como el dinosaurio del cuento. Eran cinco, madre y cuatro pequeños, que mamaban sin parar. La imagen era apacible, casi bucólica. Los bebés tendrían un mes de nacidos, como mucho. La familia estaba sucia y flaca a más no poder. Todos, mamá incluida, tenían un ojo cerrado, como enfermo de conjuntivitis.
Antes de la invasión gatuna había caído del cielo —más bien de un alero— un gatico diminuto, negro, que maullaba desconsolado. Le dimos leche, nos miramos y, a pesar de ser ambos muy gateros, coincidimos en que no podía quedarse. Lo dejamos en un parque, al otro lado del patio, con la idea de que su madre lo rescatara.
Dos días después fue que apareció la manada de felinos ojiponchados, instalados en el patio de nuestra casa, que dejó de ser particular. Les pusimos agua, comida y una caja de cervezas vacía con una manta para que les hiciera de hogar. No podían quejarse de la vida, les habíamos montado un “all inclusive” gatuno en medio de Jerusalén.
Pero un gatico seguía maullando por algún lugar y no era ninguno de los cuatro que estaban con la gata. Nos pusimos CSI y lo encontramos. Estaba en un tejado y la madre iba de vez en cuando a darle de mamar, pero ahí lo dejaba y él seguía llora que llora. Al final logramos atraparlo y reunirlo con el resto de la familia.
Y así es como tuvimos seis gatos coexistiendo con nosotros por varios días. No estaba mal. Era lindo salir al patio con el fresco del amanecer y verlos correr y saltar por todos lados. De vez en cuando agarraba la cámara y les hacía fotos. Eran ratos relajantes, casi terapéuticos. Eso sí, la gata nunca se acercó a nosotros y los gaticos, menos un par, eran bastante ariscos y salvajes.
Pero el instinto tira más que las comodidades. La gata, a pesar de tener comida suficiente, salía a cazar, como han hecho los gatos desde que el mundo es mundo. Volvía al patio con pájaros o pollos muertos que ella y sus enanos devoraban al instante. Resultado, el patio quedaba hecho un asco, un revoltijo de plumas, sangre y huesos que había limpiar a cada rato.
Un día los gaticos empezaron a desaparecer, paulatinamente, de uno en uno. Descubrimos que la madre se los llevaba de vuelta a los tejados del barrio. Se los llevó en dos o tres días; pero no a todos: nos dejó una pequeña blanca, que se ha colado en casa y corazones.
Esta diminuta okupa sabe hacerse querer. En pocos días ha ido extendiendo su reino del patio a la casa, por donde corretea, brinca y araña y muerde lo que encuentra a su paso, hasta que se cansa y se acerca en busca de cariño y caricias, o se tira a dormir la siesta en una cesta de mimbre de la que se ha adueñado.
La hija de unos amigos que están de visita la bautizó como Sombrerito, pero le ha cambiado el nombre mil veces y no recuerda ninguno. Prefiero llamarla Pirata, por lo del ojito medio cerrado y porque, como buena filibustera, ha entrado a robarnos nuestro espacio y algo más. Pero a Sara le gusta más Luna. El nombre aún está en debate.
De momento Pirata-Luna-Sombrerito sigue durmiendo en el patio, no queremos que se desentienda del todo de sus orígenes de gata arrabalera. Viajaremos en unos días y unos buenos amigos se harán cargo de alimentarla hasta nuestro regreso. ¿Seguirá aquí cuando volvamos? ¿Se irá con los suyos? No lo sé, estamos en Tierra Santa y aquí el Señor dispone. Será Él quien termine esta crónica inconclusa.