Cuando llegué a Columbia como profesor visitante, en febrero de 1991, estaba andando la primera guerra del golfo Pérsico y CNN arrasaba con la teleaudiencia, transmitiendo en vivo y en directo las operaciones militares desde portaaviones y bombarderos.
En medio de aquella guerra convertida en espectáculo de televisión, los estudiantes y profesores de Columbia nos reuníamos en enormes anfiteatros para escuchar a Edward Said, Roger Hilsman, Rashid Khalidi, analizar las causas del conflicto, los factores y problemas soslayados por las grandes cadenas, con un enfoque muy opuesto al que daban los portavoces del gobierno de George H. Bush.
La otra lección en aquel frío invierno de Nueva York la aprendí con mis alumnos, entre ellos, jóvenes cubanoamericanos, casi todos hijos de familias acaudaladas y llevados muy chiquitos para EE. UU. en los primeros 60 o nacidos allá. Cuando fueron a matricularse, había surgido la pregunta de si yo era realmente un académico o un militante castrista. A pesar de esas dudas, los atraía la opción de estudiar, por primera vez en sus vidas, la historia de Cuba y de sus relaciones con EE. UU. Así que, después de las primeras semanas leyendo documentos y debatiendo interpretaciones diversas en clase, nos hicimos amigos. Terminamos el semestre escuchando a Tito Puente y su banda los fines de semana.
La más jovencita de mis alumnos era una muchacha taciturna, que para sentarse en aquella clase de posgrado me había pedido permiso, pues no había terminado su licenciatura. Era la única que no había llegado a EE. UU. en los 60 ni provenía de una familia acomodada. Cuando tuvimos confianza, me contó que había sido jefa de destacamento de Pioneros en su aula y estudiante vanguardia, antes de llegar con su familia por el Mariel, y tener que aprender a vivir en un mundo invertido, donde el Che era un asesino y a Camilo lo había mandado a matar Fidel. Aunque a ella le encantaba la Ciencia Política, había optado por aspirar al posgrado de Derecho, porque sus padres eran profesionales que se habían ido de Cuba para hacer dinero, y ella no quería quedar mal con ellos. Sus trabajos de curso eran impresionantes; fue la única que obtuvo 100 puntos.
Me he acordado de todos los estudiantes cubanoamericanos que he tenido a lo largo de los años, sobre todo cuando debatimos acerca de problemas políticos como el diálogo con la emigración, el debate de ideas, la pluralidad, el fomento de una esfera pública democrática, hacia adentro y hacia afuera.
También los recuerdo, naturalmente, cuando reviso enfoques recientes de algunos ilustres economistas y demógrafos sobre las causas del flujo migratorio, donde la política de EE. UU. y los factores que inciden en otras migraciones brillan por su ausencia. Y que pintan el Mariel como una combinación de crisis económica y disidencia ideológica, un grito de libertad, sin mencionar siquiera las perspectivas abiertas por el diálogo con la emigración en 1978-79, el efecto de las maletas de la comunidad sobre el ansia de consumo, el potencial migratorio acumulado por siete años, a pesar de no existir crisis económica, sino crecimiento del nivel de vida y ampliación del acceso al consumo en aquellos 70 y 80 tempranos.
Aunque esas visiones que ignoran el contexto no parecen ideológicamente sesgadas, pues van envueltas en tablas y datos macro, citas y referencias, conducen típicamente a un denominador común, que impregna cada párrafo: la causa de nuestros problemas reside en la naturaleza del sistema; y la causa del sistema es la ideología.
En esta especie de regla de tres se cifra una ecuación lineal que todo lo explica y que se extiende lo mismo en predios académicos e intelectuales convencionales que en el ciberespacio; así como entre algunas fuentes hoy reconocidas como expertos, que hasta el otro día eran periodistas de medios oficiales, artistas de telenovelas, cantantes de hip hop, ex oficiales de la seguridad, profesores de filosofía marxista o funcionarios en algún organismo, que sufrieron lo que los trágicos griegos llamaban una anagnórisis, al darse cuenta de “su error”.
Descalificar el socialismo y echarle paja al Gobierno instrumentalizando a Martí, con frases hechas pasar como suyas (“el socialismo es la esclavización por los funcionarios”) o sacadas de contexto (“no se gobierna una república como se manda un campamento”); llamarle embargo o “bloqueo interno” a las políticas equivocadas o al “modelo soviético”; calificarlo de dictadura estalinista, aliado de Putin en la invasión a Ucrania, de Hamás en el ataque a Israel; poner a Cuba entre los países con mayor pobreza extrema, represión a la libertad religiosa y al periodismo crítico, control férreo de Internet, esclavización de los médicos, corrupción, feminicidios ocultados, racismo institucional o tolerado, han sido representaciones acuñadas por EE. UU. en su negación de todo lo identificado con “el castrismo”. Si coincidir minuciosamente con Radio y Tele Martí podría atribuirse a un déficit de visión política o a lo que en cubano se denomina “hacerse el sueco”, o a ambas cosas, nada de eso atenúa su significado final en cuanto a avalar enfoques y posturas.
Esa debilidad es estrictamente intelectual y se deriva de la larga ausencia de formación en ciencia política, como apuntó hace décadas Juan Valdés Paz. Aunque no intento someter al lector a una disquisición sobre la naturaleza del análisis político, ni su cientificidad a toda prueba, sería imposible soslayar ese vacío.
A diferencia de la filosofía, la pedagogía, los estudios literarios y lingüísticos, las ciencias jurídicas, la historia, la psicología social, las relaciones internacionales, la economía y otros campos aledaños, la ciencia política existente como carrera universitaria en los años 60 en Cuba más bien sirvió para dotar de una formación universitaria a dirigentes y funcionarios del aparato político e institucional, por lo que pudo ser reemplazada por las escuelas del PCC. Todavía hoy sigue sin ser reconocida como carrera, así que no se forman profesionales que aprendan a investigar la política como campo, con instrumentos específicos.
No ignoro ni subestimo los esfuerzos dedicados a llenar ese vacío mediante estudios posgraduados, por académicos capaces y motivados por la politología. Pero el déficit acumulado por la falta de tradición e identidad académica y de reconocimiento público se traduce en su limitada producción investigativa.
Estos estudios de la política raramente usan datos, analizan patrones de votación, hacen encuestas sistemáticas entre expertos, consultan investigaciones de sociología política o psicología social, hacen o intentan hacer estudios de campo, digamos, sobre participación política, los factores que demoran o impiden la aplicación de acuerdos y leyes, los procesos de toma de decisiones, los cambios en la composición de gobiernos y estructuras de poder institucional.
Dado que hacer encuestas de opinión pública resulta vedado, así como investigar dentro de instituciones y organizaciones políticas, los analistas políticos terminan restringiendo sus fuentes y referencias a discursos, reseñas de prensa equivalentes a informes de cancillería, interpretaciones ajenas, comentarios, opiniones. Y se limitan a menudo a reaccionar ante estas opiniones recogidas al vuelo aquí y allá, pescadas en los medios y las redes sociales, sin aplicar un método o procedimiento sistemático.
No es extraño por tanto que la ciencia política se confunda con una especie de periodismo ilustrado, con un alto componente especulativo, que se justifica en la falta de transparencia que caracteriza a la fábrica de la política, especie de caja negra inescrutable.
Sin desdorar este periodismo ni soslayar sus méritos habría que preguntarse si las entretelas más sensibles de las formulaciones y decisiones estratégicas no quedan confinadas al compartimento de la seguridad nacional en todas partes. De otra manera ya sabríamos cómo, quiénes y por qué asesinaron a JFK en Dallas hace sesenta años, o a Luis Donaldo Colosio en Tijuana, hace treinta. Y no se podría explicar que los secretos revelados por Julian Assange en WikiLeaks o por Edward Snowden, Philip Agee, Daniel Ellsberg, hubieran causado el terremoto que sabemos.
Si la transparencia es un reclamo justo, y si hacer inferencias y deducciones son parte del método científico, nada de eso convierte la especulación o las muy respetables opiniones de cada cual en ciencia política.
Parece absurdo, naturalmente, analizar la política actual sin investigar su contexto. Para apreciar, digamos, que la profundidad de la crisis en la sociedad y en las mentalidades cubanas resulta mayor que en la economía, aunque sea más fácil para cualquiera apropiarse de los datos macroeconómicos que disponer de instrumentos para medir esas otras dimensiones igualmente reales —como sí pueden hacerlo sociólogos y psicólogos, si los dejan.
Investigar el contexto permitiría comprender una sociedad translocalizada (transnacionalizada significaría otra cosa), que ya lo es sin salir de Cuba gracias a los innumerables vasos comunicantes con otras sociedades, también translocales. Que viaja y retorna más de lo que “se va definitivamente”; con una escolarización que le abre ventanas hacia el mundo; que emana cosmopolitismo cultural; que se cruza con extranjeros todos los días como parte de su vida cotidiana.
Se trata de una sociedad dentro de la cual se levantan nuevas relaciones de poder. Que no es bipolar, porque no se mueve en torno a dos focos o polos, como la representan los lentes bifocales: “jóvenes” vs. “viejos”; “estatal” vs. “privado”; “oficial” vs. “opositor”, puesto que con esos cristales partidos no se aprecia la mayor parte de lo relevante, social y políticamente, entre esos polos. La cubana es una sociedad en la que el disenso se ha naturalizado, y la política lo impregna todo, en primer lugar las relaciones sociales y los discursos cotidianos, esos que los lingüistas podrían analizar con sus propios medios, además de desmenuzar editoriales y documentos políticos.
Pulsear con la censura y otras claves culturales de la política
En esa nueva relación entre el Estado y la sociedad civil emerge una nueva estructura socioeconómica no solo más diversa, sino más desigual, que incluye a pobres, empobrecidos y también a ricos y enriquecidos; donde las relaciones de propiedad, de control e influencia, han ido fragmentándose y, en buena medida, descentralizando, lo mismo que la reproducción de las ideologías. Y donde, como es lógico, se expande una esfera pública vibrante, que no es la de participantes equitativos, pero que aquí representa un cambio político y cultural de fondo.
La simple inspección del debate político en curso revela la emergencia —pero también la desaparición— de tópicos que han sido candentes en ciertas zonas del debate. Digamos, la cuestión del predominio de una generación mayor de 70 años en las estructuras de poder político parece haberse desvanecido. Así como aquellas denuncias a las supuestas concesiones del Gobierno ante las corrientes más reaccionarias opuestas a la legalización del matrimonio del mismo sexo; o el optimismo ante el avance de algo indetenible llamado la normalización de relaciones con EE. UU.
En su lugar, emerge la expectativa de que un mejoramiento de esas relaciones conduciría a la recesión del flujo migratorio; que el nudo gordiano de las reformas radica en la expansión del sector privado, que avanza a trompicones, sin relacionarlo con la transformación del sector estatal en público; una visión de lo privado como panacea, y como un bloque homogéneo, en el que las diferencias entre dueños y trabajadores simples se pasan por alto; una dinámica de alianzas internacionales con actores percibidos como benefactores, hermanos o amigos, como si fueran personas, o como si en ellos resurgiera el espectro tutelar de la URSS, y no como asociados con intereses comunes, o sea, aliados que se benefician mutuamente.
Por encima —o más bien por debajo— de todo ese maremágnum de la transición que en otra parte he analizado, se manifiestan múltiples ideas acerca de lo que es, o debería ser, el socialismo, o comoquiera que se le llame el orden social basado en la soberanía y la justicia social, menos claramente definido y compartido que nunca antes.
Una diferencia esencial entre la historia y la ciencia política consiste en que lo que está pasando y sus tendencias no se contienen siempre en el espejo retrovisor ni está atrapado en la imagen repetida de patrones anteriores. De la misma manera, la política no es continuidad, y menos todavía cuando repite que lo es. Juzgarla desde fórmulas ideológicas no sirve para entenderla, ni ahora ni antes, sobre todo cuando su problema principal es generar consenso perdido. La política, como ya sabía Aristóteles, se basa en lidiar con la polis real, y no con representaciones ideales.
La relación entre progreso y reforma es mucho más compleja que la lógica de los discursos y documentos programáticos. Así que conservar lo alcanzado requiere reformar, porque también las conquistas alcanzadas tienen una condición histórica, y tienen que reformularse para que sigan siendo conquistas.
Afirmar que las reformas se restringen a “lo económico”, para evitar que se confundan con la perestroika y las transiciones capitalistas, no transmite su sentido y alcance de fondo, eminentemente político, más allá de lo que reconocen los documentos. Por ejemplo, comprobamos que llamarle reforma constitucional a un cambio que implica la revisión, corrección y reelaboración de la casi totalidad de la Constitución no expresa su alcance. Lo mismo que asumir los derechos como inmanentes a un texto jurídico, por valioso y progresivo que sea, en vez de concebirlos como cambios de fondo que se luchan y se hacen verdad no solo mediante un voto, sino en el campo de las relaciones sociales y la cultura política reales.
Naturalmente mantenerse dentro de lo pautado o atreverse a tentar la línea de lo posible no es una opción filosófica o ideológica, sino política. Entenderlo así empieza por no considerarlo algo privativo de la índole revolucionaria. Líderes que defendían valores conservadores, y que no se proponían saltar al vacío, desde Lincoln hasta Churchill, desde Teddy Roosevelt hasta Stalin y de Gaulle, pasaron a la historia no solo por su audacia, sino por defender la razón de Estado con gran inteligencia y sentido del momento histórico.
Como ven por esta lista de nombres, deliberadamente heterogénea, no se trata de una condición ideológica, y mucho menos de aprobar los medios que emplearon o de simpatizar con los personajes, sino de la necesidad imperiosa de asumir los problemas que están ahí, y que no pueden soslayarse o posponerse. Los cubanos podríamos saber que no hay frase más riesgosa, políticamente hablando, que “este no es el momento adecuado”, ni más contraproducente que “no podemos darle armas al enemigo”, para sellar el espacio del debate crítico desde adentro.
Este extenso artículo no me da espacio para refutar ideas como que nuestros problemas son los de la URSS, que las palabras pronunciadas equivalen a las conductas que se siguen, que las mentes conservadoras son irremediables, que no hay diálogo sino entre los que comparten creencias, etc. Permítanme apenas aludirlas mediante una parábola de mi petite histoire como profe.
Una de aquellas estudiantes cubanoamericanas que tuve en Columbia me invitó a cenar en su casa cierta vez, así que pude conocer a su papá, miembro del Colegio de Abogados Cubanos en el Exilio, quien me recibió muy amablemente y compartió conmigo el borrador de una Constitución para Cuba, que todavía conservo. Sin embargo, su mamá le había dicho: “No me voy a sentar a comer en la misma mesa con uno de los que nos quitaron nuestro banco”. De nada valió que mi alumna le explicara que yo tenía 12 años cuando eso pasó, igual la señora se fue de la casa. Y yo la entendí.
La lección inesperada la recibí pocos años después, cuando a mi paso por esa ciudad estadounidense, la misma alumna me repitió la invitación. “Mi mamá me dijo que sí iba a cenar con nosotros”, me aseguró. Esta vez, la señora me recibió con Chivas en las rocas, me dio un beso y conversó animadamente como si nos conociéramos de toda la vida.
Por otro lado, no hay que hacerse ilusiones ni generalizar experiencias personales. Cuando escucho hablar de la llamada reconciliación “con todos y para el bien de todos”, me acuerdo de Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, a quien no le gustaba el término, porque, decía él, cada cual lo ha usado como le parece.
Acaban de cumplirse, por cierto, diez años de su partida, el pasado enero, y su memoria ha rondado algunas de estas reflexiones, que me imagino lo harían sonreír. Inspirándonos en su inquebrantable lucidez y compromiso, su lealtad y pasión, deberíamos celebrar ese legado suyo, a una década de su partida, con una meditación sobre el diálogo, la fe (es decir, las creencias) y la cultura cívica, temas que lo acompañaron siempre.
Ojalá podamos compartir pronto esa pequeña peregrinación in memoriam.