Desde mi balcón en Dubái no se puede ver el Burj Khalifa. Uno pensaría que el edificio más alto del mundo podría distinguirse desde cualquier punto de la ciudad en la que está enclavado. Y quizá hasta un poco más allá. Pero no es así.
Con sus más de 800 metros de altura —unos 500 metros mayor que la Torre Eiffel—, el Burj Khalifa es, ciertamente, una presencia constante en Dubái: está en llaveros, en camisetas, en gorras, en réplicas de todos los tamaños y colores, en todos los malls y tiendas de souvenires. Es el rey indiscutible del marketing de una urbe que en 2023 recibió, ella sola, más de 17 millones de turistas.
Sin embargo, para verlo tal cual lo más seguro es ir hasta el downtown. Tomar el metro o alguna guagua, bajarse en la parada del Dubái Mall y salir del despampanante centro comercial hasta dar de frente con la torre que se pierde en el cielo y empequeñece, avasallante, a todos los rascacielos que la rodean.
Se supone, según puede leerse en catálogos promocionales y sitios de internet, que la gigantesca mole con un diseño inspirado en una flor del desierto es visible en un centenar de kilómetros a la redonda. Pero Dubái, como todas las grandes metrópolis, no es precisamente un lugar de horizontes despejados.
Desde casi cualquier punto, la vista choca con edificios, más grandes o más pequeños, con construcciones que se pierden en la distancia, con vallas publicitarias y alminares de mezquitas, con la línea del metro que, paradójicamente, transita buena parte de su recorrido sobre puentes y no bajo la tierra.
Por encima de todo ello debería sobresalir el Burj Khalifa —y de seguro lo hace—, pero aun si el ángulo visual permitiese enfilar la vista hasta él, lo más probable es que no se vea con claridad. Que, con suerte, apenas pueda atisbarse su empinada silueta, camuflada por la niebla arenosa que ensucia habitualmente el cielo.
La de Dubái es una niebla que rebaja el azul celeste a un gris opaco, a una sustancia turbia y, a la vez, hiriente, que rebota la luz intensa del sol y agrede los ojos, mientras difumina el horizonte como un dibujo puntillista y convierte los edificios más lejanos en presencias nebulosas, inciertas, fantasmagóricas.
Así que el Burj Khalifa está ahí, por encima de todos y de todo, y todos lo saben, aunque al final terminen por no verlo nunca o casi nunca. Por siquiera buscarlo en la distancia en medio de sus rutinas cotidianas, de sus existencias mucho más enfocadas en las cuestiones terrenales que en la poética lejanía.
Incluso, por ignorarlo, por cubrirlo con su propio velo neblinoso.
Hasta un cubano recién llegado puede olvidarlo por completo. Luego de hacerse selfies junto a la mole a poco de bajar del avión, de filmar sus ostentosos espectáculos de luces y fuentes para mostrarlos a sus familiares y amigos en la isla, lo cierto es que a uno no le resulta muy difícil desentenderse de la icónica torre.
La verdadera Dubái, la populosa y cosmopolita, respira en sus calles y su gente, en sus mercados y estaciones del metro, en sus multitudes llegadas de medio mundo. Es allí, a la altura de la arena y el pavimento, y no en la engreída cumbre del Burj Khalifa, donde transcurre, definitivamente, la vida.
Desde mi balcón en Dubái tampoco puedo observar casi nunca el mar. Aunque sé que está ahí, en el horizonte que me escamotea la neblina arenosa.
A veces, en los días más claros, en las horas más nítidas, su límite azulado logra ser algo más que una línea borrosa, que una franja gris que se confunde con la franja gris del cielo. A veces, muy pocas, su azul más intenso emerge victorioso sobre la niebla como una confirmación de su existencia ineludible, de su poder.
Todas las mañanas, cuando salgo al balcón, lo primero que hago es intentar hallar el mar en la brecha visual que me ofrecen dos edificios cercanos. En el rectángulo que delimitan sus paredes y el cielo, justo por encima de las bóvedas acristaladas del Mall of the Emirates. En muchas ocasiones no tengo suerte, pero en algunas, sí.
En esos días, en esos momentos afortunados, incluso el cielo recupera su tono natural —aunque casi siempre sin nubes, salvo en días contados o de lluvia, que los hay— y uno puede llegar a creer, feliz, que ya no volverá a perderlo. Que será siempre y completamente azul. Aunque al final no lo haga.
Desde que llegué a Dubái hace unas semanas pienso más en el mar de lo que lo hacía en La Habana. Tal vez más de lo que lo he hecho alguna vez en mi vida.
Nunca he necesitado mucho de ese vínculo —a fin de cuentas, nací y crecí en Camagüey, una ciudad mediterránea en la que el mar poco o nada importa—; sin embargo, saber de alguna forma que está allí, en algún lugar cercano, siempre me ha transmitido tranquilidad. Y en La Habana estaba allí, como también lo estaba en Santiago, diáfano y azul en el horizonte si alguna vez se ponía a tiro de mis ojos.
En La Habana o en Santiago —ciudades donde he vivido la mayor parte de mis años—, podía pasar días, semanas, sin ver el mar, sin buscarlo. Pero luego, fortuita o voluntariamente, mis pasos me llevaban hasta algún sitio que me sirviera de atalaya, o hasta la frontera misma de la tierra y las olas. Y cargaba las pilas.
No era difícil para mí, caminador como soy allí donde es mejor confiar en los pies que en el maltrecho sistema de transporte. Pero en Dubái pasa el metro cada pocos minutos, y hay ómnibus con paradas refrigeradas y pizarras lumínicas que anuncian cuánto falta para la próxima guagua, y taxis de techos coloridos que merodean despaciosamente las calles en busca de clientes. Y apenas camino.
En Dubái, una urbe que se extiende a lo largo de la costa, pero crece hacia dentro, hacia el desierto, no es necesario moverse mucho para resolver las cuestiones más básicas de la existencia. O para casi nada. A menos que el trabajo, alguna gestión oficial, o tus deseos te lleven a hacerlo.
Hay tiendas, mercados, hospedajes, lugares de comida, barberías, clínicas, gimnasios, y mil negocios más en cada manzana, en cada barrio. También las zonas turísticas, los distritos de más caché —con sus hoteles de lujo y sus mansiones y megaedificios—, tienen sus propios sitios, a la altura de sus cuentas bancarias.
Por demás, las distancias, las intermitencias urbanas —cubiertas por industrias, almacenes y no pocas obras en construcción— y, sobre todo, el sofocante sol que escuece la piel desde temprano en la mañana hasta la caída de la tarde, no invitan mucho a exploraciones y caminatas. Así que andar a pie por cualquier motivo y dar de repente con el mar, o con una vista del mar, no es precisamente cosa fácil.
Tiene uno entonces que, en un día libre, en un horario de menos sol, moverse hasta la costa, hasta alguna playa pública —otras, muchas, pertenecen a los hoteles o propietarios privados—, y quitarse las ganas. Dejar que la vista se lance sobre el mar, mientras los pies pisan la arena caliente o se adentran en el agua. Y ser feliz.
O tiene uno, si es mitad de semana y la añoranza por el azul se hace más persistente, que otear el horizonte entre dos edificios y esperar que la niebla te regale al menos una tenue, aunque identificable, mancha azulada. O que el cielo pierda por un rato su pátina grisácea e hiriente y se parezca a lo que debería ser.
Pero el cielo de Dubái, definitivamente, no es como el cielo de La Habana.
Si Nueva York es la Babel de Hierro, Dubái bien podría ser la Babel de Arena.
La metrópolis emiratí, la radiante vitrina de los Emiratos Árabes Unidos para el mundo —en la que viven personas de casi todo el planeta y donde se habla la mar de idiomas al mismo tiempo—, está construida literalmente sobre la arena y la arena está en todas partes: en el suelo, en el aire, en la extensa orilla del mar, bajo las carreteras y edificios, y también sobre ellos, dentro de ellos.
La arena vuela, se expande, invade, desembarca silenciosa y persistente sobre todas las cosas. Viaja gratis en el viento y cae donde le place, sin pedir permiso, sin distinguir entre los populosos distritos de migrantes y los exclusivos barrios locales, entre los mercadillos y mezquitas y los lujosos hoteles y malls, donde coexisten todas las marcas y productos habidos y por haber, en plena apoteosis capitalista.
La arena llega desde el desierto que rodea la ciudad y amenaza con engullirla, mientras la propia ciudad crece hacia él, lo busca, lo empuja tierra adentro, en una lucha constante, en una pulseada entre naturaleza y civilización en la que pareciera que Dubái lleva la delantera. Pero el desierto es voluntarioso y paciente.
Uno puede llegar a olvidarse por completo de la arena, como puede llegar a olvidarse del Burj Khalifa, pero como el inmenso torreón puntiagudo, símbolo máximo del —al menos momentáneo— éxito tecnológico y civilizatorio sobre el desierto, la arena, a fin de cuentas, está ahí. Y seguirá estándolo.
Basta para comprobarlo con buscar el mar desde el balcón cada mañana y chocar en el horizonte con la pasta arenosa que lo desdibuja. O con barrer poco después el cuarto y el propio balcón y sacar de cada esquina, de cada rincón, los pequeños granos reunidos, escondidos como polizontes cargados por el viento y los zapatos.
O basta con mirar hacia el piso, hacia las calles, hacia los bordillos y canteros donde la arena se acumula y desde donde se levanta y se mueve con la brisa caliente y se deja llevar aquí o allá, para desdicha de los encargados de la limpieza.
O basta asomarse a los huecos en las aceras —sí, los hay, con basura incluso, y sacos, y colillas de cigarro—, a las oquedades y hundimientos de los adoquines, para descubrir el colchón de arena sobre el que se asienta la metrópolis.
Sobre esa base se ha levantado la ciudad y se sigue haciendo. Se han construido rascacielos increíbles, y autopistas, y puentes, y sitios tan sorprendentes como el Museo del Futuro, y edificios de todas las formas y tamaños, en un triunfo de la ingeniería y el dinero, una alianza de la que Dubái puede presumir sin sonrojarse.
Para un desconocedor de la industria constructora, de sus técnicas e innovaciones, que esta urbe sea lo que es y proyecta ser, que haya desafiado una y otra vez los límites arquitectónicos imaginados, se antoja como una revelación. Casi un milagro. Y si uno viene de Cuba, donde más de 20 pisos es algo extraordinario, mucho más.
Aunque ciertamente no hay milagro como el de la vida. Y la vida también aflora en la arena, por pura perseverancia o con ayuda de la voluntad y el ingenio humanos.
Gracias a ello, en Dubái también hay granjas y parques arbolados, palmeras y arbustos en paseos y avenidas, jardines y canteros floridos alrededor de hoteles y centros comerciales, con sistemas de riego que serpentean en la arena. Y gracias a ello, mi esposa y yo también tenemos en el balcón nuestra propia planta, chica y resistente, con pequeñas flores rojas que suavizan el paisaje y alegran el día.
Cuando el sol aprieta o el viento sopla con fuerza, la entramos al cuarto para protegerla. Cuando cae la tarde, volvemos a sacarla al balcón y miramos otra vez al horizonte.
Allá, en la distancia, un círculo incandescente se sumerge veloz en el mar y la niebla, y tiñe, imbatible, de rojo el cielo. Mientras, las luces artificiales se encienden al unísono, y la noche cae de golpe sobre una resplandeciente Dubái.
Excelente artículo de Eric Caraballoso sobre la Babel de Arena. Muy informativo y ameno, con mucha saudade por el mar -no es para menos… Tengo mi apto en Miramar, en La Copa, con el océano Atlántico a 300 metro y vivo en un condominio en una colina en PR desde donde diviso el mar desde nuestro penhouse. Y aquí llega el polvo del Sahara. El Caribe es el Caribe. Gracias por esta semblanza.