La recién finalizada Convención Nacional Republicana ha sido un evento marcado por el triunfalismo y el voluntarismo. Y puesto en gran medida a repetir las consabidas mentiras de Donald Trump, ahora mismo receptor de un “estado de gracia”, una euforia de sus seguidores sin precedentes después que sobreviviera al atentado del pasado 13 de julio. Fue un evento cuidadosamente facturado en términos de imágenes. Una de ellas, situar a varios afroamericanos en el estrado en abierto contrataste con los delegados, abrumadoramente provenientes del mundo blanco, anglosajón y protestante (grupo conocido como WASP, por sus siglas en inglés).
Pero posiblemente entre esas imágenes ninguna sea tan atractiva como la del flamante candidato a vicepresidente J. D. Vance, empezando por una biografía que es, en sí misma, una suerte de apología del populismo.
Vance hizo su debut en la Convención con un discurso que subrayó sus raíces y su educación en los Apalaches. “Nunca en mi imaginación más loca hubiera creído que estaría aquí esta noche. Crecí en Middletown, Ohio, un pequeño pueblo en el que la gente decía lo que pensaba, construía con sus manos y amaba a su Dios, su familia, su comunidad y a su país con todo el corazón. Pero también era un lugar que había sido dejado de lado y olvidado por la clase dominante estadounidense en Washington”.
No podía dejar de mencionar, claro, su tiempo en la Infantería de Marina ni de apoyarse en emotivas historias de su familia y su abuela, “dura como un clavo”, y en las luchas de su madre soltera contra la adicción.
Por supuesto, hubo elogios a Trump, destacando el momento en que el expresidente levantó el puño en el mitin de campaña de Pensilvania, después de casi perder la vida. “Miren esa foto suya desafiante, puño en alto. Cuando Donald Trump se puso de pie en ese campo de Pensilvania, todo Estados Unidos lo apoyó. Incluso en su momento más peligroso, estábamos en su mente”, dijo Vance. “Su instinto era para nosotros. Para llamarnos a algo más elevado”.
La movida del péndulo
Autor de un libro de memorias sobremanera popular en 2016 (Hillbilly Elegy), donde cuenta su historia personal en el ambiente del Rust Belt (Cinturón de Óxido, término que en la cultura estadounidense remite a una industria “oxidada” debido al impacto de la desindustrialización, la pérdida de población y la decadencia de la siderurgia, la industria automotriz, la manufactura y la minería del carbón), su mensaje fundamental fue el típico: solo mediante su propia fuerza de voluntad los estadounidenses que viven en regiones con dificultades económicas y sociales pueden mejorar sus vidas. Entonces, sin embargo, era un furibundo antitrumpista.
En comentarios promocionando su libro, dijo que Trump había aprovechado o explotado los miedos y prejuicios de los votantes blancos de la clase trabajadora. “No soporto a Trump porque creo que es un fraude. Creo que es un fraude total que está explotando a esta gente”.
Más tarde, en septiembre de 2016, argumentó que las políticas de inmigración que prometía Trump, como la “Gran Muralla Mexicana”, eran demasiado simplistas y condenadas al fracaso. “En el centro del mensaje de inmigración de Trump está que si tuviéramos menos inmigración, tendríamos empleos mucho mejores”, dijo. “Creo que es mucho más complicado. Mi propia sensación es que Trump, definitivamente, simplifica estos problemas. No creo que si se construye un Gran Muro mexicano, de repente todos estos trabajos en las acerías regresen al sur de Ohio”.
En ese contexto, durante las primarias republicanas de 2016, Trump estaba recibiendo fuertes críticas de varios competidores (y sus alrededores), muchas veces bastante más allá de lo habitual. Digamos brevemente que el senador Ted Cruz lo llamó un hombre “completamente amoral”; otro senador nombrado Marco Rubio dijo de él: “Los amigos no permiten que sus amigos voten por estafadores”. Y un último senador, Lindsey Graham, advirtió que si Trump fuera el candidato, “seríamos destruidos… y lo mereceríamos”. Pero, en definitiva, todos acabarían por mover el péndulo hacia otro lado, al ritmo de las entusiastas huestes de MAGA.
El candidato a vicepresidente fue parte ese proceso, pasando de never trumper a paje del rey y, por consiguiente, borrando de los récords sus declaraciones heréticas. Por ejemplo, haber llamado al entonces candidato republicano “un idiota” y advertido a sus correligionarios cristianos que “todo el mundo está mirando cuando nos disculpamos por este hombre”. O haberse preguntado si era el “Hitler de Estados Unidos”. O decir, una vez electo, que era un “desastre moral”. O calificarlo de “fraude total”. “Trump es un imbécil cínico como Nixon”. Borró de la web todavía más improperios, esta vez ligados a la toxicidad: Trump era “heroína cultural” y “otro opioide” para la clase media de Estados Unidos.
Pero en 2020, Vance abrazó plenamente a Trump mientras aspiraba al Senado de Ohio. Compitió duramente por tener su respaldo. Y finalmente lo recibió…
Fue como una epifanía. “Dije esas cosas críticas, me arrepiento y lamento haberme equivocado con ese hombre”, le dijo a Fox News en 2021. En una declaración a CNN citó los “muchos éxitos en el cargo” de Trump. Y añadió: “Estoy orgulloso de ser uno de los más firmes partidarios de Trump en el Senado y haré todo lo que esté a mi alcance para garantizar que el presidente Trump gane en noviembre. La supervivencia de Estados Unidos depende de ello”.
Poniéndole la tapa al pomo, en febrero pasado, como queriendo asegurar su inclusión en la boleta republicana, subió la parada. Dijo que no habría certificado las elecciones de 2020 si hubiera sido entonces el vicepresidente de Estados Unidos; es decir, que se habría negado a certificar las elecciones aquel del 6 de enero de 2021, como lo dictamina la Constitución, si hubiera estado en el lugar de Mike Pence.
“Si hubiera sido vicepresidente, le habría dicho a estados como Pensilvania, Georgia y tantos otros que necesitábamos tener listas múltiples de electores”, le dijo a ABC News. Y ratificó su condición de election denier: “Y creo que el Congreso de Estados Unidos debería haberlo hecho”. Luché por ello desde allí. Esa es la forma legítima de lidiar con una elección que mucha gente, incluyéndome a mí, cree que tuvo muchos problemas en 2020. Creo que eso es lo que deberíamos haber hecho”.
Lo demás fue asumir el puro credo ultraconservador. “Soy provida. Quiero salvar a tantos bebés como sea posible”. Siempre sin dejar de adular al tambor mayor. “Y, claro, creo que es totalmente razonable decir que los abortos tardíos no deberían ocurrir con excepciones razonables. Pero creo que el enfoque de Trump aquí es tratar de resolver un tema muy difícil y, de hecho, empoderar al pueblo estadounidense para que lo decida por sí mismo”.
En síntesis, su discurso de aceptación forma parte del acto final del proceso de transformación del Partido Republicano en el partido de Trump. Dicho de otro modo, el de elevarlo de líder político a un ser privilegiado protegido por el mismo Dios. Un delegado a la Convención fue bien claro al respecto, entre otros muchos. “Creo que el presidente Trump es una figura transformadora, un hombre de destino a quien Dios salvó providencialmente de la muerte el sábado”, dijo Ed Tarpley, un delegado de Luisiana. “Se le ha encomendado una misión especial en nuestro país. La mano providencial de Dios ha elevado a Donald Trump a un estatus diferente”.
Esos son los republicanos de su tipo, por oposición a los llamados tradicionales, prácticamente desplazados por esta nueva ola de operadores políticos al uso. Querían un partido-culto a la personalidad, y ya lo tienen. Si acaso llegaran a triunfar en noviembre, estarían inaugurando la primera presidencia imperial desde el advenimiento de la República hace más de dos siglos.
Esa y no otra es la encrucijada en que se encuentra Estados Unidos hoy.