Cuando yo era chiquito me hice adicto al Tesoro de la Juventud, la enciclopedia juvenil en 20 tomos que guardaba mi abuelo Benito en su librero. Aunque tenía puertas de cristal con llaves, me dejaban abrirlo a mí solo, e ir sacando los tomos uno a uno, como en una biblioteca circulante, para escudriñar con cuidado sus hojas, en busca de mis secciones favoritas. Juegos y pasatiempos; el libro de los por qué; costumbres, países y maravillas del mundo; narraciones extraordinarias; biografías de personajes ilustres; mitologías griegas, germánicas, nórdicas; avances de la ciencia.
Entre mis recuerdos indelebles está cómo hacer un globo aerostático de papel de China, perfume de pétalos de rosa, un periscopio con espejos y un tubo de cartón, un telescopio con espejuelos y lupas viejas, un botecito que se movía solo. Casi todos, menos el periscopio, fueron un fracaso. Pero aprendí muchísimo, incluyendo lo que no me salió bien. Por cuenta propia, como se diría hoy.
En aquella época remota ya había radio y televisión, cualquier cantidad de periódicos, infinidad de muñequitos (historietas, tebeos o cómics), cines de barrio donde estrenaban películas americanas, mexicanas, argentinas, y a veces, italianas y francesas (nunca aprobadas para menores). Pero leer aquellos periódicos diversos, oír radio y ver televisión cada día, ir al cine todas las semanas, devorar toneladas de muñequitos, no se consideraban estar aprendiendo, ejercitando las mentes ni fomentando cultura. Para eso estaban los libros.
No estoy por “aquel mundo feliz”, “los valores de entonces”, “mi maestra de quinto grado” y otras memorias selectivas que trillan el pasado, idealizándolo y olvidando restricciones, rigideces, prejuicios. Si los avances de la ciencia nos han traído un presente automatizado y fácil, donde la Inteligencia Artificial amaga con reemplazar el ejercicio de la otra, tampoco hay que tirar por la ventana, digamos, leer libros y revistas en pdf o epub, o escucharlos en audio; ver documentales, series y películas; consultar enciclopedias en cuestión de segundos; todo eso sin moverse de donde uno está ni pagar lo que costaban. Claro que no.
Vale la pena, sin embargo, volver sobre otras diferencias más profundas en las experiencias de aprender el mundo.
El sujeto lector del Tesoro buscaba, seleccionaba, volvía atrás, revisaba, se iba abriendo su propio camino, abría y cerraba a voluntad aquel océano de cosas que permanecían ahí, dispuestas a dejarse ver y leer. En aquellos libros estaba el mundo, fijado en imágenes y textos escogidos. Si alguien le preguntaba lo que estaba haciendo, podía explicarlo, porque sus descubrimientos seguían una ruta, un orden de afinidades y preferencias.
Digamos que dos lectores de la misma edad no estaban predeterminados a escoger los mismos países, tradiciones, héroes, aventuras, historias, mitologías, culturas. Aunque esas diferencias estaban condicionadas por cómo ellos se socializaban, en sus familias, barrios, escuelas, grupos de amigos, sus búsquedas eran activas, según rutas que ellos elegían y seguían.
En cambio, la mayoría de los espectadores de medios digitales reciben sin quererlo avalanchas de imágenes que supuestamente dicen más que mil palabras, con asuntos que los arrastran y distraen constantemente de lo que buscaban —si es que buscaban algo. En efecto, aunque la metáfora de “la navegación” sugiere timonear, orientarse, elegir una ruta, el navegante digital a menudo es llevado por la corriente, o está a la deriva, en un flujo constante de imágenes y acontecimientos que le narran el mundo.
Los expertos en este fenómeno enfatizan en la mecánica que lo gobierna, el “algoritmo” que asigna temas e induce visiones privilegiadas, en oposición a la masa de información disponible que está ahí esperando para ser libremente escogida. Este enfoque alerta sobre cómo los medios digitales están diseñados, y convoca a una conciencia crítica para lidiar con ellos. La pregunta de fondo, en términos prácticos, es si esa conciencia basta para modificar el patrón de fuentes y enfoques con que la mayoría, incluidos muchos intelectuales, se representan el mundo.
Quiero decir que, más allá de las mañas de los medios para colarse en nuestras mentes, el problema de base es la pasividad del sujeto, que condiciona su capacidad para reaccionar, discernir, dudar, comparar. Me dirán que esa pasividad se deriva de la hegemonía, remachada por la globalización, que hace prevalecer medios de alcance mundial, e instituciones que reproducen la cultura política del sistema capitalista y sus valores. Etcétera.
Por supuesto, diría yo; pero, ¿cómo hacemos para no quedarnos en ese momento crítico antihegemónico? ¿En qué medida es posible armar y consolidar una representación alternativa del mundo en que vivimos? Digamos, ¿cómo pensarlo con otras cabezas?
Serían preguntas en un debate que despejara ideas útiles para entender el mundo. Me limitaré a glosar un ángulo de ese debate, relacionado con la geopolítica, los intereses que la gobiernan, y su reconfiguración. Para aterrizar, usaré un par de casos de actualidad.
Acaban de pasar, o más bien están pasando las elecciones en Venezuela. A reserva de poder comprender los entresijos de la política interna, sus corrientes, manejos y forcejeos, entre los dos bandos y también dentro de cada uno, visibles e invisibles, el contexto internacional está jugando un papel inusitado, quizá mayor que en ninguna otra elección anterior en nuestro hemisferio.
¿Por qué “este fraude electoral” es más virulento que, digamos, el de México en 1988 (o 2006)? ¿Qué el de Perú, en 2000, donde las propias encuestadoras estuvieron involucradas y manipularon sus resultados ostensiblemente? ¿El de las elecciones de Haití en 2010, con arrastre de violencia y descrédito internacional? ¿El del estado de Florida en 2000; o la acusación de fraude del candidato oficialista en 2020, que desembocó en el asalto al Congreso en 2021?
Una parte del mundo se ha alineado ante el proceso venezolano según intereses muy políticos. En primer lugar, un número de Gobiernos se han adelantado a declararlas fraudulentas antes de que se cumpla el periodo establecido por la ley para el fallo —lo que constituye un acto de injerencia—, incluidos EE. UU., la UE, y algunos con imagen de centro-izquierda, como Chile.
Las dinámicas internas de cada país, y en particular el temor ante sus derechas opositoras —algunas muy poderosas— han influido en estas reacciones. En especial cuando los consensos han estado expuestos al efecto de grandes emporios informativos, como CNN, que suscitaron recelo sobre el proceso electoral desde antes que se iniciara.
La mayoría abrumadora de las visiones que circulan en los medios internacionales no han sido obra de venezolanos que residen en Venezuela, u observadores internacionales que accedieron al proceso electoral, o de expertos en votación electrónica conocedores del sistema venezolano y sus características, o de analistas políticos que no sean opositores abiertos al Gobierno.
En lo que atañe al tema de este artículo, la cuestión podría resumirse así: ¿De qué fuentes disponen los simples ciudadanos para formarse una visión crítica e informada de lo que ha estado pasando? Es decir, fuentes al margen de las declaraciones oficiales en contra o a favor, de los grupos de solidaridad y de las acciones injerencistas.
Digamos, en Cuba, ¿cómo pueden los cubanos, contrastar ese barraje antichavista que domina las redes sociales? ¿Cómo disponer de visiones analíticas y documentadas sobre el proceso, que incluyan sus déficits y discrepancias, sin “llevar agua al molino del imperialismo y sus secuaces”? Por ejemplo, de analistas como el profesor venezolano Sergio Rodríguez Gelfenstein, el argentino Claudio Katz, el español Juan Carlos Monedero, útiles para quienes buscan formarse una opinión, aunque no coincidan con todas las políticas del Gobierno venezolano, ni oculten sus fallas.
Pues en el mundo de hoy construir una interpretación alternativa creíble exige que sea crítica y se fundamente en algo más que lealtades ideológicas.
Mi segundo ejemplo se refiere al probable desenlace de las elecciones en EE. UU., desde la perspectiva de otro aliado de Cuba, la República Popular China (RPCh).
Al parecer, la preocupación por las elecciones estadounidenses no solo es nuestra, como creen algunos amigos míos, que le atribuyen a Cuba una especie de “fijación” o “dependencia” de lo que pase al Norte. Países de tamaños y pelajes políticos muy diversos parecen coincidir en esa “fijación”, sin bien de manera a veces muy diferenciada.
Digamos, los comentaristas chinos no esperan que el candidato a vicepresidente demócrata que ha enseñado cursos sobre la RPCh, residido e impartido clases en Cantón, coordinado programas de estudiantes estadounidenses a ese país, y que puede conversar en su idioma, incline la balanza a una mejor relación. No solo por la virulencia del clima de la campaña, sino porque su selección como candidato no parece indicar que sus nexos con China cuenten para nada.
Según Zha Doijong, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Beijing, la política hacia China debe “seguir su curso”, que es el mismo de Trump y de Biden; más marcado por la preocupación de las exportaciones chinas al mercado de EE. UU. y otros tópicos económicos que por ningún otro.
En otras palabras, a pesar de que Tim Walz, según Trump y los suyos, es un “agente comunista de China”, el consenso entre profesores que estudian esas relaciones en la Universidad Renmin y la Academia de Ciencias, es que no será un issue en la campaña.
El propio Zha apunta que “los conflictos en Medio Oriente y Ucrania parecen preocupaciones más inmediatas en política exterior” que las relaciones con RPCh. En esa dimensión no económica, sino geopolítica, la visión china puede ser más distinta y diferente que las de muchos.
En efecto, según Wang Xiangwei, profesor universitario en Hongkong, veterano analista internacional y exdirector de South China Morning Post, la probabilidad de “un Trump 2.0 tendría profundas ramificaciones en cómo China conduciría la visión de Xi acerca de la Reforma y apertura” (avaladas en el III Pleno del PCCh), pero también “podría operar geopolíticamente a favor de Beijing”.
Ese tópico, discutido a puerta cerrada en el III Pleno, implicaría que aunque las relaciones bilaterales bajo Trump no mejoraran, su proyección global de política exterior podría repercutir a favor de China. Entre otros puntos, por el enfriamiento del apoyo estadounidense a Taiwán en materia de seguridad nacional; las tensiones en torno a los gastos de la OTAN con la UE, que debilitarían políticamente al bloque, dándole a la RPCh oportunidad de mejorar relaciones con Europa, recuperando el espacio perdido por su postura ante el conflicto ruso-ucraniano; y finalmente, legitimar su rol de mediador, por el que parece estar transitando con la anuencia de EE. UU., sin afectar su alianza con Rusia.
Según esta visión muy de realpolitik china, a diferencia de los creyentes en encuestas y mítines que celebran el ascenso de Harris y Walz, el PCCh no solo estaría preparándose para un triunfo de Trump, sino para jugar con las piezas negras en el tablero geopolítico que emergería de esa alternativa.
Estos dos casos, ambos aliados de Cuba, nos recuerdan que el mundo no se reduce a un vecindario; ni las relaciones entre Estados responden a las que rigen entre las personas. En el vecindario tenemos amigos, conocidos, extraños o recién llegados, confiables y decentes, o lo contrario. El mundo real, en cambio, abarca un abanico diferenciado de aliados, socios, interlocutores, y también, naturalmente, enemigos y amigos. Y los intereses, no solo los valores, juegan un papel clave en la conducta de países grandes y chiquitos.
Leer ese mundo como un gran teatro, por donde desfilan ideologías y personajes, jugando a que lo tuviéramos en la mano y pudiéramos predecirlo, es un ejercicio fútil y pretencioso.
Indagarlo con la mente abierta para descubrir cosas y visiones distintas, como en aquellos libros inacabables de antaño, sigue siendo el camino hacia su dinámica incesante, más allá de nosotros y nuestras creencias. Y para aprender a navegar en ella.