Cuando Dayramir González (La Habana, 1983) llegó al Berklee College of Music, en Boston, Massachusetts, sabía que estaba logrando algo histórico. Era el año 2010. Por primera vez un músico cubano radicado en Cuba accedía por medio de una beca a la universidad más importante del mundo en el campo de la música.
En ese momento, el joven pianista ya cargaba sobre sus hombros un legado notable: su paso por el grupo Diákara, de Oscar Valdés; premios en el concurso internacional de jóvenes jazzistas “Jojazz” en 2005 y 2006, un debut discográfico Dayramir y Habana Entrance (2007), y participación en las orquestas Klímax y Havana D’ Primera. Pero la estancia en Berklee fue determinante. Dayramir se proponía empeños mayores.
Este 2024 el pianista está celebrando sus primeros 25 años de trabajo creativo.
En cinco lustros Dayramir González ha contado su historia a través del piano. Es reconocido, dentro y fuera de Cuba, como uno de los más talentosos de su generación. La diversidad expresiva puede apreciarse tanto en sus composiciones como en los artistas que convoca a trabajar a su lado. Con el paso del tiempo, este creador ha perfilado una voz propia en el jazz afrocubano y la pianística de la isla.
Nació en el Cerro, La Habana, pero hoy transita las calles y escenarios de Nueva York, donde reside desde hace algunos años.
La vorágine de la Gran Manzana, sin embargo, no le resta tiempo a Dayramir para pensar en proyectos artísticos, educacionales, o personales, que constantemente lo traigan de visita a su ciudad natal y al público que lo disfruta en cada oportunidad que se presenta.
Así sucedió en la más reciente presentación del artista, en julio pasado, en un concierto a modo de descarga entre amigos ocurrido en la sala del Museo Nacional de Bellas Artes. Allí el creador combinó piezas del repertorio del piano cubano, hizo homenajes a figuras como Pablo Milanés, y tocó obras de su más reciente producción discográfica V.I.D.A (Verdad, Independencia, Diversidad, Amor) (2024), con la cual está celebrando el aniversario de su debut profesional.
“El nombre es V.I.D.A por conceptos que han sido imprescindibles en mi desarrollo como artista y ser humano”, comentó Dayramir a OnCuba en una conversación, en su casa familiar en Nuevo Vedado, a inicios de este año, cuando todavía el disco no había sido lanzado.
“Si eres honesto con tu creatividad, nadie puede contar tu historia mejor que tú. La mía nadie la cuenta mejor que yo”, me aseguró el compositor, mientras desgranaba los motivos expresivos de este disco, disponible en las plataformas digitales desde mayo.
“Celebro la verdad del músico que soy: un pianista de jazz afrocubano, negro, yoruba, amante de su país, que disfruta venir y ver a su familia, a su público. La independencia se refiere a mi autonomía como artista, al hecho de que hoy tengo el control de mi carrera, conozco mi negocio inside out. El amor, por su parte, siempre ha estado en mi camino. Diversidad porque soy negro y vivo en una sociedad donde hay que seguir trabajando este elemento en todas sus formas: racial, de género, musical, artística, para que haya espacio para todos”.
En V.I.D.A. doce temas hacen que su piano converja, como ha sido costumbre en producciones anteriores, con amigos que han formado parte de su desarrollo como artista y músico de primera línea. Ahí están Daymé Arocena, Pedrito Martínez, Jadele McPherson, Edrey Ogguere y otros intérpretes que se van sumando a la gran fiesta que es este cuarto fonograma suyo.
En él se puede escuchar “Rosas y Dahlias”, junto a su hija pequeña; su versión de “El Manisero (The Peanut vendor)”; “El Principito”, dedicado a su hijo mayor; las referencias a la experiencia con Habana Entrance; su mano a mano con Pedrito Martínez en “Transiciones en azul”, dedicado a Yemayá. Hay sabrosura en ese disco, “pa’ comer y pa’ llevar”.
Dayramir despliega, una vez más, sus capacidades y demuestra su habilidad para ser sui géneris, no solo sobre el escenario, también en cada uno de sus proyectos, como sus anteriores producciones Dayramir y Habana Entrance (2008), The grand concourse (2018) y Tributo a Juan Formell y Los Van Van (2021).
Desde el santuario del pianista
“En esta casa me despidieron mis padres el día que partí a los Estados Unidos, a estudiar en Berklee College of Music. Este es el santuario”, recuerda Dayramir González Vicet, mientras señala a una pared plagada de cuadros y fotografías que recogen momentos de su trayectoria musical; también la de su hermano, Diango Raul Vives Vicet, trompetista. Las imágenes están sobre un piano Yamaha, en la sala de la casa de su madre en Nuevo Vedado.
Son las primeras horas de la mañana de un día de enero de 2024, durante las jornadas de la más reciente edición del Jazz Plaza. El artista recibe a OnCuba en medio de frenéticas gestiones para atender todo cuanto lo ha traído, nuevamente, al festival. Fiel al evento más importante del jazz en Cuba, Dayramir acude con una esperada novedad.
“El arte del piano cubano”, —un proyecto que Dayramir está girando por el mundo y pretende convertir en álbum— en esta ocasión, fue uno de los platos fuertes del evento, que juntó sobre la escena a pianistas cubanos y foráneos para mostrar la amplia gama de estilos del instrumento en la isla, que van desde el jazz afrocubano contemporáneo hasta la música del siglo XIX y sus vínculos con el jazz de Estados Unidos.
Se sumaron a González el cubano Jorge Luis Pacheco, el estadounidense Emmet Cohen y la suiza Manon Mullener. “Es la oportunidad de que ellos se acerquen a nuestra música, al sentimiento de la pianística cubana. Admiran nuestra música, pero traen su propio sabor y contemporaneidad”, aclara.
“Siento que tengo parte de responsabilidad en regresar a La Habana, al menos una o dos veces al año, y traer conmigo a muchos de los pianistas que están por el mundo haciendo carreras increíbles. El año pasado fueron Aaron Golberg, el saxofonista Chad Lefkowitz Brown, y este año Manon Mullener, que está haciendo una carrera sensacional, así como el formidable Emmet Cohen.
“Hay muchas referencias que yo tuve cuando estudiaba aquí en la escuela. Ernán López-Nussa, Chucho Valdés, Pancho Terry y Bobby Carcassés estaban muy activos en la escena de acá y los jóvenes teníamos una referencia directa definitoria. Ha habido un éxodo de artistas y mentes brillantes, y la generación de ahora no tiene una referencia tan cercana de la excelencia. Ya los ‘Chuchos’ no están aquí. En mi época era un privilegio ver, por diez pesos cubanos, al hijo de Bebo tocar todos los fines de semana en un lugar distinto. Era tremendo”.
Dayramir González es elocuente. No deja pregunta sin respuesta. A lo largo de dos horas, este músico de 41 años conversa de distintos temas con la naturalidad de quien recibe en su casa una visita familiar.
Habla sobre la necesidad que tiene la música culta de ser más atractiva y el performance de conectar con la audiencia. Recuerda su Tributo a Juan Formell y Los Van Van (Producciones Abdala, 2021) como una deuda saldada con el legado del compositor cubano, que tanto influyó en su generación. “Hay que hacerle un homenaje grande a Chucho e Irakere. Me encantaría poder organizar algo y rendir esos honores acá”, dice.
Rememora entonces el concierto de 2012 en el Carnegie Hall, cuando Chucho Valdés lo invitó a representar a la joven generación del jazz cubano, para participar en el Voices of Latin America Series.
Durante nuestra charla, para explicar una melodía, la tararea o extiende la mano, sentado en el sofá, para tocarla en el Yamaha. Asegura orgulloso que su hijo, de 8 años, estudia en la escuela elemental de música Manuel Saumell, en La Habana, porque “le encanta la música y en Estados Unidos el estudio de este arte, cuando eres muy pequeño, es muy solitario. No existen escuelas donde crear una comunidad para seguir ese camino. Además, acá la estructura de la enseñanza musical tiene una calidad probada y ha dado buenos frutos”.
La trayectoria de Dayramir González es un ejemplo para todos los jóvenes intérpretes que hoy se forman en los conservatorios cubanos, incluso para artistas en ciernes de otras latitudes. Sus mensajes y enseñanzas los lleva a estudiantes en conferencias y talleres, allá donde sea posible.
“A los jóvenes me encanta hablarles sobre cómo hacer la transición de estudiante a artista. El artista es el que trasciende, muestra un sentimiento e identidad, también a través de la palabra. Hay que ser un buen orador, porque la música sola no abre puertas. Cuando controlas lo que quieres contar, el público puede saber cuál es la historia detrás de esa obra. Pienso que los espectadores quieren escuchar la historia detrás del artista y muchas veces te das cuenta de que se crea una división entre el público y el performer, porque llegan y tocan, pero no dijeron ni una palabra.
“Cuando vengo a las escuelas de arte hablo con los estudiantes de la necesidad de conectar el alma y que sepan que de la forma que amen la música, ella los amará de vuelta. Los padres crean las condiciones para comprar un piano con sacrificio, pagar las clases, llevarte a los profesores, pero al final depende del niño encontrar esa llama en el alma para conectar con su instrumento. Hay herramientas para facilitar esa búsqueda y es necesario que no haya un hogar en silencio, que se ponga música incidental, que haya un constante sonar de la música para que, inconscientemente, el niño vaya desarrollando esa conexión, y la necesidad de la música haga que crezca esa llama”.
¿Cuándo encontraste tu llama creativa?
Desde muy pequeño. Mi conexión con el instrumento se produce por una necesidad propia de expresión; una necesidad de llorar con él. Había encontrado un refugio emocional a través del piano.
Mi madre —Magloiris Vicet— no es músico, pero todo el tiempo ponía música en casa. Entonces, desarrollé desde muy niño una conexión pasiva con esta forma de arte. Además, mi padre —Fabián González—, trompetista, me llevaba a sus ensayos con el Conjunto Rumbavana.
Para mí era un goce ir y ver al pianista del grupo tocando los montunos. Yo esperaba el fin de semana para que mi padre nos llevara a mí y a mi hermano a escuchar todo aquel sabor. Me interesaba ya en ese momento cómo sonaba el Do menor, y si le ponía una segunda, sonaba un poco más jazzístico, con más color.
Encontré una conexión espiritual con el instrumento que me permitió sortear muchos momentos de mi infancia y adolescencia. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 5 o 6 años y no tuvieron una comunicación muy fuerte hasta que tuve 16 o 27; tuve un accidente visual a los 6 años y fue también un proceso complicado.
Vivíamos en un barrio del Cerro habanero, El Canal, en los noventa. En ese contexto, el piano fue una forma de expresión maravillosa; me salvó. Yo me sentaba muchas horas ahí a estudiar y pensaba, “mientras más tiempo pase con este instrumento, menos tiempo tengo yo de lidiar con el mundo externo que no puedo controlar”. Entonces soñaba con tocar un día en el Carnegie Hall de Nueva York; me enajenaba por horas.
Hoy tienes 40 años y, trabajo mediante, has cumplido ese y otros sueños en la música. ¿Cómo recuerdas tus inicios en la academia en Cuba?
Yo comienzo con siete años en la escuela Paulita Concepción, en El Cerro. Recuerdo mucho el rigor que había en la escuela, el estudio de la composición y que se bailaba mucho. En el año ‘95 estábamos en pleno boom de la timba. Ese tiempo fue una oportunidad maravillosa para crecer: entre la música del mundo europeo clásico, que estudiábamos en la escuela, y la timba cubana, que se tocaba con un rigor musical increíble: Paulo FG, Manolito Simonet, Los Van Van.
Pero ocurrió algo. De 3er a 9no grado, en Paulita Concepción algunos profesores consideraron que mis manos eran muy pequeñas y que, por eso, yo no sería un gran pianista concertista.
Eso caló tanto en mi mente que perdí un poco el interés por estudiar cuando estaba en 8vo grado ¿Y qué pasó? Cuando me examiné para el pase de nivel, para el acceso al conservatorio Amadeo Roldán, no estaba tan preparado; quedé afuera. No ver mi nombre en la lista fue un choque emocional grande.
Me asignaron entonces una plaza para estudiar técnico medio en construcción civil en La Lisa y mi madre me dijo: “Vivimos en El Cerro. Aquí no se puede no estudiar, entonces en septiembre usted se va a su escuela de La Lisa, porque no sabemos qué sucederá después”. Yo, pianista desde que nací, amante de la música, cuando me vi en una clase que se llamaba Materiales de la construcción, me convencí más de que tenía que encontrar mi camino en la música.
Al poco tiempo, mi madre llegó y me dijo: “Tienes 20 días para prepararte porque la Escuela Nacional de Arte (Ena) abrirá plazas para ocupar instrumentos deficitarios”. En 20 días aprendí sobre varios instrumentos y comencé el nivel medio en contrabajo. Así estuve un año. Después pasé a estudiar piano.
En esa escuela mi vida tuvo un curso bastante positivo. Empecé con los profesores Huberal Herrera y Rosalía Capote, quienes salvaron mi técnica en el instrumento. Luego comencé a tocar con el grupo Diákara, del maestro Oscar Valdés.
Con Diákara tuve la oportunidad de componer, arreglar; hice mis primeros conciertos como profesional, sin la ayuda de mi padre, que siempre estaba cerca de mí. Fue una oportunidad de hacerme un poco más independiente.
¿Desde ese tiempo ya componías tu propia música?
Desde el comienzo veía cómo las energías cambiaban según la interpretación y quería controlarlas. Yo no las llamaba armonías, sino energías. Entonces me preguntaba cuáles debían ser las notas que hacían que la gente se sintiera de una forma u otra: eso lo fui controlando. Pude hacer la conexión de escucharlo en mi mente, tocarlo y después escribirlo.
La aspiración en ese momento con Diákara era lograr mi independencia. Mi sueño era poder tocar mi música al frente de la mayor cantidad de público posible y hacer la carrera que yo veía en alguien como Chucho Valdés. Irakere marcó un antes y un después en Cuba, musicalmente. Chucho se sentaba al piano y podía tocar desde composiciones de Chopin, Bill Evans, Chick Corea, hasta timba; podía escribir para cuatro o cinco metales, lo que fuera.
Cuba le debe mucho a Chucho Valdés.
Han pasado 25 años desde tu debut profesional ¿Cómo explicarías tu complicidad con el piano sobre el escenario?
Cuando tenía 16 años hice mi primer concierto oficial en el Teatro Amadeo Roldán; me sentí solitario sobre el escenario. Me sentía extrañamente desnudo tocando para el público.
Pero a mediados del concierto empecé a escuchar mi propia voz interior cuando tocaba y sentía como si estuviera en casa de mis padres, un lugar que me era familiar. Entonces empecé a desarrollar la costumbre de estudiar en casa el performance que luego interpreto sobre el escenario. Lo estudiaba y me escuchaba para, llegado el momento, no sentirme solo, no tener miedo. Practicaba mucho la energía previa al concierto, para lograr sentirme cómodo y sonreír.
Claro, el cosquilleo no se pierde. Cuando sientes esa cosquillita en el estómago es porque estás vivo, pero eso no se puede convertir en un sentimiento de tensión tan grande que no puedas tocar. Por eso hay que ensayar y estudiar al detalle lo que luego haremos para el público.
Pasaste por el Berklee College of Music. ¿Cómo recuerdas tu primer día en la universidad más importante del mundo para el estudio de la música?
Lleno de emociones, sin duda. Fue también bastante agotador, energéticamente, porque cuando llegas a la escuela te hacen exámenes que marcan tu desarrollo posterior en la academia. Se le llama placement audition: incluye exámenes de idioma y de armonía, arreglos, composición.
Fue una bendición esa oportunidad en Berklee. Caminando por la escuela, el primer día, me encuentro a Bobby McFerrin y me entero que su hija estudiaría conmigo, en mi aula de solfeo y armonía. ¡Increíble! Dos días después llega a la escuela uno de mis héroes musicales, el guitarrista Pat Metheny, con el pianista Brad Mehldau; tocaron en el teatro. Estar así, viendo a esos tótems en vivo, gente que escuchaba en mi discman, fue un sueño hecho realidad.
Otro regalo fue el acceso al estudio de una multiplicidad de lenguajes en la música. Yo estudié jazz en Cuba, pero no en la academia, sino de forma empírica: tú tienes tu comunidad, tus amigos y todo el mundo se va pasando los discos que tiene, poco a poco. Entonces, necesitaba ese impulso y que alguien me diera más formación, de la misma forma que en La Habana me ayudaron a entender el sonido de la música barroca, la música clásica y otros lenguajes. Pero no existe una escuela así en Cuba para el jazz.
Llegar a Berklee también reafirmó en mí el sentimiento de identidad cubana. Había muchas “islas” cohabitando allí: gente de Tiblisi (Georgia), de Jerevan (Armenia), Andalucía, Buenos Aires, tocando todos su propia cultura. Fue maravilloso ver eso. En medio de aquello tuve claras las respuestas a tres preguntas fundamentales que me hizo un profesor: “¿Quién eres? ¿Qué te hace distinto? ¿Cómo puedo ayudarte?”. Esas tres preguntas me marcaron.
¿Quién eres? Los valores que te inculcan tus padres, lo que te identifica, la música que escuchas, tus esencias, tu contexto. ¿Qué te hace distinto? Las decisiones propias que uno toma como individuo cuando va creciendo, los amigos que decides tener, la música que decides escuchar, qué individuo artística y socialmente eres a partir de tu adolescencia.
¿Dirías que tu paso por Berklee cambió, de alguna forma, el rumbo de tu vida creativa? ¿Serías el mismo artista, hoy, sin haber vivido esa experiencia?
Yo era alguien con muchos deseos de triunfar. Antes de llegar a Berklee participé en una gira de Chucho y Bebo Valdés en 2007, España. Toqué para 15 mil personas en la plaza de toros de Zaragoza y surgió la oportunidad de firmar un contrato con la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE).
Yo iba a quedarme fuera de Cuba en 2007, pero sentía que, aunque había tenido mucho éxito en España, tenía solamente 22 años; mi historia no estaba completamente dicha en Cuba todavía.
Mi carrera habría sido distinta si me hubiera quedado con 22 años, más inmaduro, en ese país, con el riesgo de perder todo lo que había hecho en mi carrera aquí en La Habana. Tuve la posibilidad de elegir.
Creo ahora que regresar a mi Habana fue la mejor decisión de mi vida; tuve tiempo de madurar ese primer disco de Dayramir y Habana Entrance (Producciones Colibrí, 2007), presentarlo aquí y asentar mi carrera; tocar en orquestas como Havana D’ Primera, Klímax, participar en la grabación de algunos de sus discos. Era importante tener un nombre propio en la música de mi país y devolver a mi gente lo que aprendí aquí. El pianista que soy hoy le debe mucho a todo lo que viví acá.
Estamos en tu casa familiar. Vives en Estados Unidos, pero visitas con frecuencia Cuba y te vemos un par de veces al año, mínimo, en escenarios de La Habana. Pero, ¿qué ha supuesto una ciudad como Nueva York para ti?
Berklee fue el ejercicio de identidad. Nueva York fue la puesta en marcha de esa conciencia de quién soy. Tocaba sobrevivir en una jungla, donde hay demasiada gente talentosa que llega a esa ciudad con las mismas ansias de triunfar que uno.
Lo primero que hice fue identificar cuáles eran los pianistas cubanos de mi generación que triunfaron en aquella urbe: Elio Villafranca, Manuel Valera, Axel Tosca Laugart, Aruan Ortiz, David Virelles. Todos llevaban tiempo en Nueva York, haciendo carrera. Yo llegué de último: había que pegarse.
Entonces pensé en qué podía proponer distinto a esos pianistas, para entonces separarme de ellos como cubano, negro, de conservatorio, yoruba, que viene de Ernesto Lecuona, Manuel Saumell, Ignacio Cervantes y al mismo tiempo de McCoy Tyner y Chucho Valdés. Me siento embajador de mi cultura. La oratoria, creo, también me hacía ser un artista diferente en el escenario; me permitía establecer otra conexión muy grande con el público.
Tu experiencia puede servir de ejemplo para cualquier joven intérprete que se inicie en un nuevo contexto como migrante. ¿Cómo fue tu introducción en el circuito del jazz neoyorkino?
Natural. Llegas y tratas de conectar con tu comunidad, haces jam sessions y vas viendo en qué ambiente te sientes más cómodo. Te vas integrando. Luego te pueden llamar para girar con algún proyecto y mientras tocas el público te identifica.
Pero desde el inicio tuve claro que quería liderar mi propio proyecto. Quería llegar a Nueva York para reproducir ese ejercicio de autonomía que hacía en La Habana, no esperar que me llamaran para tocar y trabajar. Yo quería ser proveedor de trabajo.
Para ser autónomo se necesita dinero y empecé a trabajar en eventos y bodas. Con ese dinero nació mi primer disco en Estados Unidos —el segundo de mi carrera— que se llama The grand concourse (2018), un álbum maravilloso que se creó cuando yo estaba viviendo en el Bronx de Nueva York.
El Bronx se parece mucho, por la locura que tiene, al Cerro. Encontré esa conexión con mi barrio habanero y creé algo riquísimo, con un equipo de trabajo excelente y un respaldo maravilloso, desde el punto de vista mediático. Gracias a ello hice mi primera gira en Estados Unidos y en Europa con mi proyecto. El mundo empezó a ver que yo era un pianista y compositor cubano con intenciones expresivas concretas, y no un ave de paso en Nueva York.
Siempre he creído que debe haber un balance entre el arte que uno hace y cómo uno se expresa artísticamente; cómo me visto, etc. Quería que se me viera como un ejemplo para los jóvenes que quisieran seguir mi música. Logré que esa tormenta perfecta fuera sucediendo. Hoy en día tengo ese respaldo para mi arte en Nueva York, que he ido cultivando poco a poco.
“Valentía para ser líder” es una idea que defiendes en charlas y presentaciones.
Hay que tener mucha valentía, honestamente, porque el proceso es muy solitario. Uno tiene el sueño de ser descubierto por un gran mánager que te ayude a tocar en el Carnegie Hall y girar por el mundo. Conocí a muchos de esos mánagers que me preguntaron: “¿Cómo puedo ayudarte?”.
Entendí que cuando alguien te hace esa pregunta, uno tiene que haber hecho el ejercicio previo de saber dónde está y dónde puede estar dentro de tres meses, dentro de seis meses, cuáles son los proyectos de vida que uno tiene y a los que aspira, para, cuando esa suerte llegue, poder agarrarla.
En tu más reciente producción discográfica, V.I.D.A. (2024), hay referencias nítidas a cantos de la religión yoruba. ¿Qué supone la espiritualidad en el arte que realizas?
Para mí hay una completa conexión entre mi ser, mi alma y mi instrumento. Cuando el público me ve sonriendo es porque me siento realmente feliz de tocar.
En mi familia se practica la religión yoruba y tuve la oportunidad de estar en contacto con ese acervo desde muy niño. Es una fuente de inspiración muy grande, porque las historias de las deidades, los patakis, son tan ricas, con tantas vivencias, tantas cosas maravillosas con las que me siento muy identificado. También con la parte cultural y rítmica de los tambores batá.
Encontré ahí un caudal de música maravillosa. Yo soy hijo de Oshún en la religión, también de Yemayá, es como mi segunda madre. Pedrito Martínez, gran percusionista cubano que lleva tiempo brillando en New York, es hijo de Yemayá. Entonces le propuse que hiciéramos un tema, “Transiciones en azul”, presente en el disco, que mostrara un poco al mundo cómo es esa cultura yoruba que vino con los esclavos africanos, se mezcló con otros elementos y se volvió autóctona y afrocubana.
Propusimos el tema desde un punto de vista contemporáneo. Lo mostramos primero tradicional, después fuimos poniendo detallitos modernos; creo que salió algo maravilloso.
Vida, independencia, diversidad y amor (V.I.D.A): cuatro definiciones para 25 años de carrera artística. ¿Cómo ves ese tiempo transcurrido?
Veo valentía, la suficiente como para imponerme a los obstáculos —que no fueron pocos—, la valentía de querer ser líder, querer hacer carrera como músico autónomo. Estos 25 años me han potenciado un sentimiento consciente de cubanía. Han sido posibles gracias a mi familia, facilitadores de un balance emocional que me ha permitido concentrarme en mi arte y mi sonrisa. Siempre he sido un hombre que ha visto el vaso medio lleno. He sido muy positivo en la vida, siento que le he dado sonrisa al mundo y por dentro sonrío.
¿Piensas en los próximos 25 años?
Sí. En los próximos 25 años me veo con mis hijos, con una comunidad bonita, mi familia alrededor; me veo como un pianista reconocido a través de la educación, con una escuela de música en Cuba. Me veo teniendo, también, una escuela de música en Nueva York, un lugar donde mostrar un punto de conexión entre ambos países.
Me veo como un hombre que ha tenido la oportunidad de decir. Defiendo mi arte desde un punto de vista personal. Soy un hombre que ha agradecido mucho la educación que le fue dada. El mundo tiene, todavía, mucho por ver de mí.