La población cubana, compuesta de varios cruzamientos, tiene un componente chino. Según el censo de Población y Vivienda de 2002, basado en estimaciones de los técnicos y en la autopercepción de los empadronados, el 65.05 % de los nacidos en el archipiélago eran, para la fecha, blancos; mulatos, el 23.84 %; el 10.08, negros, y mestizos de asiáticos, el 1.02 %1. Estas cifras, lejanas en el tiempo, imprecisas por su modo de obtención, no expresan la importancia que los chinos, su cultura, han tenido en el país desde 1847, fecha en que atracó en el puerto de La Habana la fragata española Oquendo, que traía a bordo, entre mercaderías, 206 ciudadanos chinos.
Quizá estos no hayan sido los primeros chinos que arribaran al país, pero sí el grupo más numeroso. Cantoneses en su mayoría, hombres jóvenes y fuertes, soportaron una travesía de tres meses en las bodegas insalubres de la nave, sorteando enfermedades tan comunes en la época como la viruela y la fiebre amarilla. Muchos quedaron en el camino. Venían en calidad de “colonos” para sustituir la mano de obra esclava procedente de África. En realidad, resultaron objeto de un timo monumental, pues ellos mismos fueron vendidos a un precio de 125 pesos por cabeza.
De este hecho infausto surge la primera frase popular cubana relacionada con ellos: “Lo engañaron como a un chino”.
Como es de suponer, estos hijos del celeste imperio trajeron sus costumbres, gastronomía y creencias religiosas, mezcla de confucionismo y budismo, que se amalgamaron con las de los españoles y africanos, quienes constituían el grueso poblacional del país. La brujería china era particularmente respetada, y hasta un héroe de ese país fue deificado por el sincretismo religioso: Kuan Kong, de existencia histórica, devino San Fan Kon, colérico y rojo personaje, dueño del rayo y la espada, como Santa Bárbara, sincretizada por la Regla de Osha como Shangó. En la Regla de Palo Monte o Mayombe, los huesos de los chinos tienen un valor especial, pues se les confiere poderes imbatibles como parte de la nganga. “Tener un chino atrás” es estar signado por la suerte adversa, sinónimo de mala sombra de la gruesa.
El contrato —si es que puede llamarse así— mediante el cual trajeron a Cuba a esos “colonos” estipulaba que deberían trabajar por un tiempo determinado, y que cuando lograran reunir el dinero para el pasaje, podrían regresar a su país. Esto último no ocurrió.
La intersección de las calles habaneras Zanja y Dragones desde 1874 se convierte en sitio de asentamiento de chinos que iban liberándose de las tareas agrícolas y de otros que llegaban en discretas oleadas a la isla. Es el germen del Barrio Chino de La Habana, primero en su tipo en el Caribe, que llegó a reunir a más de 10 mil inmigrantes del país a principios del siglo XX, en diez manzanas donde aparecieron fondas, lavanderías, tiendas de comestibles, relojerías, farmacias, periódicos, cines y hasta teatros licenciosos, como el Shanghái (Zanja 2005), que recorre un largo período de la vida republicana.
El tema de la influencia china en Cuba es inagotable, y ni siquiera vamos a intentar seguir por ese camino. Baste decir que el artista cubano más notable del siglo XX fue Wifredo Lam, sagüero, mulato hijo de negra y chino, autor de La jungla, obra capital de nuestra pintura, primero, y de reconocimiento universal después. También fue notorio Juan Cham-Bom-Biá, el mítico Médico Chino, famoso en La Habana y Cárdenas por sus prácticas de sanación orientales; la primera noticia que se tiene de él data de 1858. Su muerte, aún no esclarecida, se cree que se debió a la envidia de sus colegas que ejercían la medicina occidental, a quienes les restaba pacientes. Cuando los enfermos no hallaban remedio para sus males, acudían al Médico Chino. De ahí la frase que ha llegado hasta hoy cuando una dolencia carece de solución: “Eso no lo cura ni el médico chino”.
El artista y la pandemia
Ya sabemos casi todo lo relacionado con la aparición de la COVID-19 y sus consecuencias. Igual, refresquemos algunos datos. En la ciudad china de Wuhan, provincia de Hubei, en diciembre de 2019 ocurrió un brote epidémico de neumonía de causas imprecisas. Pronto se propagó la enfermedad, se aisló el virus y comenzó una lucha a brazo partido para superar el desconocimiento en el manejo de la epidemia, la falta de vacunas y detener la morbilidad galopante producida por el Sars-Cov-2. Entre 2020 y 2021 se contabilizaron en todo el mundo cerca de 15 millones de fallecidos por causa de la pandemia2.
Vinieron el aislamiento, la imposibilidad de traslados nacionales e internacionales, las pérdidas económicas a nivel macro y micro y… una profunda desesperanza.
Nos recluimos en nuestras casas, por propia voluntad o por ley, y se evitó cualquier contacto social, pues la enfermedad se propaga de persona a persona. Fueron años, para decirlo rápido y mal, en que nos prohibimos abrazar.
Ese tiempo incierto y oscuro trajo consigo no pocos desajustes a nivel emocional, y cada cual intentó resolverlos de la manera menos dramática posible: trabajo a distancia, lectura, miles de horas ante las pantallas de televisión y de los celulares… Los más afortunados, como Luis Cabrera (La Habana, 1956), se dedicaron a crear, cosa que habría hecho en cualquier circunstancia, pues su condición de artista, más que una elección de vida, para él ha sido, desde siempre, un destino.
Así fue conformándose la serie Cuentos chinos, que tuvo su eclosión en 2024, pero que se anunciaba desde 2019 en la pieza “Contagio”. En ella aparece un hombre asiático, sin camisa, contemplando una hoguera con la ciudad al fondo. Las llamas y el cuerpo visible del personaje muestran las mismas manchas o pústulas. Ante esa obra no sabemos si la intención del artista es alertar del gran poder destructivo del virus que, lejos de ceder ante el fuego, termina contaminando a éste. Hay más lecturas posibles. Por eso es arte.
Inmediatamente después de la aparición del virus, surgió cualquier cantidad de teorías conspirativas. Una de las más difundidas fue que este había sido creado en un laboratorio chino, de donde habría escapado por malos manejos o dolo. Hoy sabemos que no fue así, que se trata de un virus que pasó de un animal —probablemente un murciélago— al ser humano, y que en su rápida propagación no intervino ningún oscuro poder político.
El mundo, gracias al avance de las comunicaciones, se ha achicado, y el mentado Efecto Mariposa, tan caro a la Teoría del Caos, nos dice a las claras que un hecho aparentemente aislado y fortuito puede determinar una cadena de sucesos de orden diverso del otro lado del planeta. Nuestro Lezama Lima dejó dicho, palabra más o menos, que al accionar el interruptor de la luz en su habitación de La Habana Vieja podría provocar el estallido de una catarata en Ontario. Es una imagen hermosa y potente, ¿quién lo duda?
“Un cuento chino”, en el complejo de los universales fantásticos de los cubanos, es una historia enrevesada e increíble. Un relato sin pies ni cabeza. Ignoro si Luis Cabrera, al escoger el título para su serie más reciente, estaba aludiendo a la improbabilidad de que el amasijo de teorías conspirativas en torno a la pandemia fueran ciertas. No se lo pregunté en su momento y, por irrelevante, tampoco se lo voy a preguntar ahora.
Lo verdaderamente trascendente es que ha conseguido una muy buena colección de obras con este tema, que continúan y amplían sus estrategias discursivas y fijan más, si fuera posible, lo que va siendo su sello personal: el uso desprejuiciado y alegre de la parodia, la cita, el préstamo, la resemantización de personajes y códigos provenientes de diversas épocas y movimientos estéticos en ambientes carnavalescos, amalgamados por la voluntad caprichosa del artista —el niño que hay en él—, que es como decir: del demiurgo.
En cada una de las obras el leitmotiv, el eje compositivo, está en ese chinito, siempre el mismo y múltiple, con su rostro marcado por la muerte. También tiene una aparición frecuente el elemento de la nave, pues el tema de la migración de un territorio a otro, de una era imaginaria a otra, de un ámbito histórico a otro sigue siendo una preocupación central del artista, hombre de isla como es, emigrante por muchos años.
Resulta difícil destacar alguna pieza sobre las otras, pues hay un alto grado de concreción estética, un virtuosismo en la realización y una densidad de significados muy parejos. Mostramos, por razones de espacio, solo una parte.
Debo decir al final de estas líneas, que no me sorprendió la nueva temática que Luis Cabrera asume en esta ocasión. Es un hombre sensible y despierto, en constante diálogo con su contemporaneidad, un cronista, si se quiere, del mundo que le ha tocado vivir.
Sus Cuentos chinos quedarán como testimonio de aquella vez que el género humano se creyó al borde la extinción, y también de la inmensa capacidad de trasmutar el horror en belleza.
Notas:
- Cifras de la Oficina Nacional de Estadística y Información (ONEI).
-
Cifra de la Organización Mundial de la Salud (OMS).