¿Cómo se explica que algunos cubanos nacidos y criados en una cultura socialista, cuando llegan a los EE. UU. puedan de pronto convertirse en fanáticos de Trump y el Partido Republicano? ¿Será que se han contagiado de anticomunismo antes de partir? ¿Será su bronca con el Gobierno cubano? ¿Será el boleto para entrar en una cultura política dominada por el anticastrismo? Si fuera así, ¿no les serviría adoptar la fe en el capitalismo, e identificarse con una corriente liberal, de centro o moderada, como la mayoría de los inmigrantes latinos? ¿Por qué precisamente la ultraderecha?
Por ahí andaba yo hace un par de semanas, al final de un artículo en el que comentaba el deterioro de la política en regiones tan democráticas y progres como Europa, aparentemente inalcanzables por la ultraderecha, expandida en partidos y movimientos de la sociedad civil en nuestro hemisferio durante los últimos años.
Intentaré aquí discutir este enigma, poniéndolo en un contexto mayor, que nos ayude a mirarlo allende nuestro soberano ombligo, en vez de como misterio cubano. Para lograr verlo —como diría el artista Kaloian Santos— con más amplitud de foco, en vez de expresión de lo distintos, diferentes y únicos que somos.
En primer lugar, los inmigrantes, igual que los obreros, campesinos, intelectuales y gente de abajo, pueden comulgar con las ideas más ultrarreaccionarias del mundo.
Según algunos observadores, quienes llegan a España de países con pasado o presente comunista a menudo no quieren saber nada de la izquierda española, a la que perciben como “castrista, chavista” y hasta “ceaucescuista”, porque la ven asociada a políticas sociales “muy radicales”.
Esos inmigrantes tienden a percibir como “comunistas”, digamos, las políticas y leyes que favorezcan la proporcionalidad electoral directa; “blinden” los derechos sociales de educación, vivienda, sanidad, para que no se mercantilicen; determinen que, a mayores ingresos, más impuestos; escruten al poder judicial para evitar favoritismos. Como si no supieran que la Constitución española ya incluye todo eso.
Pero ese “recelo antiestado” no es privativo de los ex socialistas ni depende siempre de una ideología de ultraderecha. También refleja el desajuste de los inmigrantes, por la manera en que son “recibidos”.
En un comentario anterior mencioné que la inmigración reciente a Europa ha exacerbado las preocupaciones sobre choques culturales, competencia económica y aumento de los impuestos. Y dije que esas reacciones llevan agua al molino de los partidos de derecha con agendas nacionalistas y antiinmigración, incluso entre grupos que no se alinean con ellos por motivos ideológicos.
Este efecto de extrañamiento de los inmigrantes no responde solo al discurso de la derecha, sino también, hasta cierto punto, a otros más liberales y de izquierda, en la medida en que no identifica a los inmigrantes como parte de la nación, por muy ciudadanos que sean. No solo en términos culturales, sino económicos, sociales y políticos. Tengan pasaporte o no, los nacidos en otras tierras no llegan a percibirse como ciudadanos europeos, sino más bien siguen siendo sudacas, moros, chinos, negros, etc. Y así se sienten muchos de ellos a la hora de escoger bando político. Aunque no vengan de Venezuela, Polonia o Cuba, sino de parajes tan democráticos como Colombia, Marruecos, Ecuador, Guatemala o Dominicana.
En segundo lugar, hacer juicios abarcadores sobre el conjunto de la inmigración que llega a Europa o a EE. UU., y generalizar sobre esa tendencia y sus efectos en el tiempo, sería olvidar su índole heterogénea, tanto en términos culturales como sociales.
La posición política de ese flujo depende de las características de los inmigrantes, de su nivel educativo, así como del espacio urbano o rural en que aterriza. Según las investigaciones, la preferencia hacia partidos de derecha o de izquierda de los nacidos en ultramar y sus descendientes respecto a los nativos, es comparable con el mismo tipo de preferencia entre nativos con educación secundaria y primaria, o de residentes urbanos y rurales.
Claro que los inmigrantes de segunda generación son más tolerantes en temas de preferencias sexuales; creen en el multiculturalismo; favorecen mayor integración en la UE y apoyan la intervención del Gobierno para reducir las desigualdades de ingresos. En todo caso, las orientaciones políticas de sus padres y de ellos no dependen de adhesiones ideológicas primarias, sino de intereses ante a políticas económicas y sociales específicas, más allá de las regulaciones inmigratorias de sus países y de la UE.
Mi tercer enfoque se refiere al contexto de los inmigrantes latinoamericanos en EE. UU.
Algunos estudios sobre actitudes políticas entre esos latinos muestran que “la política en su país de origen ha moldeado su nivel de participación cívica” en EE. UU., especialmente entre aquellos “con poca fe en los procesos democráticos”. Pero también destacan dos factores que influyen en ellas: la desinformación y las “reglas de votación más estrictas” que se les imponen por los requisitos de identificación de votantes. El efecto de esa desinformación, de esas reglas estrictas y de las tácticas de intimidación electoral ha alejado a muchos de las urnas; o los ha acercado a la agenda de la ultraderecha, según veremos.
Según el Pew Research Center, los votantes latinos potenciales, como promedio, son 9 años más jóvenes que los votantes promedio a nivel de Estados Unidos. Muchos de ellos se sienten desencantados y perciben a los partidos políticos como más combativos que constructivos, de manera que se inhiben de votar. Se calcula que, digamos, en Carolina del Norte, los millennials y la llamada generación Z tienen la participación electoral más baja de cualquier generación.
En cuanto a la desinformación tendenciosa, esta se difunde a través de sitios populares preferidos por muchos latinos, como WhatsApp o YouTube. Aunque los creyentes en las redes y en sus amigos de Facebook las consideran fuentes confiables para formarse opiniones políticas y elegir candidatos, los estudios demuestran que, más bien, fortalecen el sentido común que avala las posiciones más conservadoras.
Un ejemplo de cómo esas opiniones inducen una bifurcación entre intereses y decisiones electorales es el de la seguridad escolar versus la libertad para portar armas. Aunque las encuestas demuestran que para muchos latinos la multiplicación de incidentes violentos en escuelas constituye una preocupación, la flexibilización de las leyes sobre armas de fuego que fomentan los republicanos no se refleja en la pérdida de votos entre esos inmigrantes.
Numerosos latinos, en particular de estados fronterizos como Texas, tienen actitudes diferentes hacia inmigrantes legales (regulares) e ilegales (indocumentados). Mientras apoyan la llegada de los primeros, muchos rechazan a los segundos, no solo atribuyéndoles competencia laboral desleal, sino incremento en gastos de seguridad social, elevación de impuestos, además de mayor inseguridad y criminalidad.
Al igual que en Europa, el tema migratorio no es el único que les interesa, sino además los que afectan valores tradicionales y religiosos, como el derecho al aborto. Según un estudio del Pew Research Center de 2022, el 57 % de los hispanos cree que el aborto debería ser legal en todos los casos o en la mayoría de ellos. El dato contrasta con 62 % a favor del público general de Estados Unidos, lo que revelaría un sesgo más conservador.
Aunque la mayoría votó por Biden en medio de la pandemia, el apoyo a Trump aumentó en 2020, en especial entre quienes priorizaban los temas económicos. Como apunté, aunque apoyan en general una política migratoria más flexible, recelan de los efectos secundarios que la ola indocumentada supuestamente les estaría provocando.
¿Cómo se relaciona todo lo anterior con los inmigrantes cubanos y sus actitudes políticas?
Según el Censo de EE. UU., 81% de los latinos se han hecho ciudadanos, pueden votar y ser elegidos. Sin embargo, de los 1,3 millones de cubanos de nacimiento que residen allá, son ciudadanos apenas 67 %. A pesar de que más de la mitad de todos ellos viven allá desde hace más de 20 años como residentes permanentes.
La encuesta de FIU, la base de datos más reconocida para el estudio de las opiniones políticas en la población de origen cubano desde 1991 (cuya actualización quizás podría ocurrir en próximos días), muestra algunos resultados aparentemente paradójicos. Aunque la totalidad de los de “origen cubano” (nacidos en Cuba y en EEUU) se movieron a la derecha en algunas de sus posiciones hacia Cuba respecto a las encuestas en el periodo de Obama, en otros tópicos reflejaron actitudes incongruentes con la ultra de Miami. Solo un tercio declaró oponerse al bloqueo, pero dos tercios lo consideraron inefectivo, y la inmensa mayoría favoreció la venta de alimentos y medicinas; tres cuartas partes favorecieron la política de cambio de régimen, pero una mayoría absoluta apoyó las relaciones diplomáticas, reconoció tener parientes y amigos en la isla, casi la mitad mandaba remesas e incluso apoyó las visitas de estadounidenses a Cuba, y respaldó masivamente el otorgamiento de visas y facilidades para la reunificación familiar.
Poniendo estas consideraciones demográficas y datos por delante, podríamos cerrar nuestro foco: ¿en qué medida y por qué los inmigrantes cubanos más recientes se identifican con la ultraderecha, ideológicamente hablando? Compartiré primero las reflexiones de algunos investigadores que estudian esta problemática sobre el terreno.
Guillermo Grenier, director de la encuesta de FIU, apunta que, a lo largo de los últimos veinte años, esta revela que la mayoría de los cubanos no declara migrar por motivos políticos o “buscando más libertad”. Sin embargo, la socialización ideológica asimila a los recién llegados a una cultura política intransigente, que permanece atada a la mentalidad de la Guerra Fría hacia Cuba. Difícilmente los nuevos inmigrantes moderarán “la sed de sangre política de sus compatriotas del sur de Florida”, pues lo determinante es “el poder de la conformidad en esa socialización política”. Un cambio de abajo arriba requeriría “dos o tres generaciones”, de manera que solo podría venir “del liderazgo de la Casa Blanca: si se construye una política hacia Cuba basada en intereses nacionales, los cubanoamericanos, sea recién llegados o viejos residentes, se sumarán”.
Abordando el problema en un taller de Temas hace poco menos de un año, el historiador Michael Bustamante, profesor de la Universidad de Miami, señaló que las mutaciones republicanas de los migrantes cubanos recién llegados a EE. UU. en los últimos años no eran predecibles, si se toma en cuenta la tendencia entre quienes llegaron en 1995-2015, unos 600 mil, y los de segunda y tercera generación. Lo sorprendente es que los impulsores de ese cambio sean los mismos inmigrantes que habían apoyado a los demócratas y una nueva política hacia Cuba, ahora virados del lado republicano, y cada vez más los recién llegados, en 2019-2023. Añadió que viajar a la isla, enviar remesas, o sondear oportunidades, no son incompatibles con votar por Donald Trump o apoyar otras sanciones, como tampoco repatriarse para conservar la casa de la familia; ni conlleva cercanía al Gobierno cubano.
Otros sociólogos con los que he conversado para escribir este artículo atribuyen la empatía con la ultraderecha a que esos migrantes cubanos están habituados a visiones polarizadas, en blanco y negro, asociadas al liderazgo y la “personalidad autoritaria”. Reafirmando su decisión de emigrar, se explica que rechacen los códigos ideológicos prevalecientes en Cuba, y abracen los del otro lado, incluidos la bandera y el ultranacionalismo del país de adopción, a la manera en que los judíos rusos que emigraron a Israel nutrieron las filas del partido Likud. Finalmente, coinciden en el factor de acoplamiento con el discurso reinante en Miami, que castiga a quienes intentan navegar a contracorriente, y a premiar con una mejor acogida a quienes lo adoptan.
Subrayan que los nuevos inmigrantes están aterrizando en una sociedad cubanoamericana en la que la derecha republicana tiene carta de identidad porque ese partido ha aplicado una política cultural de proselitismo más eficaz que la de los demócratas. Esta incluye una “historia alternativa” de Cuba, en virtud de la cual los inmigrantes aprenden “la verdad de la Revolución y de las relaciones con EE. UU.”, muy distinta a lo que les enseñaron aquí. Finalmente, algunos señalan el salto de quienes pasaron de socialistas o progres en Cuba a militantes del anticastrismo en las redes, para cumplir, de forma consciente o inconsciente, con las expectativas de quienes los acogen, y allanar el camino de sus carreras profesionales.
Compartiendo este resumen apretado de diagnósticos y reflexiones de fondo, añadiré un puñado de apuntes telegráficos al margen, con mis comentarios y matices.
Los inmigrantes llegan siempre a un contexto nuevo y movedizo —política y culturalmente— al cual están forzados a adaptarse. Como argumentan los estudiosos de otras migraciones, los motivos económicos y familiares predominantes no excluyen que los ideológicos permanezcan. Sin embargo, una cosa es repudiar el Gobierno del país de origen y otra alinearse con la ultraderecha global, así como tampoco votar por un candidato ultra tampoco conlleva compartir su ideología.
Como hemos visto entre los latinoamericanos que llegan a Europa y a EE. UU., ese alineamiento no tiene un gen ideológico clave, sino que responde a intereses, dentro de un contexto cambiante.
En cuanto a los cambios en el tiempo registrados por las encuestas, la incongruencia ha estado en su lógica peculiar desde hace mucho. De manera que apoyar el uso de la fuerza militar contra Cuba convive con la libertad de viajar, mandar cosas e invertir. Puesto que bombardear y poder ir a Varadero resultan opciones excluyentes, uno de los dos apoyos debe ser “más verdad” en términos prácticos.
En un artículo de hace cuatro meses analicé la gran diferencia entre los 1,1 millones de cubanos nacidos allá respecto al exilio histórico (1959-73). Esos cubanoamericanos —sin guión— mantienen criterios muy diferentes a sus padres en cuanto a las relaciones con Cuba, incluso cuando no voten por los demócratas, o simpaticen con Marco Rubio. De hecho, otras investigaciones muestran que el electorado de origen cubano no vota por ningún candidato basándose primordialmente en su posición hacia Cuba.
Aunque no soy creyente en las encuestas, si yo pudiera diseñar cuestionarios para determinar la actitud y cultura política efectiva de un inmigrante, no le preguntaría tanto por quién van a votar. Más bien, si la política sirve para algo, si ir a votar vale la pena, si cree en otras maneras de controlar al Gobierno, por qué quisiera o no adquirir otra ciudadanía, si se uniría a un partido existente o hipotético, si se informa leyendo o viendo TV o las redes sociales, si le gusta la idea de poder comprar armas, si aprueba que cualquier partido de derecha o de izquierda sea legal, que los pobres no paguen la educación ni la salud, que las mujeres puedan decidir sobre el aborto, que la Constitución se fundamente en una fe religiosa, que los indocumentados estén protegidos por la ley, si se considera latino o caribeño y de qué color, si algún credo religioso es superior o inferior a los demás, si pudiera elegir el mejor país para vivir cuál sería. De ahí podría determinar con más fundamento si su cultura política y su ideología coinciden con las de la ultraderecha.
Si pudiera, haría la misma investigación del lado de acá. La comparación daría muchísima tela por donde cortar.