Quizá no demore el filme en el cual la potente actriz australiana Cate Blanchett encarne a otra notable personalidad, una figura de la literatura. ¿Qué tal si pronto se nos convierte en la escritora Clarice Lispector? Ambas guardan cierto parecido físico, aunque el detalle es lo de menos para quien ha sido ya Isabel I de Inglaterra, Katharine Hepburn y hasta Bob Dylan.
Si hay película en el ambiente en la que la australiana se pondría en la piel de la narradora, nacida en Ucrania, aunque brasileña y cosmopolita, no se sabe: solo puede entrar uno en supuestos debido a declaraciones recientes en las que Blanchett recalca la huella que ha ido dejando en ella la autora de cuentos y novelas como La hora de la estrella o La ciudad sitiada.
“He estado leyendo a Clarice Lispector y se necesita un gran esfuerzo para que algo parezca sencillo. A menudo, las cosas que parecen fáciles requieren una cantidad increíble de preparación”, dijo Blanchett el pasado septiembre durante la ceremonia donde recibió el premio Donostia del Festival de cine de San Sebastián (País Vasco).
La actriz también refirió otras frases de la escritora sobre la complejidad de la vida, y, específicamente, sobre la duda. Sus ideas fueron calzadas con citas de Lispector que los periodistas no logramos ubicar, pero que sirven para perpetuar la obra de una escritora de prosa directa, en cuya obra se encuentra abundancia de personajes femeninos que reflexionan sobre la vida doméstica y las relaciones maritales; donde se mezclan los sueños con los deseos para despertarnos impresiones potentes.
Pero en Lispector hay mundos concatenados y como lector uno esboza una sonrisa cuando los enfrenta. Recién me releí otro de sus relatos, cuyo argumento parte del hallazgo hecho por el “explorador francés Marcel Peretre” en las profundidades de África ecuatorial. Allí, en una tribu de pigmeos, descubre a una mujer de poco menos de medio metro de estatura. El explorador la llama “Pequeña Flor”.
La raza de Pequeña Flor estaba siendo exterminada paulatinamente; se les llegaba a cazar como a monos y como animales se les comía. “La pequeña raza, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón de África”. En cuanto a la mujer, era “la cosa humana más pequeña que existe”, en palabras del mismo Peretre, quien al verla sintió latir su corazón de forma acelerada porque “ni siquiera una esmeralda es cosa tan rara”. “Ni las enseñanzas de los sabios de la India son cosa tan raras. Ni el hombre más rico de la tierra ha puesto los ojos sobre tan extraña gracia”.
Llegado un punto, el explorador observa el pequeño abdomen de la mujer y repara en su ligero abultamiento, que le advierte sobre la presencia de “un hijo mínimo”. Luego se fijó en el rostro de ella y se sintió incómodo ante el nuevo hallazgo, pues Pequeña Flor sonreía. “Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba sintiendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía”.
“No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida”, escribe Lispector en este cuento, y debo hacer una digresión porque pienso directamente en uno de los relatos de otro escritor brasileño, por lo cual me pongo a pensar lo que significa el hecho de “comer” y “ser comido”. Pienso en esta acción y en su peso en la literatura desplegada por ambos escritores y, posiblemente, en la propia literatura brasileña.
Escribía Rubem Fonseca en un cuento (“La mirada”) en el que al protagonista se le desata un extraño apetito y, más que esto, se ve arrastrado por la necesidad de satisfacer sus instintos de una manera extravagante: “Lo más creativo que el hombre puede hacer es comer […] el arte es hambre”. Volviendo a Lispector, cuenta que la fotografía tomada a Pequeña Flor en su hábitat africano fue publicada en el suplemento dominical de todos los diarios donde “su cuerpo cupo a tamaño natural”: “envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantado. La nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perrito”.
Fue esa imagen la que vieron los lectores en su jornada de descanso. La vio una mujer a quien el retrato “le daba pena”, otra sintió “tan perversa ternura” que nunca se debería dejar sola a Pequeña Flor “con la ternura de la tal señora”; una niña se asustó, una joven novia “tuvo un éxtasis de piedad” y a otra le hizo considerar “la crueldad de la necesidad de amar”, “la malignidad de nuestro deseo de ser feliz”. Otra incluso habría llegado a decir: “Dios sabe lo que hace”. Es mediante esta superposición de escenas, donde se asimila la figura de tan exótica mujer, que se produce el juego de interpretaciones. En él este relato encuentra su consistencia.
Y ya he descubierto demasiado sobre el cuento de Lispector, de quien una vez me dijeron que se trataba de la única escritora con un día de celebración literaria dedicado, como James Joyce, que tiene su Bloomsday. Pero esta información, que obtuve durante una jornada en la Feria Internacional del Libro, en Buenos Aires, me parece hoy demasiado condicionada por la intención de la editorial que promovía su obra en Argentina, aunque no incide en el interés que sigue generando la poderosa literatura de esta mujer.
Hubo un tiempo en el cual Clarice Lispector escribía con la máquina de escribir en el regazo mientras sus hijos saltaban al lado, según contó al escritor y también periodista Eric Napuceno en 1976, un año antes de morir. Se le describe como “una mujer solitaria que teme al fuego”, porque un día sufrió un terrible accidente: se quedó dormida con un cigarro encendido y las sábanas se incendiaron. El fuego le dejó una mano mutilada, aunque pese al accidente no paró de fumar y tuvo un perro que se comía las colillas que iban quedando.
En otra entrevista a Julio Lerner en el canal TV Panorama, de São Paulo, resumió: “Yo no soy profesional. Yo escribo cuando quiero. Soy una amateur y me preocupo por seguir siendo una amateur […] Me preocupo por no ser una profesional para mantener mi libertad”.
Lispector nació en Ucrania, creció en Recife, en el estado brasileño de Pernambuco, y en su adolescencia su familia se mudó a Río de Janeiro. Allí se formó como periodista y escritora. El trabajo para mí está hecho de esperas, dijo: “Una persona acaba por aprender de sus esperas”. En la entrevista con Napuceno también contaba ciertas anécdotas que develan la vida diaria de un escritor: le había sido difícil pagar la diferencia luego de un cambio de departamento que a ella le favoreció. “Nadie vive de la literatura en este país”, resumía entonces.
Posdata: El cuento citado de Clarice Lispector está incluido en el libro Todos los cuentos, que editó Siruela, con traducción de Cristina Peri Rossi, Elena Losada, Juan García Gayó, Marcelo Cohen y Mario Morales. El mencionado cuento de Rubem Fonseca aparece en Cuentos completos 2, de Tusquets y tiene traducción de John O´Kuinghttons.