Resulta imborrable aquel mediodía de invierno cubano, en 2014, cuando el general presidente Raúl Castro anunció por la televisión que Estados Unidos y Cuba iban a normalizar relaciones.
Participábamos en un evento dedicado precisamente a esas relaciones, con los más reconocidos académicos en la materia, de allá y de aquí, en una gran sala llena de estudiantes, diplomáticos, y otros expertos de diversos organismos. La víspera, mientras discutíamos escenarios de cambio posibles, se me había ocurrido plantear uno “traído por los pelos”, que decía más o menos así: “Supongamos que Estados Unidos y Cuba están ahora mismo acordando el canje de Gerardo, Ramón y Toni, por Alan Gross. En ese escenario, ¿cuál sería el costo marginal de quitar a Cuba, de una vez, de la lista negra de países que cooperan con el terrorismo?” Debo decir que mi escenario no fue exactamente muy popular en el debate, más bien corrió la suerte de una de esas digresiones “académicas”, separadas de la “política concreta” que se examinaba.
Cuando Raúl anunció el canje de prisioneros, la sala se estremeció. Pero cuando declaró el inicio de la normalización diplomática entre los dos países, hubo una especie de estallido. Algo tan inesperado y fuera de todas las pantallas, la “académica” y la “concreta”, que no admitía sino el júbilo desbordado. No se hablaba de otra cosa en la calle, en las paradas de guagua, en las colas de las pizzerías, en los parques, entre gente que no se conocía y festejaba la noticia. “Ahora sí, ahora sí”, pronunciaba con su voz resonante, entrecortada por las lágrimas, el veterano embajador Wayne Smith en nuestra sala.
A partir de entonces, todos los temas pasaron a segundo plano. De manera que cuando me tocó el turno de presentar mi ponencia no me acuerdo de qué, nadie me hizo caso en aquel evento.
No tiene nada de raro que muchas reflexiones académicas sean vistas como absolutamente fantásticas y ajenas a la realidad; ni tampoco, por cierto, que alguno de los más escépticos intérpretes del pasado se pinte a sí mismo, diez años después, como quien “todo lo presintió” (Villena dixit). Por suerte, lo que se dijo entonces, con sus aciertos, errores y omisiones, está visible a la “crítica roedora” de los lectores.
Disolver la madeja de las relaciones Estados Unidos-Cuba en personalidades y anécdotas, o mediante el principio del “eterno retorno”, explicando el presente a partir de citas de los funcionarios de la época de Eisenhower, soslaya su compleja dinámica.
Examinar las circunstancias políticas y los intereses estratégicos que concurrieron en el cambio de 2014-2017, y que lo favorecieron o entorpecieron, resulta clave. Aunque difícil en estas pocas páginas, apuntaré algunos.
Un tango entre dos
Lo primero es que it takes two to tango, de manera que nada de lo que pasó o no pasó puede juzgarse sin tomar en cuenta los dos lados.
Estados Unidos le concedió a Cuba que iban a sentarse a negociar, incluso si la isla no era una democracia certificada por Estados Unidos, ni había adoptado el capitalismo, la economía de mercado y el multipartidismo, ni había abolido los órganos de la seguridad, ni había devuelto las propiedades nacionalizadas, incluidas las confiscadas a los batistianos malversadores en 1959, como exige la Helms-Burton. Y lo hizo a pesar de que Cuba seguía gobernada por un presidente de apellido Castro, y no Díaz-Balart, Más Canosa o Claver-Carone. Algo contradictorio con los propios términos del discurso de Estados Unidos en los años que siguieron a la Guerra fría.
El de Obama se apartó de esa postura, anunciando, desde 2009, que “Estados Unidos aspira a un nuevo comienzo con Cuba”, no solo facilitando que “los cubanoamericanos visiten la isla cuando quieran y proporcionen recursos a sus familias”, sino conversando sobre una variedad de temas, desde “drogas, migración y asuntos económicos a los derechos humanos, la libertad de expresión y la reforma democrática”. Dijo que debíamos “aprender de la historia, pero que no debemos dejar que esta nos atrape”.
Raúl Castro había anunciado, desde que tomó posesión en 2008, estar listo para hablar de todo con Estados Unidos, incluidos temas de política interna. Esta también era una postura diferente.
¿Normalización con embargo?
Si de concesiones se trata, la mayor de todas del lado cubano fue admitir que la normalización no tuviera como primer punto el levantamiento del embargo multilateral y extraterritorial contra la isla. Según los ejemplos de China y Vietnam, las conversaciones deberían haber empezado por ahí. Sin relaciones económicas, ¿de qué normalización estamos hablando?
Es verdad que se firmaron 22 acuerdos sobre problemas de interés común, sobre todo de seguridad nacional. Pero ninguno alcanzó la categoría de un tratado. De manera que no tuvieron fuerza de ley, ni el fundamento de Derecho Internacional que genera un marco de referencia respecto a regulaciones y normas establecidas, por el cual ambos estados se hubieran obligado a cumplir lo acordado, al margen de la administración de turno. En otras palabras, ninguno de esos memorandos de entendimiento contenía una vacuna contra posibles brotes o bandazos dictados por la coyuntura política posterior.
Así que, sobre todo para Cuba, todo lo que se acordara carecía de garantías de preservación, sino representaba más bien un compromiso político, basado en buena voluntad y confianza, carente de aseguramiento, más allá de la lógica del quid pro quo. Y no necesariamente.
Asimetrías
De hecho, simetría y reciprocidad no prevalecieron siempre en aquellos intercambios.
Digamos, una docena de aerolíneas comerciales estadounidenses fueron autorizadas a viajar a la isla; pero Cubana de Aviación jamás pudo aterrizar en ninguna pista de Estados Unidos, amenazada con que un tribunal estadounidense dictara una orden de incautación de sus aviones a favor de alguno de los “afectados por las leyes revolucionarias” hacía más de medio siglo.
El presidente Obama desembarcó en Cuba en “visita privada”, paralizó la circulación por La Habana Vieja mientras hacía turismo por los alrededores de la Plaza de la Catedral, habló en actos transmitidos por la televisión estatal cubana, fue recibido por Raúl Castro y vieron juntos un juego de pelota. Ahora bien, ni el presidente ni ningún alto representante del Gobierno cubano pudieron visitar Washington DC, en plano personal, invitados por una universidad o gremio de periodistas, como Fidel en marzo de 1959.
Sin el Congreso
El corto verano de las relaciones, durante los 25 meses finales de la administración Obama, sí demostraría una vez más el papel determinante del ejecutivo en dictar su curso. La normalización fue un proceso que, del lado de Estados Unidos, hizo caso omiso del Congreso. Lo mismo que Carter cuando (a contrapelo de la Guerra fría) inició la marcha hacia las plenas relaciones, en 1978; que Clinton cuando cambió radicalmente la política migratoria hacia la isla, en 1994; que Bush cuando se sentó en la misma mesa con el gobierno cubano para alcanzar un resultado firme en el proceso negociador del suroeste de África en 1988.
Como cada vez que la Casa Blanca ha tenido razones de interés nacional para hacer un cambio hacia Cuba, en 2015-2016 se volvió a demostrar que lo ha hecho y punto, a pesar de la oposición activa de los congresistas de la ultraderecha de Florida y sus aliados, y de su supuesta capacidad para dictar la política hacia Cuba.
También demostraría que sí se puede progresar en las relaciones, aunque ese Congreso no abrogue la ley Helms-Burton. Las visitas people-to-people abrieron la puerta, del lado de allá, a más de medio millón de visitantes, que por primera vez rebasaron al contingente anual de cubanoamericanos. Pero, sobre todo, desencadenaría un boom en la imagen de Cuba a nivel global. Para entender cómo pasó, resulta útil explicarse cómo fue posible el giro en la política de Estados Unidos.
Una inversión de dos centavos
Más que por los discursos de inicio de mandato del presidente Obama en 2009, el ascenso de Cuba en la agenda de política exterior de Estados Unidos estuvo propiciado por las circunstancias de 2014.
La convergencia de consensos a favor de la normalización y el levantamiento del bloqueo abarcaba a todos los gobiernos de la región, a los aliados de Estados Unidos en Europa, y emergía en las encuestas domésticas de opinión pública, incluso entre amplios sectores de la comunidad cubanoamericana, beneficiada con las medidas sobre remesas y visitas tomadas por la administración en los primeros meses.
En su fase final, la presidencia entraba en el periodo que los politólogos llaman “el pato rengo” (the lame duck), en el cual ya no hay mucho que hacer, pues el capital político se ha gastado en tareas priorizadas, y no hay otro mandato que conquistar. De manera que le quedaban dos centavos para invertir en algo que pudiera fructificar en el corto plazo, sin tener que embarcarse en largas batallas congresionales. La negociación secreta en torno a Alan Gross y el posible canje por los cubanos presos ofrecía la ocasión propicia.
Para ponerlo en términos de mi escenario fantástico de 2014: habiendo avanzado en la negociación sobre el intercambio de prisioneros, ¿cuál era el costo marginal de anunciar la normalización diplomática? Hacerlo el día de San Lázaro en Cuba, y del inicio de la fiesta judía de Hannuka, iba a dejar por delante dos años en los que la planta recién sembrada se podía fertilizar.
Derivado de esa circunstancia política que marcó el ascenso de Cuba en la política exterior de Estados Unidos, el boom de la imagen no se hizo esperar.
Del boxeo al ajedrez
La isla dejó de aparecer como el “Gulag tropical” con miles de presos, Raúl pasó de “dictador” a “hombre de Estado” o “gobernante”, y La Habana saltó a la lista de 14 ciudades que usted debe visitar, según el New York Times.
Según mis cuentas de entonces, entre 2015 y 2016 la frecuencia de visitantes de alto rango, jefes de Estado o de Gobierno, primeros ministros, cancilleres o ministros de Defensa, la mayoría por primera vez, alcanzó a dos cada semana. La expectativa de un ascenso indetenible en las relaciones Estados Unidos-Cuba era como un imán.
En otros textos he comentado sobre los impactos del proceso llamado normalización entre Cuba y Estados Unidos, así como sobre su posteridad, bajo Trump-Biden. Aunque aquellas circunstancias sean irrepetibles, hubo lecciones y efectos demostrativos que no deben olvidarse.
Pasar del enfrentamiento tipo boxeo al de la partida de ajedrez planteó desafíos de todo tipo. Aunque algunos autores reducen las diferencias a los cromosomas ideológicos de cada lado, se demostró que a pesar de todo, ambos lados pudieron acordar sus desacuerdos, y avanzar, manteniendo sus metas, pero dejando atrás precondiciones. Así como generar, parejamente, un clima de comunicación que facilitara alcanzar acuerdos, y especialmente, diversificar los canales entre ambos lados.
Intereses mutuos
Instituciones y empresas de telecomunicaciones, turísticas, de transporte aéreo y marítimo, biomédicas, farmacéuticas, de la industria del entretenimiento, el béisbol, así como actores que habían iniciado sus propios diálogos y acciones de cooperación anteriores, como los académicos, artistas, científicos, religiosos, expandieron y fortalecieron puentes. A pesar del invierno que siguió a aquella temporada de cooperación, esos actores y canales no han desaparecido, y sus intereses mutuos siguen ahí.
Claro que aunque la mayoría de los cubanos acogieron con júbilo el deshielo, también hubo muchos que recelaban del “tsunami americano” que se nos venía encima, no solo entre los políticos, sino entre los de a pie. Que la mayoría de los cubanos se beneficiaron del acercamiento, dentro y fuera; aunque algunos más que otros. Que la pausa en una larga etapa de hostilidad y pugnas, amenazas y prepotencia, predisposición defensiva y agudización del sentimiento de fortaleza sitiada, descongestionó el clima político cubano, favoreciendo el debate y el cambio.
Al mismo tiempo, planteó nuevos desafíos a la política, a las mentalidades, pero sobre todo a las conductas, y a todo lo que expresa patrones culturales establecidos, que no se borran ni se modifican de la noche a la mañana, por obra y gracia de un puñado de acuerdos, la visita de un presidente negro, de su retrato junto a un Raúl Castro que impulsaba las reformas del socialismo, y abría el camino al relevo en la dirigencia histórica.
Vista diez años después, la mayor conquista de entonces fue precisamente haber desafiado el legado de desconfianza, algo más difícil de superar que el bloqueo, y cuyas raíces se mantienen.
Vale la pena rescatar esa lección, diez años después, para no quedar atrapados en la historia de una frustración; para evitar que la crispación defensiva prevalezca y nos paralice.