En una tertulia política, un ilustrado participante se decantó conceptualmente: “Yo no creo en la democracia…” Ante semejante desborde, no pude dejar de preguntarme: ¿En qué creerán los actores políticos que no creen en la democracia?
Las grandes doctrinas humanistas surgen como parte de procesos civilizatorios en un incesante devenir. Primero son premisas, luego ideas alternativas que retan al status quo y que, al madurar, impulsadas por luchas sociales contra la injusticia, se convierten en estructuras y concepciones ideológicas y políticas por las que vale la pena luchar. Así ocurre con la democracia.
En las sociedades preindustriales europeas (anteriores al capitalismo), el poder se ejercía de modo personal, sin intervención de institución alguna, ajeno a la justicia y al derecho y con frecuencia violentamente. El garrote y el látigo y no la persuasión eran la principal herramienta del poder. Con el advenimiento de la democracia, todo cambió. Entre otras cosas, aparecieron la soberanía popular, el sufragio, las constituciones y las leyes.
En todos los casos la democracia alude al poder, a quiénes lo ejercen y el modo cómo lo hacen. Según la evidencia histórica, el proceso puede ser relampagueante, como en Norteamérica y Francia en el siglo XVIII, o tomar siglos y, como toda construcción colectiva a escala social, siempre será inacabado y perfectible.
A la altura del siglo XXI, cuando la especie humana puebla el planeta desde hace unos 300 mil años, hay países que construyen y disfrutan la democracia desde hace siglos, mientras otros no han rebasado la organización tribal y los regímenes autoritarios. En unos se convive políticamente a partir de grandes consensos sociales y en otros impera el más rudo despotismo.
Durante miles de años, las grandes culturas y civilizaciones vivieron y progresaron aisladas las unas de las otras y cuando se encontraron las diferencias eran enormes, aunque no esenciales. De ahí surgió la evidencia de que la humanidad es genéticamente homogénea y culturalmente diversa.
El hecho de que algunos países hayan progresado más rápido que otros en cuestiones nodales de la cultura y las tecnologías no indica que unos fueran superiores a otros, pero sustentó un paradigma de dominación, aún vigente.
Paradójicamente, los que en Occidente dicen no creer en la democracia liberal reclaman elecciones libres, parlamentos, instituciones judiciales y mejores gobiernos. En ningún caso aspiran a que en sus países se constituyan cantones, califatos, teocracias, reinos, dinastías ni imperios.
Ellos, los increyentes, no defienden las monarquías, detestan las dictaduras y suspiran por una convivencia social ajena a la violencia y las imposiciones.
Todos quieren vivir en climas de justicia social regidos por estados de derecho, constituciones avanzadas, participación popular, elecciones periódicas y honestas y gobernantes que puedan ser reiterados y revocados.
Colocado ante la disyuntiva de responder a la pregunta de en qué creen los que no creen en la democracia, concluyo que tales personas, envueltas en un fascinante y contradictorio proceso dialéctico, no sólo creen, sino que defienden lo que dicen no acreditar. Es surrealista.
En ese caso se expresa una tensión entre la compresión del fenómeno a escala social y eventos concretos que ocurren cuando, establecido el régimen basado en la soberanía popular, el sufragio y el derecho, la trayectoria democrática zigzaguea, retrocede, a veces de modo violento, y deja caer sobre las sociedades y las personas una niebla que no permite atalayar el horizonte. Ese estado de calamidad puede durar décadas.
Cuando los procederes democráticos han sido torcidos, la recuperación pasa por períodos más o menos prolongados en los que pueden establecerse formas de gobierno ejecutivas en las cuales auténticos líderes populares encabezan revoluciones legítimas para restablecer la democracia. Los que no creen en ella, tal vez sepan lo que buscan; yo no. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diario ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.