Lo más especial de mi vida es la variedad de gente que conozco. Gente linda que se acerca de formas extrañas y mágicas para quedarse en mi entorno. Gente que llega para dar, para ofrecer algo, para generar un trueque permanente que implica seguir ofreciendo y recibiendo con el mismo cariño. Así llegó Amanda Acosta a mi vida.
Me envió un mensaje por Messenger diciendo que tenía unas cositas que donarme para La Vía Láctea, un proyecto para la primera infancia que fundé con unas amigas. Como Amanda tenía una bebé de diez meses, me pidió que fuera a su casa.
Ese día hicimos clic. Todo en ella me resultaba familiar: su casa, su niña, sus manos finas como lirios. Cuando me dio la bolsa con los materiales para los niños, tenía la sensación de que ya me los había dado antes, en otra vida. Con ella se aplica esa expresión cursi de: “Me parece que la conozco de toda la vida”. En ese momento pensé que era una conexión entre nosotras, creí que yo también era especial y que la magia del encuentro nos abrazaba a las dos. Tiempo después supe que ella creaba esas conexiones con las personas. No soy yo, es ella la especial.
Desde esa primera vez, entre un té de yerbas exóticas y unos dulces hechos por ella, me contó que su sueño era crear una comunidad. Yo sonreí sorprendida, pero en realidad no entendía a qué se refería con “hacer una comunidad”.
El 28 de junio de 2024 fundó Vida Consciente, un espacio para la meditación, la conexión con el cuerpo y la espiritualidad. Tres meses antes había comenzado a compartir contenido sobre numerología en su cuenta de Instagram. Cinco años antes había llegado a su vida un libro de Numerología Tántrica, escrito por Yogui Bhajan. Diez años antes de crear su grupo, se acercó por primera vez a la meditación. Como les sucede a algunas personas, llegó al “mundo de la espiritualidad” buscando salir de una gran crisis emocional.
Su crisis fue provocada por un negocio infructuoso. Cuando aquello ella viajaba a Rusia y compraba ropitas para venderlas en Cuba. En uno de los viajes sufrió una estafa y perdió los ahorros de años y la esperanza de salir del “mundo de las ventas” para hacer algo que realmente le gustara y la hiciera sentirse útil.
Gracias a la meditación salió de su estado depresivo y cambió su forma de ver la vida. “Yo era bastante material en ese tiempo, no escuchaba mi intuición. Pero comencé a conocer personas muy lindas, porque uno cambia su vibración, la manera en la que piensa”.
Comenzó a experimentar una transformación que sería la semilla de la persona que es hoy. Cuando aprendió a leer los números y contarles a sus amigos lo que veía en ellos, se ensanchó esa vibra mágica que tenía dormida. Con la numerología ayudó a un amigo a dejar de fumar. A otra a encontrar el foco, a centrarse en lo importante y darle buen cauce a sus energías. Ha ayudado a sanar heridas y a cambiar estilos de vida.
Amanda es licenciada en Contabilidad y Finanzas. Trabajaba en Comercio Exterior haciendo estudios de mercado, algo que le fascinaba. Pero, poco a poco, fue colándose en su pecho la necesidad de fomentar otros vínculos alrededor del tema espiritual. Con el apoyo de su familia y de su esposo ha logrado dedicar la mayor parte de su tiempo a la comunidad. Es una persona que escucha atentamente. Tal vez por eso tiene alma de líder.
Eliminó de su vocabulario la palabra “problemas”, prefiere hablar de “situaciones” y así ve la vida, intentando aprender de todo y de todos, comenzando por su pequeña hija, que ahora tiene 3 años.
Para crear la suya tomó referencias de otra comunidad liderada por una amiga que vive fuera de Cuba. A partir de esa experiencia concibió su espacio, en el que un grupo la acompaña desde entonces. Al primer encuentro que convocó fueron solo tres amigos y su hermano. Así comenzó el viaje de Amanda como guía y aprendiz. Luego fueron sumándose miembros y ya son tantos que debe reestructurar las dinámicas para poder darle tiempo y espacio a cada uno.
La comunidad funciona a través de estos encuentros presenciales y un grupo de WhatsApp donde cada integrante genera intercambios casi a diario. Ella funciona como eje central, pero lo importante es que el grupo tenga vida orgánica, que haya interconexión. A través de esa red de apoyo, los miembros comparten sus experiencias de vida, sus inquietudes, sus dudas en el viaje espiritual.
Amanda desea que cada uno se sienta importante. Que reciba apoyo el proyecto de cada uno, que se vinculen las experiencias de trabajo.
Aunque tienen como sede principal una casa de El Vedado, se han reunido para meditar en La Quinta de los Molinos, en Morro-Cabaña, en el Parque Almendares y cerca de la Plaza de la Revolución.
Yo soy medio incrédula y poco espiritual, no me hago preguntas trascendentales ni dedico tiempo de mi vida a meditar. Solo lo he hecho un par de veces, cuando Amanda me ha convidado y he formado parte, por unas horas, de esa energía linda que se crea en los encuentros de su comunidad. Ella me dice, sabiamente, que experimente y luego opine, que no me cierre a la conexión conmigo misma que ofrece la meditación. Ella me recomienda escuchar a mi cuerpo y yo solo le hago caso cuando me duele la espalda por escribir encorvada o cuando la ropa no me sirve y asumo que mi cuerpo me quiere decir que haga un poco de dieta. Definitivamente aún tengo esa forma de pensar que resulta limitante, y mi camino de la espiritualidad está empedrado. Sin embargo, hay algo que me apasiona de ella, de sus prácticas, de su comunidad: el sentido de grupo.
La comunidad es un espacio de diálogo. Un lugar en el que cada miembro tiene un valor, sabe que su voz será escuchada y respetada. Un sitio en el que todos son diferentes y sus historias de vida se conectan en un punto de luz y oscuridad. Escuchar a personas distintas y sentirlas vibrar en una misma frecuencia es algo verdaderamente especial.
Mientras Amanda guiaba la meditación y los miembros de la comunidad reposaban sobre la yerba, yo sentí que estaban realmente conectados, con ellos mismos, con ella, con el entorno. Yo tenía una pierna acalambrada, un ojo cerrado y otro abierto, pero observaba cómo todos los demás estaban en paz. Una paz que se podía respirar.
Ese día, cuando terminó la sesión, se sentaron todos a conversar como de costumbre. Pusieron unas mantas y sacaron las cosas de comer que cada uno llevaba para compartir. Lo que cada uno puso en el centro evidencia también la diversidad del grupo: frutos secos, pan con queso, nachos artesanales, caramelos, galleticas saladas… Cada integrante de la comunidad tiene un estilo de vida diferente. Unos llegaron en bicicleta, otros en carro, otros a pie, otros en guagua. Para mí fue revelador verlos a todos sentados y en comunión gracias a la meditación. Sé que, más allá de la práctica, abrazan la idea de un espacio plural, donde no se juzgue, ni se exija, donde se respeten los tiempos y se aprenda a vivir en colectividad.
Ahí había pediatras, modelos, un vendedor, una estomatóloga, un escritor, una ama de casa, comunicadoras, economistas, dueños de pequeños negocios, una astróloga, estudiantes universitarios, líderes de otras comunidades y hasta un agente de viajes a Dubai. Cada uno contó sus vivencias tristes y cómo encontrarse con Amanda los había salvado. Yo sé que coincidir con ella significa hacerlo con todos los demás por su mediación. Y ese es precisamente el valor de la comunidad que ella soñó.
Muchos de los testimonios tenían un denominador común: “Yo no creía en la meditación”. Un día se entregaron a la experiencia y les cambió la vida.
A lo mejor a mí también me llega ese día; mientras tanto, disfruto la paz de los otros y observo con respeto el viaje espiritual de mi amiga. Un viaje que le ha hecho bien a mucha gente y que hoy sigue sumando cuerpos a ese abrazo profundo y humano.