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Han pasado cinco años desde que nos mordió la bestia diminuta. Cinco años desde que se extendiera la pandemia de COVID-19 a todos los continentes y de que el mundo tuviera que apagarse un poco para resistir el embate del SARS-CoV-2.
En el período más álgido de la pandemia, cuando los reportes estadísticos diarios caían como puñales sobre nuestras cabezas, tuvimos más miedo que nunca y, sin embargo, durante meses supimos practicar el aislamiento físico como forma paradójica de solidaridad, aplaudimos a los médicos y comprendimos las lógicas de la inmunidad de rebaño.
Pensábamos que después de esa experiencia seríamos más comprensivos, empáticos; que la ciencia conquistaría al fin la mayor reputación social y tendría un lugar privilegiado para el trazado de políticas; que la colaboración entre países y entre lo público y lo privado sería norma irrevocable; que sabríamos apreciar mejor los peligros de la huella que dejamos en nuestro planeta y actuaríamos en consecuencia.
Pero nada de eso. Aprendimos mucho menos de lo que creímos que aprenderíamos después de tanto dolor.
El mundo hoy es todavía más peligroso de lo que era: cada vez más votos van a las ultraderechas y los fanatismos; la disparatada economía genera más desigualdad; las guerras se multiplican: los muertos bajo la metralla aumentan y el peligro nuclear acecha; las tecnologías evolucionan sin control y unas minorías de ultrarricos las dominan.
Así va el mundo. Y así va también para Cuba y los cubanos, que han tenido que vivir estos últimos cinco años como los más terribles en varias décadas.
Las estadísticas oficiales hablan de poco más de 8500 fallecidos y 1,1 millones de contagios por COVID en la isla: números que representan un bajo impacto en comparación con otros países del mundo.
Algunos quedaron marcados por estadísticas escalofriantes e inevitablemente inexactas, porque en todos —también en Cuba— probablemente hubo más muertes que las registradas.
Pero pasado el tiempo, aunque no de la misma manera, casi todos los países del mundo pudieron salir adelante, recomponerse, a pesar del trastorno gigantesco que causó el coma inducido en la economía global.
El enfoque de enfrentamiento a la pandemia —más o menos restrictivo en cada caso— o el grado de disponibilidad de vacunas y su aplicación definieron la forma y la velocidad con la que se remontó la emergencia sanitaria para llegar a lo que se dio en llamar la “nueva normalidad”.
En Cuba, a pesar de la relativamente baja incidencia de la enfermedad y de la baja mortalidad —gracias al control epidemiológico y el extraordinario logro de cinco vacunas que protegieron a los cubanos de todas las edades— un golpe adicional sobrevendría: el gran equívoco que resultó ser la Tarea Ordenamiento, con muchas víctimas y ningún responsable que haya pedido, al menos, sinceras disculpas.
En la Cuba de los últimos cinco años ha quedado al descubierto el sumo grado en que puede dañarnos la política integral de sanciones que ejerce Estados Unidos al estar combinada con las deficiencias estructurales de un modelo económico necrosado y con un ensarte de malas decisiones: platos rotos que nadie paga.
No practicar —o practicar a medias— los cambios necesarios en la política económica del país… No hacerlo por irresponsabilidad, ignorancia o mala fe —quién sabe— ha convertido estos cinco años en un extenso martirio que debe terminar ya, sí o sí.
El legado traumático de la pandemia se ha multiplicado. La escasa disponibilidad de divisas (ni frescas ni en créditos o ayudas) que se necesitan, tanto para regenerar las producciones y servicios exportables como para importar bienes de consumo (¡hasta los más básicos!); la creciente inflación; la escasez de todo tipo de oferta; la bajísima productividad e incentivo para el trabajo… y mucho más, han definido esta especie de “dominó trancado” que podría condenar el futuro de varias generaciones de cubanos si no se actúa pronto.
Todo esto ha derivado en pobreza profunda, transversal y extendida; en una sangría poblacional por las masivas y sostenidas emigraciones de los últimos años; en desesperanza y soledad, sobre todo para los mayores, quienes constituyen un cuarto de la población y son los que están pagando los costos más altos de la crisis.
Cinco años deberían bastar para dejar de hacer experimentos sin resultados, para dejar de intentar, con parches, solucionar las “distorsiones” que son, en realidad, grandísimos, monumentales, insoportables males que aquejan y derrotan al cuerpo social y a las personas individualmente.
Esta efeméride debería marcar el término de la inacción; el retiro forzoso de aquellos que solo saben poner los palos en la rueda; el fin de las contrarreformas en la economía —los pasitos de Ruperto.
No se puede esperar más para pasar de la resistencia numantina a la creación, con todos los riesgos que eso suponga, y aun en un contexto —muy previsible— todavía menos favorable que el de hace cinco años.
“Lo que ahora podemos ofrecer es, sobre todo, un ejemplo. No necesariamente el de Numancia (…) sí (…) el de la imaginación imprevisible”. (Cintio Vitier, 1999)
¿Cuánto más hay que esperar para que se utilicen las “vacunas” económicas que liberen la economía y la iniciativa social —todas explicadas, bien documentadas, por científicos sociales cubanos y economistas; tan patriotas, notables y necesarios como aquellos que crearon la Abdala, la Soberana y la Mambisa?
Todo indica que, con el matasellos de la Casa Blanca, seguirán llegando cartas con muy malas noticias para Cuba en los próximos días, semanas y años.
La “nueva normalidad” cubana, que no acaba de llegar tras el vendaval de la COVID-19, no puede depender de esos ramalazos trumpianos ni de las posaderas atornilladas en las sillas de los burócratas insensibles, reacios a perder ni un milímetro de sus privilegios.