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Cuando los habaneros sintieron la explosión que sacudió la capital en la noche del 15 de febrero de 1898, pensaron que había estallado un polvorín, que el tanque de gas natural de la ciudad había explotado o que habían puesto una bomba.
Luego supieron que el acorazado U.S.S. Maine, anclado en la bahía desde hacía tres semanas, había volado en pedazos y arrastrado a 191 marinos al fondo. Aunque aquella no sería su causa última, la explosión del Maine facilitó que los Estados Unidos intervinieran en la guerra de independencia de Cuba.
Durante los cuatro años que mediaron entre aquel acontecimiento y el 20 de mayo de 1902, día en que se proclamaría la República, el tiempo histórico se aceleraría como nunca antes.
Al cabo de “una guerrita espléndida” (Teddy Roosevelt dixit), de dos meses y seis días, los españoles se rindieron al mando del general Shafter en vez de a Calixto García, cuyos mambises habían decidido la batalla terrestre de Santiago; las tropas de EE. UU. armaron sus tiendas de campaña en la Plaza de Armas y usaron el Castillo de la Real Fuerza como barracas, al tiempo que construían una base permanente, el Campamento de Columbia, en un tramo de las tierras altas de Marianao; y el comandante de las tropas de caballería llamadas rough riders, un médico militar condecorado por sus acciones en la guerra contra los apaches, fue designado gobernador de Cuba en lugar del Capitán General español.
La nueva Cuba iba a estar atada a los Estados Unidos por “vínculos de singular intimidad”, declaraba de manera ominosa el presidente McKinley en su discurso sobre el estado de la Unión a fines de 1899, pero “cómo y cuánto, lo ha de determinar el futuro, según el grado de madurez de los sucesos”. Nadie en la isla podía predecir cuánto duraría esa presencia militar, o en qué términos iba a concluir.
Según “el grado de madurez de los sucesos”, la ocupación duraría tres años y medio, dejando atrás una república anómala: una nación supuestamente independiente en cuyos asuntos los Estados Unidos tenían el derecho constitucional de intervenir.
Del lado de los cubanos, la guerra de independencia se había librado por “Cuba libre”, una república, según Martí, “con todos y por el bien de todos”. Si en 1868 la habían iniciado propietarios de tierras e incluso de esclavos, en 1895 había sido declarada y combatida por un ejército y una organización política creados de abajo a arriba en vez de arriba abajo, al decir de Máximo Gómez.
El cuerpo de oficiales del Ejército Libertador no incluía solo a dueños de plantaciones (muchos ya arruinados por la guerra misma), sino a profesionales, pequeños agricultores y obreros. Aproximadamente 40 % de ellos no eran “blancos”, y la proporción aumentaba a 60% entre las tropas. Según reportaría el Tte. Col. R. F. Bullard, veterano de la ocupación, en un artículo sobre las diferencias que él advertía entre Cuba y EEUU, publicado en la primera década del siglo XX: “Para el norteamericano en nuestra patria, ver al negro como igual, desde los puntos de vista social, político o incluso industrial, es una afrenta, una ofensa y nada menos que eso; en Cuba, no lo es”.
Las expectativas de la mayoría de los que habían luchado por la independencia incluían no sólo la igualdad racial, sino también la reforma agraria, el cese de las diferencias extremas de riqueza y pobreza y recompensa para los que se habían sacrificado en el exilio, en el servicio militar, en el desplazamiento o por causa de las confiscaciones ejecutadas por los españoles. Esas expectativas incluían una política exterior y comercial amistosa hacia Estados Unidos, pero no monopolizada por estos.
El gobierno del Norte no perseguía entregarles Cuba a los herederos políticos de Martí. Cuando el Maine entró en la bahía de La Habana, las negociaciones seguían en marcha para lograr un armisticio y alcanzar un estatus semiautónomo para Cuba o su venta a los Estados Unidos. Esas negociaciones continuaron luego de que el acorazado estallara. Cuando España se negó a vender, y los mambises siguieron bregando por Cuba libre, McKinley optó por la guerra.
También entre el público norteamericano había mucha simpatía por la independencia de Cuba, e incluso un sector del Congreso manifestaba una cierta resistencia a levantar un imperio norteamericano sobre los restos del español. Así que para responder a la declaración de guerra, se propuso y aprobó por las dos cámaras la Enmienda Teller: “Los Estados Unidos rechazan cualquier disposición a, o intención de ejercer soberanía, jurisdicción o control sobre dicha isla, excepto en lo que respecta a su pacificación, y afirma su determinación, cuando ello se consiga, de dejar el gobierno y el control de la isla a su pueblo”. Esas palabras aún pueden leerse en el monumento a los soldados y marineros del Maine en el Malecón. Los representantes cubanos en los Estados Unidos también exigieron garantías de que la retirada de los Estados Unidos acompañaría el pago de las pensiones del ejército independentista desmovilizado.
Pero no todos en la isla estaban por una república soberana e independiente. Gran parte del comercio permanecía en manos de españoles que no partieron de vuelta a la madre patria con las tropas evacuadas. Numerosos propietarios y profesionales conservadores, españoles y cubanos, habían pedido una intervención norteamericana en los últimos años de la guerra, pues también muchos de ellos le temían al ideal de Martí.
Para políticos como McKinley y Roosevelt, la “pacificación” mencionada en la Enmienda Teller conllevaba un gobierno dirigido por las clases propietarias. Semejante gobierno podría pedir la continuación del dominio norteamericano o, en cualquier caso, constituiría un obstáculo al cambio radical.
Aunque el acuerdo previo establecía la jubilación del Ejército Libertador, las tropas mambisas insistían en entregar sus armas a las autoridades locales cubanas y no a las fuerzas de ocupación, y algunas unidades rehusaron aceptar sus pensiones o entregar sus armas hasta que la ocupación cesase de hecho.
Para las elecciones a una Convención Constituyente, el general interventor Leonard Wood le aseguraba a su gobierno que “el pueblo cubano se da cuenta de que no están listos para autogobernarse” y que elegirían “a la mejor clase de hombres.” Así que le prestó su apoyo a “las mejores clases” por la vía de limitar el sufragio, a través de requerimientos de propiedad y alfabetización, aunque se vería obligado a hacer excepciones con los veteranos del ejército mambí. También hizo campaña abierta por sus propios candidatos. No obstante, la mayoría de ellos perdieron. En su lugar, fueron electos muchos de “los peores agitadores y radicales políticos”.
En sus informes secretos, Wood transmitía total desprecio hacia Juan Gualberto Gómez, el delegado del Partido Revolucionario Cubano de Martí en La Habana, uno de los escasos no blancos entre los treinta y un miembros electos a la Convención Constituyente. A él se refería cuando le escribió a Teddy Roosevelt acerca de algunos “degenerados de la Convención, liderados por un negrito de nombre Juan Gualberto Gómez; hombre de reputación indeseable, tanto moral como políticamente,” cuyo propósito era “sacar adelante a su propia raza y ver qué podía lograr políticamente para su beneficio personal.” Antes de enviar la carta a Washington, Wood cambió “degenerados” por “agitadores.” Pero mantuvo su queja sobre la actitud ingrata de los cubanos: “resulta poco menos que imposible hacerles creer que sólo tenemos en mente sus intereses”.
En noviembre de 1900, luego de casi dos años de ocupación, los delegados a la convención comenzaron a reunirse en lo que fuera un salón de baile convertido en teatro, llamado el “coliseo de las cien puertas”, el Teatro Irioja, rebautizado como Teatro Martí. Terminaron redactando una constitución única en América Latina, donde se establecía por primera vez la separación de la Iglesia y el Estado. A pesar de las peticiones de los clubes revolucionarios femeninos, la Convención rechazó una propuesta para permitir el sufragio de las mujeres, remitiéndolo a posterior legislación. Pero sí adoptaron el sufragio masculino universal, rechazando las reglas racistas promovidas por Wood para la propia elección de los constituyentes.
Bajo el liderazgo de Juan Gualberto, Salvador Cisneros Betancourt y otros, rechazaron en dos oportunidades una propuesta para limitar la soberanía cubana propuesta por el Senador Orville H. Platt, de Maine y aprobada en el Congreso norteamericano. La Enmienda Platt requería que la Constitución de Cuba ratificase todas las decisiones adoptadas por el gobierno de ocupación, entregarles a los Estados Unidos derecho exclusivo para construir bases navales, y la potestad para intervenir en Cuba como le pareciera, “para la preservación de la independencia de Cuba, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual, y para cumplir las obligaciones que con respecto a Cuba les impusiera a los Estados Unidos el Tratado de París”.
El 2 de marzo de 1901, 15 mil cubanos desfilaron por las calles de La Habana para rechazar la Enmienda Platt. Los manifestantes avanzaron por Prado, Neptuno, Galiano y Reina, alentados por muchos más en las aceras, balcones y portales. Hicieron un alto en el exterior del Teatro Martí para apoyar la posición adoptada por los delegados. Después, avanzaron por las calles de la Habana Vieja hasta el Palacio de los Capitanes Generales, donde presentaron una petición al general Wood, condenando la Enmienda y la presión ejercida sobre la Asamblea para su aprobación.
Cuando la Convención constituyente intentó introducir modificaciones a la Enmienda, el gobierno de EE. UU. les hizo saber que no se admitiría ninguna. Si la Enmienda Platt no era aceptada tal cual, no se pondría fin a la ocupación. Finalmente la aprobaron por mayoría, primero por un margen de un voto y luego (con cuatro abstenciones) por un margen de cinco.
En el mediodía del 20 de mayo de 1902, con la Enmienda Platt incrustada en la nueva constitución, las banderas cubanas al fin remplazaron a las norteamericanas y las tropas de ocupación se retiraron. El pueblo cubano lo celebró durante días.
Subsumir el 20 de mayo en su lado negativo ignora lo que significó en su momento para ese pueblo, especialmente el de abajo. Lo que conllevó como salto adelante para grandes masas de población recién salidas de la esclavitud; para las generaciones inmoladas en la contienda más atroz de la independencia americana, y cuyos sobrevivientes pudieron ver el fruto, aun incompleto, de tanta sangre derramada; para quienes se sintieron dignos de llamarse cubanos y de seguir subiendo hacia la República más plena prometida por Martí; para los que vivieron esa pasión republicana no como un atributo constitucional o de funcionamientos institucionales, sino como conquista en el campo de las relaciones sociales reales, la acción política y la continuidad de esa lucha. Así lo sintieron sindicalistas, estudiantes, maestros, obreros, intelectuales, campesinos pobres, revolucionarios de los años 20 y 30, los que vinieron después, y quienes los respaldaron y siguieron.
Desde 1959, la significación del 20 de mayo ha polarizado posiciones. En ambas, se suelen confundir el orden institucional del Estado cubano sellado en 1902-1933 y el extraordinario proceso histórico de Cuba hasta 1959. Esta reducción se limita a idealizar o satanizar, uniformizar y simplificar etapas y momentos muy diferentes de la historia social y política nacional, incluidas las relaciones con el vecino del Norte. Momentos como el que va desde la instauración de la primera república y sus luchas internas, desembocadas en la revolución del 30; y el que da cuenta de los cambios sociales, culturales, ideológicos, traídos por esa revolución, que transforman el orden constitucional, económico, político, aún dentro del marco de un capitalismo dependiente, neocolonial, y donde se arraigan y toman sentido las reformas posibles, como paso en la radicalidad de otros cambios.
Tiene lógica, desde luego, que los socialistas cubanos hayan rechazado la sacralización de esa fecha, que celebraba una independencia simulada, atrapada en el semiprotectorado de la enmienda Platt y en los juegos partidocráticos y pactos de conveniencia que convertían la política en esa actividad inmoral que las familias cubanas enseñaban a despreciar. Y también tiene lógica que los enemigos del interés nacional hayan secuestrado y capitalizado ese acontecimiento, exaltándolo como la clave de la “Cuba verdadera”, y se calen el gorro frigio mientras se identifican con lo más enajenante de ese antiguo régimen, sobreviviente en la cultura del exilio duro, y muy especialmente, con el interés de los Estados Unidos.
Lo que parece inexplicable es que aquí y ahora prescindamos de la mirada compleja que exige el sentido del momento histórico más mínimo sobre aquel evento. Que sigamos enseñando la historia sin profundizar en esas estrechas, contradictorias dinámicas entre lo que llamamos “luces” y “sombras”, como si fueran siempre ajenas y separables, en vez de vetas en un drama cuyos protagonistas no son nada más héroes y villanos. Que todos esos retos, carencias y consecuencias sigan fijados en un muro de las lamentaciones. Que cuando llegue esta fecha no sepamos qué hacer para abordarla y la dejemos siendo pasto de la rutina y la mediocridad intelectual.
Que digamos “este no es el mejor momento”. En vez de “caerle como un 20 de mayo”.
Este enfoque debería ser leído en TODOS los centros docentes de Cuba, tal cual ha sido expuesto.. Gracias profesor