La actualidad cubana me hace volver una y otra vez a fotografías tomadas en el pasado. Podría parecer un ejercicio de desempolvar archivos, pero es todo lo contrario. A fuerza de correr en círculo, esas imágenes, lejos de envejecer, se renuevan de tanto en tanto. Como si el tiempo en la isla no avanzara en línea recta, sino que girara sobre sí mismo, volviendo siempre al mismo punto de partida.
Ese recorrido fotográfico se emparenta, también, con la sensación de que lo que acontece en Cuba parece pasar —por mandato de alguna lógica no escrita— por un tamiz absurdo.
Uno de los capítulos más recientes de la surrealista saga tiene de nuevo internet como protagonista.
Las fotos son de hace diez años, cuando se extendió el acceso a la red de redes mediante puntos de wifi en parques, hoteles y ciertos espacios públicos, el llamado Internet de contén.
La gente copaba cualquier parque con wifi, teléfonos en alto buscando señal, vendedores ambulantes de tarjetas de recarga susurrando “wifi, wifi”, computadoras por doquier como si fuera un cibercafé sin café ni sillas ni mesas.

Desde entonces, el acceso a Internet en Cuba ha oscilado entre lo milagroso y lo frustrante, entre la conquista y la renuncia. Las tarifas —desproporcionadas para el salario promedio— fueron siempre un obstáculo, pero la necesidad de estar conectados, de asomarse al mundo, de saber de un hijo en Miami o de ver memes, fue más fuerte.

Así, la gente se las arregló como pudo. Haciendo colas eternas en los puntos de Etecsa —única empresa que controla la telefonía y la conexión en el país— para comprar una tarjeta, esperar las rebajas prometidas, compartir paquetes de datos entre vecinos o cruzar los dedos cada vez que Etecsa anunciaba mejoras en su servicio.
En diciembre de 2018 se habilitó el uso de datos móviles y la comunicación virtual ganó mucho en privacidad. Los precios, en un inicio muy elevados, con los años fueron haciéndose más accesibles, si bien la creciente desigualdad marcaba una brecha digital importante.
Y así llegamos al presente: el tarifazo, una subida estrepitosa en los precios de los paquetes de datos móviles, aplicada en una economía ya golpeada por la inflación, la escasez, los apagones y una emigración desbordada.
El rechazo fue inmediato y masivo. Por WhatsApp, Telegram, X, siguen lloviendo críticas y memes, en una isla donde el humor es tan eterno como el verano.
Pero hay algo nuevo esta vez. A diferencia de épocas anteriores, cuando las críticas quedaban confinadas al choteo íntimo o a los murmullos de esquina, hoy —gracias precisamente al acceso digital— la indignación se expresa, se comparte, se multiplica. La protesta traspasó las redes sociales y, protagonizada por estudiantes universitarios, los usuarios no solo se quejaron: exigieron respuestas.