Getting your Trinity Audio player ready...
|
Los llamados jefes, a los que uno quisiera ver como servidores públicos, nos invitan constantemente a la crítica constructiva. Ello implica involucrarse en el espacio que uno considera que debe mejorar, aportar ideas y soluciones, trabajar arduamente para dar el ejemplo.
Callarse no ha sido obligatorio; es una elección, nos dicen.
Recuerdo la primera vez que vi la película alemana La ola (2008), en la que un profesor propone a sus alumnos un experimento social para explicar cómo funciona una dictadura.
Bajo su liderazgo, crean un movimiento llamado “La ola”. El profesor introduce una vestimenta común para todos los miembros del grupo: una camisa blanca. La idea es fomentar unidad, igualdad y disciplina. Pronto la ola gana popularidad entre los estudiantes.
Pero lo que comienza como una dinámica inocente y educativa sobre el poder, se escapa de control. Una nueva identidad colectiva arrasa con la individualidad y se impone una estructura grupal que castiga la disidencia con aislamiento y desprecio.
Al verla entonces pensaba: yo también me pondría la camisa blanca como todos, sin cuestionar, y me perturbaba la joven que decidió resistirse al colectivo, vistiendo una camisa roja.
La película revela que la cohesión grupal no necesita de una amenaza directa: basta con el miedo a ser el otro.
En Cuba, decir tu verdad, defender tu postura, implica riesgos; aunque la expreses en el lugar “indicado” y sea dicha con respeto y argumentos; aunque pongas el pecho y seas el primero en actuar en consecuencia con tu propuesta.
Significa exponerse al escrutinio de los compañeros de trabajo. Si eres estudiante, puedes quedar ausente de alguna lista, ser menos “integral” al cierre del curso, amén de tus notas excelentes; puedes perder oportunidades laborales, ver reducidas tus opciones de crecimiento profesional o, simplemente, sentir la mirada acusadora de quienes consideran la crítica como una falta de “comprensión”.
Siempre algún suspicaz te aconseja callar, porque “los dientes pagan lo que la lengua habla”.
Algún jefe pone su mano en tu hombro y te mira condescendiente. Alguna voz amiga llega con el recado de otro cercano al poder, aconsejando que “no te metas en candela”. O escuchas frases aisladas del tipo “tiene más coraje que Maceo”, “este no sabe en lo que se está metiendo”.
No ha sido necesario que exista censura explícita para que el silencio se convierta en la norma. El temor al rechazo, la exclusión o la pérdida de estabilidad económica o, en casos más graves, las “llamadas de atención”, la “profilaxis” policíaca, y hasta la privación de libertad de algún conocido, han sido herramientas suficientes para moldear un discurso y un comportamiento bastante homogéneos.
La cohesión social ha tenido un costo en este país: la autocensura, la participación forzada, el silencio estratégico. No hacen falta leyes draconianas cuando el tejido político se encarga de regular la conducta de los individuos.
A riesgo de ser tachado, de ser observado con atención, de “marcarse”, en Cuba cada vez más los ciudadanos entienden que no estar de acuerdo no es un delito, que es importante decir bien alto esa verdad propia que susurramos en los pasillos o en “lugares seguros”. El consenso sólo se alcanza dialogando.
Cuba es una trinchera sitiada, con declarados enemigos de su soberanía y otros silenciosos con una consigna en la mano como carta de presentación. Pero renunciar al respeto de la opinión distinta tiene que ser tan innegociable como el carácter independentista de la patria.
Unos critican para convertirse en mártires, porque hacen de los acontecimientos sucesivos un relato para la lástima o para el negocio. Otros gritan su verdad porque ya no la aguantan por dentro. Otros muerden la jugosa carnada de la sinceridad, antes de darse cuenta de la trampa, y se sorprenden negociando el silencio con privilegios.
Cuba no es un país de confundidos, Cuba es un país de gente heroica: de madres soplando la frente de sus hijos para que se duerman en medio del caluroso, largo y constante apagón; de artistas e intelectuales pescando en represas para llevar un plato de comida a su casa.
Por ellos, por todos, algunos servidores públicos deberían posar menos como víctimas. Deberían dejar la férrea cacería de los que se siembran en esta tierra para hacerla mejor, y no pueden quedarse callados ante lo que es burocrático, absurdo, corrupto e insensible.