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Para muchas personas la universidad es el lugar donde pueden, finalmente, estudiar la carrera que les interesa, después de años de enseñanza general; tener la posibilidad de descubrir y ser parte de una comunidad con sus mismos intereses profesionales.
Para los instrumentistas representa algo diferente. La gran mayoría de nosotros ya sabe tocar su instrumento, probablemente ha cursado años de enseñanza artística y muchos, incluso, ya trabajan como músicos de forma regular. Entonces, ¿por qué ir a la Universidad de las Artes?
Algunos profesores nos dicen que es para realizar trabajos investigativos, dado que, como ya tocamos, eso es lo que nos faltaría. Casualmente, ninguno de estos profesores es instrumentista…
La universidad es, pues, para hacer repertorio; para trabajar las piezas a un nivel superior y para desarrollar una personalidad artística propia. Ya no basta tocar las notas y hacer lo que te dice el maestro: aquí ya somos músicos, así que debemos elaborar propuestas interpretativas como si de una tesis se tratara. Se supone que tenemos las herramientas para aplicar nuestros conocimientos a las interpretaciones. Y está bien diferir de lo establecido o de “lo correcto”, pero sobre argumentos sólidos; no a corazonadas vacías.
Además de estos objetivos, la universidad es el camino hacia el título de licenciado, ese que, digan lo que digan, sí es importante. En el mundo actual, por consagrado que sea un músico, si carece de certificación universitaria no puede, por ejemplo, enseñar en el nivel superior. Este suele ser el mejor remunerado a nivel mundial (a excepción de nuestros maestros que, por razón que desconozco, cobran un salario inferior al de sus estudiantes que imparten clases en nivel medio. Su sueldo no les alcanza ni para llegar a la universidad por su cuenta).
Dejando a un lado la burocracia, el aprendizaje es un proceso personal, y lo que verdaderamente hace una diferencia (aparte del imprescindible estudio individual) es el maestro.
Un maestro puede impulsarte a dar lo mejor de ti o hacerte odiar tu instrumento. Es muy importante, en esta etapa de cambio, no perderlo de vista. Si se tiene la posibilidad, se debería escoger dónde se estudia según el profesor.
No es menos cierto que una universidad famosa puede aportar ciertas comodidades, beneficios (léase contactos, prestigio); que acaso no vienen mal, pero lo único que garantiza una experiencia de aprendizaje enriquecedora es la relación profesor-estudiante.
Cuando me tocó decidir dónde continuar mis estudios, el ISA parecía la opción obvia. Más que por la institución en sí, por el momento en que me encontraba. Acabados de salir de la pandemia, nuestro nivel medio terminó de forma tan abrupta que casi no puedo recordar aquellos últimos meses de intentos de clase y exámenes atropellados.
Como dije antes, los maestros son clave; por eso aconsejaría fijarse en las cátedras. El ISA puede ser tanto una experiencia enriquecedora como un trámite largo, según este factor.
No puede negarse que incluso los departamentos que mejor se mantienen han decaído con el paso de los años. Yo no conocí esa universidad de la que hablan los mayores, donde el número de plazas disponibles no dependía de los alumnos que simplemente aprobaran, sino que había que luchar por ellas con rigor. Y como este detalle, mil más.
Me viene a la mente algo que nos dijo una vez la profesora de análisis musical: las cosas están difíciles, el transporte está malo, se va la luz (etc, etc); a veces los profesores no son los mejores, pero, aun así, tenemos la posibilidad de ir cada día a la escuela y aprender algo, quizá justamente lo no queremos hacer o a lo que no queremos parecernos. Eso representa una oportunidad aprovechable.
Después de tres años estudiando y en vísperas de mi último año (contando con la tolerancia de nuestra facultad), puedo decir que no me arrepiento de mi decisión.
Me he desarrollado como música sobre todo gracias —aunque a veces a pesar de— mi escuela. Mi cátedra se preocupa por nuestro aprendizaje y desarrollo. Organizan conciertos, festivales, concursos, clases magistrales. La gran mayoría de los profesores tienen vocación por su oficio, y se nota.
Como universidad y facultad tenemos directivos que, en momentos complejos, han entablado un diálogo sincero con los estudiantes, esfuerzo que a veces contrasta con actitudes hostiles de mediocres ansiosos de ejercer el poquito poder que les toca.
Otro punto importante es el hecho de que la gran mayoría de los estudiantes trabajan; algo que hace algunos años quizá no era tan común. Esto le agrega dificultad al proceso de aprendizaje y, en algunas especialidades, lo hace prácticamente imposible.
En mi perfil es toda una hazaña, ya que contamos con una gran densidad de programa que requiere muchas horas de estudio. A lo largo de los años me ha tocado ver con tristeza como muchos músicos talentosos han tenido que dejar, aunque sea por un tiempo, su carrera, porque, desgraciadamente, dedicarse a estudiar a veces es un lujo que pocos pueden permitirse.
Cada cual tiene un proceso de aprendizaje único y personal, con intereses y convicciones. Las decisiones se toman a partir de eso. Tenemos que buscar entornos que propicien nuestro desarrollo, ya sea aquí, allá o acullá, y nadie debe sentirse con el derecho de juzgarnos por eso.
Hay que retarse siempre para descubrir de qué se es capaz. No dejarse guiar por el ruido o la purpurina. Uno aturde y el otro engaña; más vale decidir con inteligencia. Y siempre hay tiempo para rectificar; a nuestra edad suele pensarse que invertir un año en algo que en realidad no se quería, el mundo se acaba, que es el fin; pero no lo es.
Si no hubiese pasado todo mi primer año recibiendo más clases de filosofía que de ninguna otra materia, probablemente no podría terminar este artículo citando a Heráclito de Éfeso, quien decía (entre muchas otras cosas) que el conflicto es el padre de todas las cosas. No hay que temerle, sino usarlo a favor.