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Por , Profesora Titular de Filología Inglesa, Universidad de Alcalá
Las palabras son poderosos instrumentos capaces de conformar la realidad que nos circunda. El nombre que damos a las cosas configura el modo en que se perciben. No es lo mismo hablar de “estrategia de rearme” en Europa que de “mejorar nuestra seguridad”, y no es lo mismo un “plan de deportación” de inmigrantes que un “plan de remigración”.
Toda palabra funciona como un pequeño interruptor en nuestra mente que conecta ideas más o menos dispares, pero que, sobre todo, activa silenciosamente emociones de las que apenas somos conscientes.
El término “deportación” inspira un rechazo automático, posiblemente relacionado con imágenes subyacentes de deportaciones a campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial, pero “remigración” nos evoca sensaciones más positivas, como de “vuelta a casa” después de una “migración”. Sólo si nos detenemos un momento para interpretarlas con calma, veremos que ambas expresiones se refieren a una misma realidad.
Es muy fácil inocular una emoción a través del lenguaje. No hace falta ser un experto, hasta su hijo pequeño sabe cómo “tocarle la fibra” cuando quiere convencerle de algo, y eso que nadie le ha hablado todavía de la Retórica de Aristóteles y del pathos como una de las claves del discurso persuasivo. Los publicistas lo saben, y también los políticos, además de los manipuladores y los diseminadores de desinformación.
Emociones que no admiten argumentos
La cuestión es que las emociones, una vez activadas por determinadas expresiones, son difíciles de ignorar y rara vez pueden contrarrestarse mediante argumentaciones. Apelar a las emociones es, pues, un recurso clásico que sigue funcionando. Y de entre todas las emociones que podemos evocar en la comunicación, las negativas (miedo, ira, tristeza, asco) suelen ser más intensas y perdurables, y por ello son también las más poderosas.
Biológicamente predispuestos para sobrevivir, el miedo nos es útil porque nos permite detectar y reaccionar ante un peligro, incluso si no es real, sino sólo sugerido, como una sombra en la pared. Por eso es una emoción tan inmediata y tan intensa y, como sabe cualquier comunicador, hacen falta muy pocas palabras para activarlo. En los tiempos de la covid se viralizaron mensajes totalmente irracionales que calaron en una sociedad atemorizada. A pesar de los numerosos desmentidos, respaldados por datos científicos, resultaba difícil resistir la fuerza de los bulos basados en el miedo.
En estos días, son los discursos del miedo al inmigrante los que se han multiplicado en los medios de comunicación. Cuando oímos hablar de una inmigración “masiva” o incluso de una “invasión” de inmigrantes, identificamos una posible amenaza y nos ponemos en estado de alerta.
Son necesarios muchos argumentos y un esfuerzo consciente por interpretar cifras y datos objetivos para comprender que la inmigración de que nos hablan ni es “masiva” ni es “invasiva”, pero una vez instalada, la sensación de miedo no nos abandona fácilmente. Es más, algunos líderes políticos o de opinión alimentan este miedo asociando a la idea de inmigración palabras con fuertes resonancias emocionales, presentando la situación como una “emergencia” demográfica para evitar un inminente “reemplazo” poblacional, o una progresiva “destrucción” de nuestra identidad y apelando al derecho a “sobrevivir” como pueblo.
Las representaciones mentales configuradas por estos términos en nuestra mente, sin datos objetivos o argumentos explícitos, condicionan nuestra percepción de la realidad. ¿Quién no reaccionaría ante una “emergencia”? ¿Cómo no defenderse cuando nuestra “supervivencia” está amenazada?
En la narrativa del miedo, una vez identificado el peligro, la reacción instintiva es defenderse y protegerse. Se multiplican entonces los llamamientos para “salvar” la nación, “proteger a nuestras hijas” (no a las “víctimas” o a las “mujeres”, que son conceptos más abstractos y generales), “recuperar” las calles (como si estuvieran invadidas) o a la necesidad de “más muros y menos moros” (aprovechando la aliteración para hacer del mensaje un eslogan más memorable). Es fácil ver en estas reacciones de “defensa” el germen de los discursos de odio.
La confrontación virulenta como estrategia
Existe una percepción generalizada de que los discursos de odio son cada vez más frecuentes y más virulentos, a pesar del rechazo casi unánime a los mismos y de los esfuerzos por parte de los investigadores para intentar desvelar los resortes que los disparan.
La creciente polarización, tanto ideológica como afectiva, en el discurso público parece ser uno de esos resortes. La creación de bandos opuestos, nosotros versus ellos, y la normalización de discursos basados en el conflicto y la confrontación nos presentan una sociedad fragmentada y ponen en peligro la armonía y el bienestar social. Pero también las estrategias del miedo y de la construcción discursiva del otro como una amenaza, menos evidentes y reconocidas hasta ahora, son un detonante de los discursos de odio.
Es importante aprender a reconocer las expresiones, a veces manipuladoras, que intentan hacernos ver la realidad en términos de peligro inminente (metáforas, asociaciones repetidas de ideas, hipérboles). Identificarlas es el primer paso para “resistir” el miedo que las palabras intentan activar antes de que este se convierta en discursos de odio.
Este artículo fue publicado en The Conversation. Lee el original.