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El pasado martes 2 de septiembre, en la secundaria básica Wenceslao Rivero de la ciudad de Las Tunas, ocurrió un altercado entre dos estudiantes que saltó a las redes a través de un video filmado dentro del aula y se convirtió en tema de debate.
Según la Dirección General de Educación del municipio, uno de los alumnos utilizó un lápiz para herir a su compañero. La agresión no provocó lesiones graves, sino “rasguños”, según publicó el periódico 26 de Las Tunas.
Aunque el video es bastante impactante y resulta perturbador el hecho en sí, reducir este suceso a un momento puntual, sería desconocer la complejidad y la raíz de lo ocurrido.
Lo que vimos en el video que circula y lo que se describe en los reportes oficiales es solo la punta del iceberg de un problema mucho más profundo: el acoso escolar, la burla sistemática y la complicidad silenciosa de quienes rodean a los niños y adolescentes.
Lo ocurrido en la escuela secundaria básica Wenceslao Rivero de Las Tunas no es un hecho aislado: es reflejo de un fenómeno que atraviesa muchas instituciones educativas del país.
Un estudiante agredió a otro con un lápiz, sí, y todos hablan solo del momento final, del gesto visible y de la reacción inmediata. Pero casi nadie se detiene a mirar lo que hubo antes: probablemente burlas reiteradas, humillaciones, chantajes emocionales, presión social y un maltrato que se vuelve parte de la rutina diaria.
En cualquier caso, cada pequeña agresión, cada comentario cruel, cada mirada de desaprobación que ignora el dolor de la víctima, se acumula como gotas que llenan un vaso hasta que rebosa.
En el video, llama la atención la pasividad o complicidad que se observa en el resto de los adolescentes. La gran mayoría de los estudiantes no interviene: algunos ríen, otros se burlan y muchos simplemente voltean la cara pensando: “No es conmigo”.
Se trata de un aula sin profesores presentes, con celulares listos para grabar el incidente como si fuera un espectáculo; un aula que se convierte en un escenario donde la indiferencia es tan dañina como la agresión misma.
No justifico la acción del estudiante, pero sí entiendo que ningún niño o adolescente explota de la nada. Y presumo que esta vez volvió a ocurrir. La violencia no surge en un vacío: es la culminación de una presión constante, de un acoso sostenido que erosiona la autoestima y la seguridad.
Cuando el maltrato se convierte en parte de la rutina, la rabia encuentra su salida y los límites de la paciencia se rompen. El silencio, la indiferencia y la complicidad del entorno son tan destructivos como la agresión física.
Cuando un niño finalmente reacciona, la condena social suele ser inmediata. Un niño que defiende su integridad frente a un maltrato repetido no es un simple agresor; es alguien que ha sido llevado al límite por un sistema que falla en protegerlo.
Castigar únicamente el efecto y no abordar la causa es perpetuar la injusticia y enviar un mensaje equivocado a los estudiantes.
Algunas voces de la sociedad han aportado matices necesarios a este debate. Una periodista aseguraba que, aunque no había visto el video directamente, los reportes indican maltrato y burlas repetidas: “Tampoco justifico la agresión, pero si al chico lo agredieron primero con burlas y chantaje emocional, antes de que atente contra su vida, prefiero que se defienda. Ese grupo necesita terapia psicológica colectiva y seguimiento especializado. Parece que muchos grupos lo necesitan, si en ellos sucede algo similar”.
Una educadora con más de 50 años de experiencia consideraba que los familiares y docentes deben prestar atención a los niños y jóvenes, observar su conducta tanto en grupos como cuando están solos, y no permitir que la ocupación y la indiferencia nos vuelvan espectadores de situaciones que pueden escalar en daño emocional o físico.
Muchas de las reacciones que provocaron estos hechos reflejan cómo la violencia escolar no solo marca a la víctima, sino que también evidencia la forma en que los sistemas de control y disciplina pueden fallar, dejando una sensación de injusticia y frustración que perdura.
Esto nos remite inevitablemente a los paralelismos con la película Camionero (Sebastián Miló, 2012), mediometraje que retrata la crudeza del acoso escolar en escuelas rurales de Cuba.
La historia de Raidel y Randy muestra cómo la humillación, la violencia y la pasividad de la mayoría de los alumnos generan un clima de miedo y desesperación.
La película nos recuerda que el bullying no es un problema nuevo y que la educación no puede limitarse a impartir conocimientos: debe enseñar valores, empatía y solidaridad.
Risas cómplices, indiferencia, agresiones grabadas y docentes ausentes son escenas que se repiten y debemos enfrentar con urgencia.
Nada de esto se resuelve con castigos ejemplarizantes ni con comunicados fríos, sino educando en el respeto, enseñando empatía desde casa, observando la conducta de nuestros hijos y poniendo la mirada donde tiene que estar: en proteger a las víctimas antes de que sea demasiado tarde.
El bullying es un fenómeno complejo que requiere respuestas integrales, que incluyan educación en valores, acompañamiento psicológico, seguimiento institucional y un compromiso activo de toda la comunidad.
La violencia escolar, cada vez que se hace pública, nos exige una reflexión profunda sobre cómo construimos ambientes seguros y respetuosos para todos los estudiantes.
Esto siempre ha existido, lo que no existió siempre fueron los celulares sociales redes sociales. Estudie secundaria y ore entre el 81 y el 87 en la provincia Santiago y eran frecuentes altercados así. Pandillas de un escuela atacando a estudiantes de otra y ví el caso de un estudiante víctima de bulling que le encajó en el pecho al otro una cuchilla de cortauñas.