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Hemingway decía que, ante el papel en blanco, bastaba con escribir una oración verdadera. La más verdadera que uno conociera. En Cuba este ejercicio es peligroso, porque la primera verdad que asoma no es luminosa; lleva frustración y desencanto. Y uno quiere escribir algo alentador, no contaminante.
He estado frente al papel en blanco todas estas semanas. No por falta de historias, sino por exceso de realidad. Uno siente que los otros merecen leer buenas noticias, textos esperanzadores, pero no llegan.
Como ese trovador de Santa Clara que se ha dedicado a aprender canciones clásicas, porque lo que tiene para decir es demasiado triste. Espera, paciente, que lleguen mejores energías. Yo también.
Inició el curso escolar. Mi hija mayor llegó al primer grado y, más allá de las expectativas, hay tantas cosas que ya no son como antes.
Quise escribir sobre el Canto de Todos, un encuentro de trovadores iniciando septiembre, que celebró 25 años de haber sido proyecto fundado por Vicente Feliú. Se reunieron artistas y promotores de varios países, aprendices de trovador, esgrimiendo su máxima: “Si el canto no machaca no da frutos”.
El evento sucedió a pesar de todo: la caída del SEN, conciertos suspendidos, escenarios cambiados, programa en constante mutación. Pero ocurrió. En medio de los descalabros, es una victoria importante.
Pude haber roto la maldición del papel en blanco, otra vez, si me hubiera dejado guiar por la experiencia en el “Ella y yo”, el encuentro de cantoras dedicado a Marta Valdés y Eduardo Sosa. Mujeres del continente pariendo conciertos como alientos frescos.
Allí extrañé al público. Ambos festivales acontecieron, sobre todo, para los organizadores e invitados. La falta de transporte, la incertidumbre eléctrica, el etcétera que nos agota, alejan a las personas de la poesía, de la belleza.
Algunos participantes extranjeros se quedaron en La Habana esperando el concierto de Silvio. Y ahí sí, pude escribir sin pausas. Ver la universidad repleta, a tantas personas unidas por un mismo canto, es renovador. Te recuerda que todavía hay país. Que el espíritu colectivo puede aliviarnos de nuestros propios dolores, aunque sea por un momento.
A septiembre le quedan otros finales: Oralitura Habana, un evento para la décima y las tradiciones a partir del prisma de los jóvenes; Pedro Pastor en La Casa de las Américas; exposiciones para insistir desde el arte.
Sin embargo, antes y después de Silvio, veo que al papel en blanco le cuesta sostener mis verdades.
No me atrevo al fluir de mi conciencia. No me impulsa la excepción de un septiembre desbordado en actividades; me cohibe el miedo a un octubre seco, como lo fue agosto, como han sido estos largos meses de supervivencia para la mayoría de los cubanos.
Camino por La Habana Vieja un sábado en la noche y encuentro las calles vacías, los bares cerrados desde temprano, las esquinas inundadas de aguas albañales y basura. Parece una ciudad abandonada.
Los conciertos debieran durar todo el año, las exposiciones. El arte y la belleza debieran ser la regla, no la excepción. Los teatros, los cines, los museos, necesitan de las personas y las personas de ellos.
Imagino El Planetario abierto, El Centro Pablo vibrando, La Cámara Oscura atestada. El cañonazo de las 9, otra vez, como acontecimiento familiar. Las parejas enamoradas esperando el atardecer de domingo a los pies del Cristo.
La (a)normalidad de Cuba es aplastante, y tal como el trovador que no quiere escribir sus canciones, como los que prefieren quedarse en casa antes de entregarse a la aventura ingrata que ofrece la ciudad, conservar el papel en blanco parece ser la mejor decisión.
No obstante, uno que escucha a los maestros se atreve. “Estoy aburrido”, escribí siguiendo el consejo de Hemingway, y me pareció tener cinco años, estar sentado en una sala oscura de la ciudad de Matanzas en los años 90 y escuchar la respuesta en la voz cálida de mi abuela: “Nunca digas esa palabra; siempre hay algo mejor por hacer”.