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Lo que podría parecer un recuerdo del pasado es, en realidad, un presente muy vivo. La euforia del público chileno por Silvio Rodríguez se confirmó apenas salieron las entradas de los dos primeros conciertos programados para su gira actual: se agotaron en menos de una hora. Se sumaron dos funciones más y también volaron, incluso más rápido. No es algo nuevo: desde hace más de treinta años, cada vez que el trovador cubano ha pisado estas tierras, ha ocurrido lo mismo.
Para entender ese lazo tan profundo hay que remontarse a 1972, cuando Silvio llegó por primera vez junto a Noel Nicola y Pablo Milanés, en pleno gobierno de Salvador Allende. Luego vino la larga dictadura de Pinochet, que prohibió su entrada y sus canciones. Hubo que esperar hasta 1990 para su regreso: tras diecisiete años de exilio forzado, volvió con Chucho Valdés e Irakere para dar uno de los conciertos más memorables de la historia chilena, con más de 70 mil personas en el Estadio Nacional.
Ese recital fue un hito. El estadio, con capacidad para 70 mil espectadores, era conocido como “el elefante blanco” porque se creía imposible llenarlo. Silvio lo desbordó, algo que ni siquiera habían logrado los Rolling Stones una semana antes.
Un cuarto de siglo después, el fenómeno volvió a repetirse este 29 de septiembre como parte de su gira por América Latina. Esta vez el encuentro fue en el Movistar Arena, con capacidad para 17 mil personas. Serán en total cuatro conciertos, todos sold out.
El público chileno llevaba siete años de espera desde su última presentación en 2018.
Un par de horas antes del show, el espectáculo ya estaba en las calles. La luz naranja del atardecer golpeaba la cordillera de los Andes, aún con restos de nieve en las cumbres. Bajo ese paisaje, multitudes merodeaban el Movistar. Personas con vinchas (cintas) y pullovers estampados con la cara del trovador delataban la movida. La pregunta inicial —si el público de Silvio estaría marcado por la nostalgia o si habría nuevas generaciones— quedó respondida a simple vista: había una amplia mezcla etaria y, entre ella, abundaban los rostros jóvenes.
Iñaki, de 24 años, heredó el amor por las canciones del autor de “Ojalá” de una tía. “A mi primera novia le escribía versos de Silvio y le decía que eran míos”, confesó entre risas. “Ahora no tengo novia pero me compré entradas para los cuatro conciertos”, remata. Antonela, estudiante de piano de 18 años, descubrió a Silvio por su cuenta: “Un compañero del conservatorio me recomendó el disco Amoríos y quedé fascinada. Hoy vengo a disfrutar de esas canciones y de esos músicos”.
Maritza, de sesenta y tantos, llegó con su hija. En los años de dictadura, escuchaba a Silvio a escondidas en grabaciones caseras: “Su voz me daba paz en medio del horror. Estuve en el Estadio Nacional en 1990 con mi padre, y ahora estoy aquí con mi hija. Es un amor que se va trazando en generaciones”.
Aída, que vive en Coquimbo, viajó seis horas para estar en el concierto. En octubre cumplirá cincuenta años y se regaló una gira: tiene entradas para verlo también en Buenos Aires y Lima. “Pienso llegar a los cincuenta renovada de poesía y amor”, dijo sonriendo.
Da la impresión de que existe una especie de “Silvio tour”. En La Habana, en la escalinata, conocí a una pareja de jóvenes colombianos que había viajado expresamente para estar allí. Mientras conversábamos, me confesaron que no se detendrían en ese concierto, pues ya tenían entradas para al menos uno de los recitales que se sucederán en Chile, Argentina, Uruguay, Perú y Colombia.
Dentro del recinto, Silvio y sus compañeros no defraudaron. Estuvieron a la altura de las expectativas y más. Me atrevería a decir que hasta el más goloso de los silviófilos quedó satisfecho.

El escenario, sin parafernalia de efectos especiales ni pantallas, iba a contramano de los tiempos que corren en el mundo del espectáculo. Era la música y las canciones al desnudo. La escenografía se reducía a una gran tela blanca sobre la que se proyectaban luces entre la poesía.
La primera gran ovación de la noche —la primera de muchas— fue para los músicos: Emilio Vega en vibráfono, Jorge Aragón en piano, Niurka González en flauta y clarinete, Jorge Reyes en contrabajo, Rachid López en guitarra, Maykel Elizarde en tres, Oliver Valdés en batería y Malva Rodríguez en segundas voces y piano.
Segundos después hizo su aparición el hijo de Argelia y Dagoberto. Llevaba su gorra distintiva de “Aprendiz” y una elegante guayabera negra de mangas largas. “Me la regaló Manuel López Obrador hace un tiempo y hoy la estoy estrenando”, me había confiado entre sonrisas poco antes de salir al escenario.
Durante más de dos horas se pudo disfrutar de un repertorio de 27 canciones, similar al programa presentado en La Habana, aunque con algunas ausencias y otras incorporaciones. Abrió recitando un fragmento del ensayo Maestros ambulantes, de José Martí, que parece haberse convertido ya en un clásico preludio de “Ala de colibrí”.
Con “América”, del disco Quería saber, pensé en Antonela —la joven pianista que había conocido en la entrada—, porque en este tema el diálogo entre los instrumentos y la ejecución alcanza un nivel sublime.

Desde temprano arrancaron los vítores que, por momentos, iban más allá del nombre de Silvio. El público, rendido ante el virtuosismo de sus compañeros de ruta, coreaba también nombres como los de Niurka o Maykel.
Nadie quiso perderse la cita. Entre los asistentes estaba la expresidenta chilena Michelle Bachelet, visiblemente emocionada, cantando. Ese día era su cumpleaños. En el público se sucedían los abrazos, cantos, lágrimas, pedidos a voz pelada de canciones y frases lanzadas como dardos de emoción: “¡Te amo!”, “¡Gracias!”, “¡Palestina libre!”, “¡Cuba, Cuba!”.

Y ese era apenas el comienzo. Quedaban por delante muchos otros tramos en los que disfrutar no solo del verso excepcional del poeta, sino también de los arreglos musicales que lo acompañaban. Así, canciones como “Sueño con serpientes” o “Ángel para un final” parecían no ser composiciones con décadas de historia, sino piezas recién salidas del horno.
A diferencia del concierto en la escalinata de La Habana, esta vez Silvio incluyó “Te amaré”. Y, claro, si se está en Chile, no podía faltar ese himno que compuso tras el golpe de Estado y el asesinato de Salvador Allende en 1973: “Santiago de Chile”. “Eso no está muerto / no me lo mataron / ni con la distancia / ni con el vil soldado”.
Hubo también homenajes sentidos: a Vicente Feliú, Noel Nicola, Pablo Milanés, Víctor Jara y Pepe Mujica. En medio de esos momentos, mientras se trasladaba hacia el piano, alguien desde el público gritó “¡Maestro!”. Silvio, sonriente, replicó: “Más maestro será usted”, y compartió con los presentes que así respondía Juan Elosegui, su maestro de solfeo, cada vez que lo llamaban “maestro”.
Luego, con “Quién fuera”, espontáneamente el público encendió la luz de sus celulares, convirtiendo la sala en un firmamento. Y también la estremecedora lectura del poema “Halt!”, de Wichy Nogueras: a diferencia de lo ocurrido en La Habana, donde algunos interrumpieron con consignas, aquí reinó un silencio absoluto que estalló en aplausos tras el verso final. Fue entonces cuando Malva volvió a cubrir los hombros de su padre con la kufiya.
“Ángel para un final” marcó el cierre formal del programa. Pero ya se sabe: no hace falta que Silvio abandone el escenario para que el público insista. Así llegaron los primeros bises: “El necio”, “Ojalá” y “Venga la esperanza”. Curiosa vuelta del destino, porque fue con esa misma canción que concluyó el mítico recital de 1990 en el Estadio Nacional, y ahora reapareció en nuevo formato y arreglo, siempre renovada.
Pero no fue el último de los regresos. El trovador reapareció acompañado por Malva al piano y, cuando parecía que todas las emociones ya habían sido vividas, sorprendió con “Te recuerdo Amanda” para homenajear a Víctor Jara. Su voz sonó nítida, cálida. Como si el tiempo no pasara. Como si después de más de dos horas y más de veinte canciones aún guardara fuerza para regalar unas cuantas más.
Y entonces, como aquel sábado 31 de marzo de 1990 en el Estadio Nacional, el público volvió a corear: “¡Silvio, Silvio, el pueblo está contigo!”. El trovador extendió los brazos, como si fuese a volar hacia la multitud, y saludó. En su rostro se dibujaban gratitud y emoción. Sonrisa y gestos de despedida hacia cada sector, hasta perderse detrás del escenario. Parecía el final perfecto.

Pero el público no se movía. Con las luces encendidas y los técnicos listos para desmontar el escenario, la ovación seguía retumbando. Silvio y los músicos ya estaban en el camerino, a punto de cenar, cuando el trovador saltó de su sillón y salió disparado al escenario. Detrás de él, como bomberos al llamado de urgencia, corrieron los músicos. El aplauso estalló de nuevo.
“Yo ya estaba bañándome y enjabonado”, bromeó el trovador, mientras sonaban los acordes de “Pequeña serenata diurna”. Y ahora sí, de nuevo con alas extendidas, agradeció una vez más y dijo adiós. El público, incansable, seguía coreando su nombre y el de Cuba, como un tsunami de amor y gratitud.
Medio siglo después de su primera visita, la relación entre Silvio y el público chileno sigue siendo única. No se trata solo de música, sino de historia, memoria y afecto colectivo. Sus canciones acompañaron resistencias, alumbraron esperanzas y hoy convocan a nuevas generaciones que lo cantan como propio.

Programa del primer concierto en Chile:
Ala de colibrí
América
Sueño con serpientes
Virgen de Occidente
Viene la cosa
La bondad y su reverso
Santiago de Chile
Nuestro después
Casiopea
Tonada del albedrío
Créeme (V. Feliú)
Te perdono (N. Nicola)
Yolanda (P. Milanés)
Más porvenir
Eva
Canción del Elegido
Escaramujo
Quién fuera
Te amaré
Poema Halt! (Luis R. Nogueras)
La era está pariendo un corazón
Ángel para un final
Bises:
El necio
Ojalá
Venga la esperanza
Te recuerdo Amanda (Víctor Jara)
Pequeña serenata diurna