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Cuba atraviesa uno de los momentos más decisivos de su historia reciente. Durante décadas, la discusión pública sobre el país ha estado dominada por narrativas ideológicas, tensiones geopolíticas y viejas confrontaciones que ya no explican plenamente la magnitud del desafío actual.
Hoy, detrás de ese ruido político, emerge una verdad más profunda y urgente: la crisis de Cuba es, ante todo, una crisis humana. Y la única vía para empezar a revertirla es crear oportunidades reales que permitan a los cubanos vivir, prosperar y soñar dentro de su propia tierra.
La migración masiva es una de las consecuencias más visibles del estancamiento económico, pero no es la única ni necesariamente la más devastadora. Detrás de cada salida hay una historia de ruptura: familias separadas, vínculos quebrados, generaciones que dejan de compartir un mismo país.
Ese dolor, que se acumula a lo largo de décadas, rara vez se disipa; al contrario, se transforma. Primero en frustración, luego en resentimiento y, finalmente, en rechazo hacia las instituciones del Estado cubano, a las que muchos responsabilizan por haberlos obligado a marcharse al no encontrar oportunidades dentro del país.
Ese resentimiento no es simbólico: tiene un impacto político directo en Estados Unidos. Un emigrado adolorido, frustrado y resentido no es solo un profesional que Cuba perdió; es también un voto, una postura política, una narrativa pública que se vuelve en contra de Cuba. Esa percepción emocional influye en la opinión pública estadounidense, en la dinámica electoral del sur de la Florida y en la manera en que Washington diseña su política hacia la isla. Es un fenómeno que lleva décadas moldeando la relación bilateral.
Por eso, no basta con intentar frenar la emigración: Cuba tiene la responsabilidad, difícil pero no imposible, de recuperar emocional y simbólicamente a esos hijos que se fueron heridos. Reconocer su valor, su aporte, su identidad compartida. En ese proceso se encuentra una de las claves más importantes para avanzar hacia algo que hoy parece lejano, pero es imprescindible: la reconciliación nacional.
En este contexto, hablar del sector privado no es hablar únicamente de economía. Es hablar del derecho a quedarse. Es hablar de reunificación familiar, de estabilidad emocional, de un país que deja de perder a los suyos.
A pesar de todas las adversidades, en los últimos años ha surgido en Cuba un sector privado sorprendentemente dinámico. Más de 11 mil mipymes ya generan empleo, sostienen mercados, movilizan cadenas de suministro y demuestran algo esencial: cuando al cubano se le permite emprender, el cubano crea, innova y transforma. Este sector, muchas veces fiscalizado en exceso o interpretado con suspicacia, se ha convertido en uno de los pilares más importantes de la vida económica del país.
La experiencia de Vietnam ofrece una enseñanza crucial. Con las reformas Doi Moi iniciadas en 1986, el país no cambió su sistema político, pero sí cambió su destino económico. La clave fue confiar en su capital humano, abrir espacio a la iniciativa privada, integrarse al mercado global y garantizar seguridad jurídica.
Cuba no tiene que copiar a Vietnam para aprender de su esencia: la prosperidad comienza cuando el Estado deja de temerle a la creatividad de su propia gente.
Cuba podría avanzar de manera significativa si adoptara medidas concretas y urgentes: reducir la burocracia que asfixia la productividad; combatir la corrupción, el favoritismo y las distorsiones que frenan el desarrollo; otorgar verdadera autonomía a las empresas, tanto privadas como estatales; y, quizás lo más importante, reconocer de forma explícita y estratégica el papel de la diáspora.
Pocas naciones cuentan fuera de sus fronteras con un capital humano y financiero tan preparado, exitoso y emocionalmente comprometido como el cubano. Integrar a la diáspora no es una concesión: es una necesidad histórica.
Estados Unidos, por su parte, también enfrenta una decisión importante. Durante años, las instituciones financieras estadounidenses han operado bajo un clima de temor hacia cualquier vínculo con Cuba, generando cierres de cuentas, rechazo de transacciones legales y un bloqueo financiero que afecta más al sector privado que al Estado. La Administración Biden adoptó pasos preliminares, pero sin la determinación ni la implementación necesarias.
La Administración actual, con un enfoque más asertivo y con instintos empresariales, podría ver oportunidades donde otras Administraciones vieron riesgos. Un sector privado cubano fuerte beneficia directamente a Estados Unidos: reduce la migración irregular, contribuye a la estabilidad regional y crea espacios de cooperación económica que antes parecían imposibles. No requiere renunciar a posiciones históricas: requiere alinear la política con la realidad.
Pero este esfuerzo no solo transformaría la economía cubana; también tendría efectos profundos más allá de nuestras fronteras. Si la diáspora recupera derechos y comienza a verse a sí misma como parte del futuro de Cuba, ese cambio tendría un impacto directo, positivo y constructivo en la política de Estados Unidos hacia la isla.
Durante más de seis décadas, la política estadounidense no ha sido diseñada en Washington en abstracto: ha sido moldeada, condicionada y muchas veces determinada por la experiencia emocional de la diáspora cubana.
Porque esa política, en gran medida, es el eco emocional y político de la diáspora. Es la traducción institucional del dolor acumulado, del resentimiento, de la frustración y de las historias personales que se transformaron en narrativa pública. Una comunidad herida presiona para que la política sea punitiva; una comunidad que comienza a sanar puede abrir espacio para una política más racional, más humana y más útil para ambas naciones.
Si la diáspora cubana empieza a sentirse reconocida en su país de origen —no como adversario, sino como actor legítimo; no como sospechoso, sino como socio—, entonces también cambiará la manera en que influye en la política estadounidense.
El voto, la opinión, la influencia mediática y la capacidad de presión de los cubanoamericanos podrían orientarse hacia un enfoque más constructivo, menos reactivo y más enfocado en resultados tangibles que beneficien a todos. Y esto es especialmente relevante para mi ciudad: Miami.
Durante décadas, Miami ha sido el campo de batalla emocional de la política de Estados Unidos hacia Cuba. Aquí se han amplificado las heridas, se han radicalizado posiciones, se han frenado aperturas y se han convertido tragedias personales en agenda nacional.
Una Cuba que integra a su diáspora, que la reconoce y que le devuelve un lugar en su futuro, podría transformar no solo su economía, sino la dinámica bilateral más compleja del hemisferio. Porque cuando cambia la diáspora, cambia la política de Estados Unidos.
Y cuando cambia la política de Estados Unidos, se abre un espacio real para avanzar hacia la estabilidad, el desarrollo, el diálogo y la reconciliación que Cuba tanto necesita.
Por eso, insisto, un sector privado fuerte no es ideología. Reconocer a la diáspora no es concesión. Ambos son pilares de la recuperación nacional.
Porque un país que puede retener a su gente y recuperar a quienes se fueron, recupera su alma. Y cuando Cuba prospera, económica, social y humanamente, Estados Unidos también gana.










