“¡Esto es Halloween!”, dice un coro de la icónica película de Tim Burton Pesadilla antes de Navidad, verso al que me acojo para titular estas propuestas literarias que les traigo en vísperas de la época más terrorífica del año que, si bien no es una celebración muy cubana que digamos, desde hace buen tiempo la venimos adoptando como otra forma de diversión, sin darle muchas vueltas al coco ideosincrático.
Halloween también puede ser una fiesta literaria, al fin y al cabo la mayoría de los referentes que tenemos para los disfraces provienen de libros que son clásicos del terror, la fantasía, el thriller.
Algunos títulos son tan famosos que se me hace algo difícil reseñarlos, ya que no hay mucho nuevo que decir sobre ellos; me refiero más específicamente a Drácula, de Abraham Stoker y a Frankenstein de Mary W. Shelley. ¿Por qué leerlos? En primer lugar porque son los dos grandes clásicos del terror gótico, ampliamente versionados, parodiados, debatidos y reinterpretados, de ahí que se haga necesario llegar a la raíz, o sea, a las dos historias que sembraron la semilla de dos de las criaturas más icónicas del género.
Frankenstein no es el monstruo, como muchos piensan, Frankenstein es el apellido del doctor Víctor, quien sueña con desvelar los misterios de la vida y del alma, y para eso crea a un ser con trozos de cadáveres diferentes. Puede decirse que la novela es más bien de ciencia ficción, y apunta hacia una crítica a la ética y la responsabilidad científica, ya que el propio doctor se aterroriza de su creación —¿qué creía? Estaba empatando piezas de humanos muertos—, y la incomprendida criatura aprende a ser violenta al recibir violencia, solo por tener una apariencia poco agraciada y sufrir el rechazo hasta de su creador, entonces, ¿cuál es más monstruosa, la criatura fea o la humanidad? Es uno de mis libros favoritos desde que lo leí a los 10 años, y todavía siento pena por la pobre criatura.
Mary W. Shelley escribió Frankenstein o el Moderno Prometeo a raíz de una reunión en la finca de Lord Byron en 1816, en la que estuvo también John William Polidori, el primero en escribir una historia de vampiros, la cual también recomiendo más adelante. Drácula no sería escrita por Abraham Stoker hasta 80 años después. En esta reunión Byron convocó al reto de presentar para el próximo año una historia espeluznante para leer frente al fuego, inspirado por unos cuentos alemanes de fantasmas que habían compartido en la velada. A esa anécdota ya me he referido antes en la reseña de la novela Las piadosas del argentino Federico Andahazi, que hace una hilarante y terrorífica parodia de esa noche.
A pesar de que El Vampiro es la historia que va más unida a Frankenstein de forma histórica y verídica, prefiero seguir ahora con Drácula, que es la novela de vampiros más famosa, y la que siempre se une en nuestro imaginario moderno al clásico de Mary W. Shelley.
El irlandés Abraham Stoker creó el mito del vampiro inspirado por Vlad Tepes, un rumano sanguinario de la región de Transilvania, y unido a la historia de la condesa húngara Erzsébet Báthory, que pasó a la historia como una gran asesina en serie de doncellas, a las cuales desangraba para bañarse con el líquido vital y así, supuestamente, mantenerse bella. Estos datos alimentaron las fantasías de Bram Stoker para sentarse a escribir esta novela epistolar que narra cómo Jonathan Harker se dirige al castillo del conde Drácula por asuntos de negocios para terminar viviendo una historia de terror inigualable. En la novela también aparece el doctor Van Helsing, un señor ya maduro y experto en vampiros, que luego Hollywood cogiera para sus trajines de mercadotecnia. Aconsejo no leerla de noche. El primer capítulo eriza los pelos. Otra de mis novelas favoritas que me quitó el sueño, también a los 10 años, y que he vuelto a releer en varias ocasiones. No se conformen con la excelente película que de ella hizo Francis Ford Coppola, en serio, la novela es mucho más rica y define la verdadera naturaleza del vampiro, que luego fuera retomada y reinterpretada por otros tantos autores y autoras.
El Vampiro, de John William Polidori, es en realidad la primera historia que presenta a este tipo de seres chupasangre, o sea, la historia fundacional de los vampiros en la literatura. Fue escrito en tres días, en la antes mencionada reunión de Lord Byron, Mary W. Shelley, su esposo y otros invitados. Polidori le sacó ventaja al mito del vampiro en el que pocos creían, para construir su personaje: un aristócrata atractivo y galante que cazaba a sus víctimas aprovechando sus encantos y la incredulidad de los demás. El hecho de llevar la figura folclórica hacia lo aristocrático llamó muchísimo la atención en la época, y a su vez dejó el modelo clásico de vampiro que fuera luego utilizado por los demás escritores que usaron este tipo de criatura muerta-viva: seductor, rico y con ciertos súper poderes. Es muy breve, unas veintitantas páginas, todo lo contrario de Drácula que supera las doscientas cuartillas en casi todos sus formatos de edición. Imperdible.
Por otro lado tenemos a otro clásico de la época de Halloween: los fantasmas. Esta vez traigo dos tipos de historias de fantasmas, una más existencial y terrorífica: El Horla de Guy de Maupassant, y la otra con un toque de humor: El fantasma de Canterville de Oscar Wilde.
El Horla, narrado en forma de diario, nos adentra en la experiencia de un burgués parisino durante el siglo XIX, que está convencido de que en su casa hay una presencia fantasmal que lo acecha. Ante esta idea busca también una explicación un poco más científica o aterrizada: “Me pregunto si estaré loco”. El Horla es el nombre que le da Maupassant a ese supuesto espectro que domina la mente de los hombres: ¿la locura? ¿O es que de verdad existen las presencias del más allá o de dónde sea? Creo que con nuestras muertes mueren nuestros pensamientos; mientras vivimos, pensamos, creemos, vemos… El autor aprovecha para hablar de cosas que en ese momento eran novedosas como la hipnosis y algunos avances en la investigación del cerebro humano, así como para la crítica social, muy, muy certera. Magnífica obra.
El fantasma de Canterville de Oscar Wilde: “Cuando mister Hiram B. Otis, el ministro de América, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada”, así arranca este famoso relato de terror victoriano con toque de cuentos de hadas y mezclado con humor negro y ácido, puro Wilde. Esta familia de norteamericanos lidiará con el fantasma de la forma más inusual, en una especie de antecesor de esa gran parodia del terror que es Scary Movie. Imaginen a un fantasma atormentado por una familia que aunque lo ve, ni le teme ni lo deja salirse con la suya. El retrato que hace de los norteamericanos es puro materialismo, comercio, como groseros, a pesar de la alcurnia, en contraposición con los ingleses y sus espíritus a los que también critica por hipersensibles, crédulos y rancios. ¿Pudiera ser este fantasma también un símbolo de emancipación norteamericana del espíritu inglés? Más bien es un llamado a temerle más a los vivos que a los muertos, y una demostración de la llegada de un tiempo moderno menos supersticioso, instado a perdonar a los fantasmas del pasado y poseer sus tesoros y experiencias por el bien del presente.
Otro gran clásico de las historias de miedo: el diablo, que Robert Louis Stevenson mezcló un poco con el genio de la lámpara en su gran relato El diablo en la botella. Historia escrita en tono de fábula en el que Keawe, un marinero de Hawai en busca de suerte, llega a San Francisco, allí conoce a un viejo que parece tenerlo todo, quien le vende una botella inusual no solo por su forma, sino también por su contenido: un diablillo que concede todos los deseos, y para librarse de él hay que venderlo más barato de lo que se compró. Keawe adquiere la botella, se vuelve rico, encuentra el amor, después vende la botella con tal de salvarse del infierno, pero de pronto todos sus logros se ven amenazados por un imprevisto que le hará buscar la dichosa botella, otra vez. Un relato que parece inspirado por el dicho: cuidado con lo que desees, que puede hacerse realidad, y también, ¿por qué no?, por ese otro que sostiene que el amor todo lo puede. Magistralmente recreada, con alegorías al folclor de Hawai y con ese toque de terror psicólogico que tienen los mitos religiosos, a pesar del ligero sazón moralizante. Inolvidable.
Y concluyo con el famoso Jinete sin cabeza que Hollywood también volvió famoso, cuyo verdadero título es La leyenda de Sleepy Hollow, escrito por Washington Irving, y cuyo relato dista de la película que conocemos; pudiera decirse en este caso que la película le supera en cuanto a miedo y tensión, lo cual no debería restar el interés en acercarse a la obra literaria, todo lo contrario.
“Debido a la peculiar tranquilidad del lugar y el carácter de sus habitantes, está región aislada ha sido llamada Valle Dormido (…) Algunos dicen que un doctor alemán embrujó el lugar (…) Otros afirman que un viejo jefe indio celebraba aquí sus peculiares ceremonias (…) Lo cierto es que el lugar continua todavía bajo la influencia de alguna fuerza mágica, que domina las mentes de todos los habitantes, obligándolos a obrar como si se encontraran en una continua ensoñación (…) Creen en toda clase de cosas (…) Los monstruos parecen haber elegido este lugar como escenario favorito de sus reuniones (…) Sin embargo, el espíritu dominante que aparece en estas regiones encantadas es un jinete sin cabeza…”.
Se trata de una historia muy intrigante, pues alrededor del crimen al que llega el lector puede quedarse con la duda de si fue un asesinato disfrazado de superstición para encubrirlo, o si fue en verdad obra del Jinete sin cabeza. Es un poco más lenta que las historias anteriores, va in crescendo y cierra con un comentario que parece autocrítica de Washington Irving. Utiliza la técnica de la caja china: una historia dentro de otra historia, contada además por Dietrich Knickerbocker, un heterónimo del autor que, al final, parecer reírse un poco de sus lectores.
He aquí unas historia de terror, unas más cortas y otras más largas, todas clásicas del género, para celebrar —literariamente— el venidero Halloween. Este viaje sí que he dado “librazos”. Hasta la próxima semana.