La mala palabra (III). Yo, la peor de todas

Hoy hablaré de la palabra más querida y más odiada, según se mire el asunto.

Ilustración: Brady.

*Advertencia 1: En esta serie sobre las llamadas “malas palabras” he insistido sobre el carácter muchas veces voluntarioso, antes que científico, que incide en los procesos de tabuización o de desplazamientos peyorativos en el uso de la lengua. Nada le es ajeno a los estudios lingüísticos, más allá de normas, preceptos y clasificaciones. El idioma que hablamos hoy es el resultado de desplazamientos, modificaciones y reconversiones que, no por lejanas, resultaron menos turbias y difíciles.

*Advertencia 2: Aunque la afirmación merecería una claridad estadística a partir de recursos de la investigación lingüística, pocas palabras en el español de Cuba pueden presumir de la amplitud de registros, variantes de uso y combinaciones en todos los niveles de la lengua que ostenta la palabra de la que hablaré hoy. La pervivencia de una cultura patriarcal y falocéntrica ha hecho lo suyo y hoy, atravesando ortodoxias y conservadurismos, esa palabra o sus derivaciones se posan en todas las bocas en algún momento de la vida, ya sea para expresar el éxito rotundo en una faena, la alegría por un triunfo propio o ajeno, o bien para dar rienda suelta a la ira, el desencanto o la impotencia.

*Advertencia 3: Dicho lo anterior, usted decide si continúa leyendo o se aleja. Hoy hablaré de la palabra más querida y más odiada, según se mire el asunto.

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Como el tema es escabroso para algunos comenzaré con una bonita anécdota. Hace unos años, de paso por Nápoles, Italia, visité con una amiga el maravilloso Museo Arqueológico de esa ciudad, sitio en el que se encuentran preservados muchos de los restos que pudieron ser extraídos de Pompeya tras ser arrasada por la erupción del volcán Vesubio en el año 79 d.C. Esos “restos” componen en el museo napolitano el llamado “gabinete secreto”, un sitio en el que las numerosas y variadas representaciones fálicas hablan del relajado carácter de la cultura sexual de la época. Ante aquel despliegue, mi amiga y yo, ambos pícaros isleños, nos pusimos inmediatamente de acuerdo en que aquel gabinete era, en definitiva, el lugar al que nos habían enviado muchas veces: la casa de la pinga.

Y si en Italia, una de las cunas de la civilización occidental, tienen una casa para ella, ¿por qué nosotros, que tanto la usamos, no le hacemos nuestro propio memorial? Razones no nos faltan y aquí expongo algunas de ellas. El término destaca entre las múltiples variantes nominales que recoge el Diccionario de la RAE como sustitutivas del eufemístico “pene”. Así, con modificaciones según regiones, contextos históricos o estratos sociales, también podemos encontrarnos variantes como yerro, rabo, cabilla, palo, gajo, tolete, mandarria, tranca, trabuco, morronga, bate, bejuco, manguera, mandado, tubo, bicho, picha… Algunas de ellas se han trasladado metonímicamente para hacer alusión al acto sexual en frases como “dar cabilla”, “dar un trancazo” o “echar un palo” (en su clásico estudio El Ingenio, Moreno Fraginals aporta una interesante teoría sobre el origen de esta frase en la cultura plantacionista y las relaciones entre esclavos). Pero su ámbito de expansión, salvo contadas excepciones, es mucho más limitado semántica y morfológicamente.

Una expresión diáfana del extendido uso del término se refleja en el desarrollo de una suerte de anatomía propia de la pinga. Así, según la situación lo amerite, no es necesaria la referencia al elemento como todo sino simplemente a una de sus partes: dígase “el tronco de la…” o “la cabeza de la…”, esta última expresión casi siempre utilizada con el mismo índice amenazante de una punta de lanza. Muy reciente es el neologismo “bollopingo”, con una sorprendente articulación entre órganos sexuales masculino y femenino, que habla de estrategias de empoderamiento discursivo muy claras.

La palabra ha desarrollado igualmente interesantes formas superlativas que expresan grados diversos de denotación semántica. Si bien el “pingón” (o su variante feminizada, la “pingona”) son más comunes, no menos potente es la variante adjetiva “pingú” (también con oximorónica feminización en “pingúa”). “Ser un pingú” y mucho más “ser una pingúa”, expresan un grado máximo de valentía y arrojo. Sorpresivamente, y esta alternancia de valor semántico se repite, cuando se modifica el ser por el estar, se trastorna la valoración: entonces “estar pingú” o “estar pingúa”, denota fealdad, ajamiento, depauperación extrema. Otra variante de carácter superlativo se puede encontrar en la derivación “pingazo”, que causa dolor extremo en la parte del cuerpo que se reciba el impacto, no necesariamente proveniente del miembro viril. Más elaborado es el relativamente reciente “pingu-ísmo”, en referencia a un capricho que se intenta imponer irracionalmente (nótese la dificultad para la transcripción fonética de un término que proviene de la oralidad). 

Diversas son las derivaciones resultantes de combinaciones morfemáticas o lexicales que han dado paso a formas verbales, adverbiales, sustantivas o adjetivas. Una de las más completas es, sin dudas, “despingar”, con su propia variante adjetiva para cada sexo (despingao y despingá —esta alude tanto a un estado de cansancio máximo como a la consecuencia de despingarse: “me di tremenda despingá en la bicicleta”—), y una dimensión adverbial: despingante, muy usada para describir experiencias desgastantes o sentimentalmente dolorosas. Igualmente extendido es el uso de “empingao/empingá” (contra toda ley gramatical esa “m” se pronuncia como “n”). Referidos a cosa o acción, ambos términos tienen un valor casi interjectivo para expresar acuerdo total o valoración muy positiva, aunque se puede desarrollar sintácticamente: “el texto te quedó empingao”, “esa moto está empingá”… Sin embargo, al referirse al estado de una persona concreta denota enojo, ira, furia: “Fulano está empingao”, “Esperanceja está empingá”… Más limitada semánticamente es la variante “apingante”, que suele describir acciones o sujetos causantes de rechazo, mortificantes por excelencia. Entre las modificaciones morfemáticas, sin dudas las más extendidas en el uso son “repinga” (con variaciones de intensidad en “recontrapinga” o “resipinga”) y “comepinga”, ambas intensificadoras por excelencia del improperio. Más limitadas son las asociaciones léxicas de carácter descriptivo como “caraepinga”, “pesteapinga” o “sapingo”, aunque determinados contextos históricos pusieron en circulación variantes exitosas como “pinguero”, para describir a sujetos que se dedicaban a la prostitución y, por extensión, a quienes lucían o vestían como ellos. Referidas a acción, se registra la variante “pingueta”, que expresa lío, barullo, problema, reyerta: “Voy a formar tremenda pingueta si no sale el administrador”.

Los usos interjectivos pueden variar de acuerdo a la actitud del hablante:

-¡Pinga! (Pronunciación muy veloz en la que casi desaparece el sonido “i”, enunciada casi introspectivamente como reacción a una contrariedad común, el rechazo a una tarea ingrata que se nos ha encomendado, etc.)

-¡Pingaaa! (La reduplicación de la vocal final de esta unidad léxica indica, indistinta y casuísticamente, estados de contrariedad, frustración, enojo, o bien, frenesí, celebración, éxito en el acometimiento de alguna tarea. Por eso es importante en este caso prestar especial atención a los índices deícticos del hablante o al contexto de enunciación).

-Pinga, no / Pinga, sí (Incidencia para marcar el carácter negativo o positivo de una acción o acontecimiento que percibe el hablante).

-Pa la pinga (Expresión de asombro equivalente al “coñó”, el “alabao” o “candela”).

-De pinga (Unidad que expresa tanto lamento por una situación específica, como atributo negativo o positivo. La expresión, por ejemplo, “esa película está de pinga”, solo puede ser entendida como valoración positiva o negativa según la actitud del hablante ante lo descrito).

-Manda pinga (Equivalente a otras expresiones de asombro o resignación como “pal carajo”).

-Ni pinga (Unidad que expresa rechazo tajante a una orden o sugerencia para transformar una conducta, un gusto, etc. Al agregarse al final de una frase actúa como cierre restrictivo de la proposición: “El barroco latinoamericano no existe ni pinga”).

-Ay, pinga (Esta fórmula satisface reacciones a una gran cantidad de estados del sujeto, desde olvido o frustración hasta alegría y emoción).

-¿Y esa pinga? (Muy extendida hoy en día, esta variante denota contradicción ante una proposición que recibe el hablante).

-¿Qué pinga é? (Aunque en un inicio estuvo ligada a una reacción de confrontación hoy puede ser una simple fórmula de saludo en el registro coloquial informal que puede llegar a prescindir del “qué” inicial).

Más elaboradas perifrásticamente y casi siempre con valor negativo en el que la palabra se utiliza como refuerzo de la expresión, podemos encontrar frases del tipo “le ronca la pinga [el tolete]”, “qué clase de pinga [morronga]”, “eso es tremenda pinga [morronga]” (la variante con estar, nuevamente, puede cambiar al paradigma positivo la expresión: “eso está [muy] de pinga”), “me cago en la pinga”, “no hay ni pinga” o “no comas [más][tanta] pinga”…

En el entorno de las cualidades o estados del sujeto hablante los usos pueden ser variables en signo: “ser un pinga”, por ejemplo, alude a cualidades negativas de quien es evaluado, falta de carácter o resolución; mientras que “estar de pinga”, aplicado a un sujeto o cosa, tiende a realzar la valoración positiva. En el caso de “ponerse de pinga” se alude a una transformación súbita de la conducta, para bien o para mal. El término puede ser también centro de afirmación de quien habla en expresiones como “me sale de la pinga”, “a mí la pinga” o “la pinga pa to el mundo”.

Muy populares son los usos topológicos del término en expresiones como “te vas pa [casa de] la pinga [pal pingón]”, “eso queda en casa de la pinga” (un lugar del que no se quiere que uno regrese) o “me voy pa la pinga” (indicativo de resolución definitiva para marcharse de algún sitio).

Como decía al inicio, aunque parezca impropio, estos temas ocupan cada vez más a los lingüistas, conscientes del complejo componente cultural que media entre los procesos de afirmación o rechazo de determinados fenómenos de la lengua. Como muestra, los interesados en una aproximación más especializada al tema, no duden en acercarse a esta excelente investigación de mi colega Roxana Sobrino Triana, hija ilustre de Pedro Betancourt, y una de nuestras más encumbradas conocedoras de la… lexicografía. ¡Ese texto sí está de pinga!

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