I.
Henri Cartier-Bresson estuvo dos veces en Cuba, primero en 1934 y luego en 1963. Para la primera vez era un joven de 26 años; Cuba recién comenzaba el escabroso camino de una posrevolución, tras la cadena de acciones colectivas que tuvieron lugar entre 1930 y 1933. En la segunda ocasión, el francés era ya un fotógrafo reconocido a escala global. Registró cómo la épica de la Revolución triunfante en 1959 tomaba cauce en la vida cotidiana.
La imagen del joven rebelde con fusil fue el más poderoso símbolo de la Revolución del 59. Las armas estaban en todas partes. Burt Glinn las registró cumplidamente. Su presencia constante traía incómodo a Cartier-Bresson por una razón mundana: el riesgo de un disparo accidental.
Sin embargo, la narrativa del fusil apuntaló un problema más profundo. Ponía en primer plano al Ejército Rebelde, un ejército popular, al tiempo que dejaba fuera de foco la lucha del pueblo cubano a través de múltiples repertorios (militares, culturales, cívicos, gremiales, sindicales, etc.) para conseguir la victoria de 1959.
El mismo pueblo había hecho la Revolución del 59 fue fotografiado por Cartier-Bresson en el entierro de Benny Moré, el más grande músico popular de la historia de Cuba. Esas fotos no son tan conocidas como las de los “fusiles”, y rara vez se les pone en relación.
II.
Los símbolos que el proceso de la Revolución cubana generó son muy distintos según la mirada que la interpela: por un lado, imágenes de los líderes, del pueblo trabajador, de pioneros sonrientes, o, en otro horizonte, imágenes de ruinas, residuos y derrumbes.
Otro código omnipresente sobre Cuba y su Revolución ha sido el de lo “real-maravilloso”. Este recuerda la fotografía de viajeros del siglo XIX. Donde allí había ciento cincuenta “indios” o “africanos” posando con sus vestuarios típicos frente a un paisaje “remoto”, ahora posan cubanos en una marcha por el 1ro de Mayo.
Es irónico, porque no es la organización obrera lo más destacable del sistema político cubano, que prohíbe las huelgas, hace a los sindicatos depender del Estado, y organizó a los trabajadores por cuenta propia (algo parecido a trabajadores “autónomos” en otras latitudes) en un sindicato único, juntando indistintamente a los propietarios y a sus empleados.
Siguiendo el mismo tópico, pero en otra acera, los mismos cubanos posan frente a un edificio a punto de derrumbarse, trastocado en la imagen de la ruina de todo un país.
Es irónico también, puesto que el régimen político cubano ha producido una vasta bibliografía sobre su “excepcionalismo” precisamente por lo contrario: poder sobrevivir respecto a otro derrumbe mayor: el soviético.
Cada uno de esos códigos ha sido fotografiado hasta la redundancia para repetir el tópico de las “dos Cubas”: la que imagina la revolución vs la contrarrevolución, la de la propaganda vs la realidad.
III.
En esta muestra, Sebastián Miquel, gran fotógrafo y también profesor de Ciencia Política, rehúye a conciencia la dicotomía. Miquel recupera el diálogo posible entre las fotos de fusiles de Cartier-Bresson y las del entierro de Benny Moré.
Entre las fotos del francés de 1963 hay una en que la que aparecen conversando con tranquilidad un joven rebelde, con fusil al brazo, con una elegante muchacha. Ambos sonríen, podría pensarse que flirtean. Entre las fotos de Sebastián Miquel hay una que recuerda aquella: dos jóvenes conversan tranquilamente. Ahora no tienen fusiles, son enfermeros. Ambos sonríen, también flirtean.
En la imagen de esos elegantes enfermeros, la medicina es un símbolo poderoso de la Cuba revolucionaria. La mayor de las Antillas es, según la UNICEF, el único país de las Américas sin desnutrición infantil, tiene la tasa de mortalidad más baja de las Américas, ha graduado más de 130,000 médicos desde 1961 y, según la OMS, cuenta con un sistema de salud ejemplar para el mundo.
Al mismo tiempo, el ojo de Miquel recoge unos músicos populares en algún bar, presumiblemente de los que hacen “sopa” para turistas en La Habana Vieja. La música es el símbolo universal más potente de Cuba, un país que tiene un sistema de formación escolar en música de perfil universal, con matrícula gratuita y con calidad. Sin embargo, Miquel prefiere concentrarse en músicos “de la calle”.
Quizás se localiza en la lógica de esa foto la concepción que recorre la muestra de Miquel: explorar la noción de pueblo, las formas de gestación de la cultura popular, la fuente antropológica de la “alegría” del pueblo, y situar en la política, y no en algún atavismo nacional, la posibilidad de entender sus tragedias.
IV.
Miquel dice también que la cultura cubana no se construyó en un pasado, que solo sería dable proteger. La cultura cubana es la cultura del pueblo de Cuba, y tiene múltiples y continuas instancias de creación. Sin “la calle”, vale para los museos y para contener emergencias sociales y políticas, usando para ello la considerada “buena cultura”.
La mirada del argentino complejiza cualquier noción de “buen entendimiento” en torno a la cultura y sobre el pueblo que la crea. Afirma también que el Estado socialista está detrás de los enfermeros que se enamoran, pero que asimismo está detrás de la mujer con peluca, con trazas inequívocas de cómo la pobreza y el hambre han asediado su cuerpo.
Miquel parece creer que el Estado cubano es responsable por todos ellos.
V.
El fotógrafo suma a su repertorio de símbolos el de un mecánico “estatal” haciendo su trabajo en una oficina-taller repleta de rostros de líderes que cuelgan de las paredes, efigies que no logran intercambio alguno con la realidad que sucede pared afuera. La misma imaginación que llevó allí, en esa forma, tales rostros, es responsable de haber creado un distanciamiento político que en la foto parece más lóbrego que la sordidez normal en toda burocracia.
La foto de Miquel recuerda una similar de Iván Cañas (“El secretario”, de la serie Fábrica Girón, 1972). El parecido de familia entre ambas imágenes muestra la extraordinaria capacidad de la burocracia para reproducirse, de idénticos modos, y separar la realidad respecto a la pared que sostiene sus consignas. Ambas fotos muestran una continuidad: los peligros de confundir la planificación con la nación, la Revolución con el Estado y la producción económica con el sentido de la vida.
Esa foto de Miquel contrasta con otra imagen suya que celebra la alegría de otro mecánico.
El término “mécanico” tuvo connotaciones negativas en el pensamiento que produjo la “democracia americana”, por ejemplo, en Thomas Jefferson. El político y propietario de esclavos se refería a un uso común entonces de la palabra: los obreros asalariados, los que trabajaban con sus manos, y dependían de otro para vivir. Los que, según esa lógica, vulgarizan la democracia, la corrompen, pues pueden entregar su voto al patrón que los domina.
En la foto de Miquel tampoco aparece un obrero “realista socialista”, ideología que sustituyó el concepto de ciudadano por el de proletario. El de Miquel sonríe y arregla un motor. Produce lo real desde el inmenso universo que es un angosto pasillo, todo su taller. No hay una sola foto en él, pero abunda la referencia a la vida que surge, se organiza, resiste e inventa “desde abajo”. Ese mecánico es un ciudadano-trabajador. También, es pueblo especificado más allá de la “masa”, a la soviética, y más allá de la “multitud”, a lo Negri.
Otra foto advierte sobre el mismo problema: el viejo carro americano simboliza pasado y presente en Cuba, pero el pasado-futuro encarna en las olas del Malecón, que han estado ahí, y estarán, por siempre. Es un recordatorio de la difícil relación entre necesidad y voluntad, entre estructura y agencia, allí donde el “voluntarismo” ha sido un mal endémico de la planificación burocrática cubana, pero también la clave de algunos de los logros más insólitos del proceso revolucionario.
VI.
Pero Miquel afirma también otra cosa: nosotros mismos, el pueblo de Cuba, somos responsables por todos ellos, por los enfermeros felices y por la mujer empobrecida con su triste peluca, que nos recuerda que la dignidad puede ser algo tan extraño como empecinado.
Como son responsables esos dos ciudadanos que hablan, con los rostros tapados para la cámara. Una de ellos, la de barriga heroica, puede estar tramando cualquier cosa (una referencia lumpencapitalista en versión socialista), pero también puede ser la imagen del dolor siendo narrado a un compañero.
En todo caso, la foto tritura cualquier estereotipo entre lo que se supone que es y lo que podría ser. Nos interpela contra la exclusión que ya habita en la representación. Grita que en Cuba necesitamos una nueva política hacia la diferencia, como en esa foto de Miquel en la que la raíz se anuda en la pared, y le impide, atónitamente, derrumbarse.
VII.
Cuba cuenta con larga tradición de fotografías capaces de insertar sucesos nacionales dentro de cadenas de acontecimientos de enorme impacto global.
El primer fotorreportero de la historia de Cuba, el español José Gómez de la Carrera, dejó constancia durante la guerra de 1895-98 del fin del imperio español y del nacimiento de los nuevos imperios modernos: el estadunidense y el propio de la fotografía. Dio rostro a todos los lados de la guerra, registró la política de la “Reconcentración” –la experiencia pionera global de los campos de concentración nazis–, el hundimiento del Maine y el entierro de sus víctimas. Esos sucesos marcaron el inicio del drama mundial del “98”.
En los años 1930, Walker Evans registró la Cuba que vivía bajo la dictadura de Gerardo Machado. La serie del fotógrafo que mejor retrató la Gran Depresión (1929-1933) mostró al país como parte de esa saga global.
Evans supo ver cómo afectaba la crisis específicamente a los negros cubanos, como había hecho con los trabajadores con su célebre foto “Damaged”, esta para el caso de los Estados Unidos.
Como Evans, Miquel propone otra intervención perturbadora: todos los sujetos que fotografía son negros.
La “raza” es otro tema candente hoy en el país. La mirada del fotógrafo argentino recuerda cómo Cuba vive otra vez sus crisis, pero también cómo esta afecta de modo desigual a diferentes sectores sociales. La última crisis cubana no remonta aún desde los 1990 –y vive un muy preocupante estancamiento en los últimos años– ha producido un aumento considerable de la pobreza y la desigualdad, y ha afectado más a sectores específicos como negros, ancianos y mujeres.
Las pretensiones de Miquel son acaso más modestas que las de Evans, pero hace algo parecido. Tiene en cuenta cómo Cuba forma parte de una saga global de dinámicas de pobreza y desigualdad, que Cuba se parece cada vez al mundo y que la tesis del “excepcionalismo cubano” es cada vez más pobre para explicar su performance.
Ahora, no aparece victimismo en la mirada de Miquel. Es capaz de mostrar sin complejos la felicidad y de dejar sentado tajantemente que existen motivos para ello, como hace en la foto en que cuatro niños sonrientes comparten solo dos bicicletas, o en esa otra en que un muchacho salta hacia el mar de Cuba, que contiene muchas tragedias, pero que también le ofrece la seguridad de que tendrá fondo para su caída.
Hay también mucha esperanza revolucionaria, sin miedo a llamarla por su nombre, en el denuedo con que un trabajador sin camisa rehace una pared hollada y vencida por múltiples huellas, tratando de hacerla renacer. Una prueba de qué debe hacer un pueblo con su historia y una metáfora de que es posible hacerlo.
Estas fotografías forman parte de la exposición Miradas cruzadas, a cuatro manos entre Sebastián Miquele, con fotos de Cuba, y el fotógrafo cubano Kaloian con fotos de Argentina; que estará abierta al público a partir del 15 de diciembre a las 20:00 en el Centro Cultural TRES16, en Buenos Aires.