Desde tapas de olla, teclados de computadora, cables, baterías de celulares, chancletas y muñecas viejas, hasta ropa, zapatos, neumáticos y mandos de televisores.
Todo esto y más exhiben cada día los vendedores callejeros de La Habana. De uso. De segunda mano, o de tercera, o de cuarta, o de vaya a saber uno de cuál.
Los vendedores callejeros se esparcen por la ciudad, se ramifican. Toman aceras y portales, parques y glorietas, sin licencias ni complejos, en un ejercicio constante de supervivencia.
Lo que alguna vez fue una extrañeza en el entramado citadino de la capital, una curiosa anomalía, se ha convertido en un paisaje cotidiano. Un síntoma —entre tantos— de la crisis.
No son los vendedores ambulantes de toda la vida. Tampoco los clásicos comerciantes “de catres”. Sus productos no llegan nuevos en contenedores “de afuera” ni acaban de salir de talleres privados o han sido recién desviados “por la izquierda” de almacenes y tiendas estatales.
Muchas de sus mercancías han sido desechadas por otros. Las han “rescatado” de la basura, buceando ellos mismos entre la mar de desperdicios. Otras son propias —tristes recuerdos de tiempos mejores—, se las han regalado, o las han comprado más barato y ahora las revenden.
No todos los vendedores callejeros son personas sin hogar, o alcohólicos, o enfermos, o marginales, aunque muchos lo sean y duerman en la calle, donde los tome la noche, junto a sus pocas pertenencias y las cosas que venden.
Otros, en cambio, tienen sus casas, sus familias, y venden en la calle para ganarse la vida. O al menos lo intentan mientras la crisis exprime cada vez más el bolsillo de los cubanos.
Vendedores callejeros los hay de todas las edades, desde ancianos, jubilados, hasta jóvenes y personas maduras. Muchos son hombres, aunque también pueden verse algunas mujeres. Todos se cuidan de la policía, que a veces “pasa y recoge”, aunque la mayoría de las veces los deja estar.
No tienen más horario de venta que el suyo propio. Cargan con mochilas, bolsos y cajas, cuyos productos despliegan sobre mantas o cartones, o sobre la propia acerca, y ellos se sientan al lado, en quicios o bancos, a la espera de cualquier interesado.
Los vendedores callejeros son mayormente silentes. No pregonan, no gritan, no salen a la caza de posibles compradores. La gestión de venta la hace la vista —que hace fe— de sus reutilizadas y amontonadas mercancías, entre las que incluso puede aparecer alguna ganga o reliquia.
No se les forma cola, pero tampoco les faltan compradores ni curiosos. Las carencias y los precios empujan a muchos a buscar entre sus productos aquello que no aparece o no pueden comprar en otros lugares. Y, así, cada parte “resuelve” lo mejor que puede.
Calles como Monte, Reina, Galiano y parques como El Curita, son algunos de los puntos más conocidos de un fenómeno que se ha extendido por todos los municipios habaneros y también más allá de la capital.
“Yo vendo lo que sea”, le confirmó uno de ellos a nuestro fotorreportero Otmaro Rodríguez. Tal es la filosofía de los vendedores callejeros de La Habana, su forma de asumir la vida —o, en algunos casos, de dejarla correr—, entre las carencias y dificultades conque lidian día a día los cubanos.