“El que fue a Sevilla perdió la silla”. ¿Cuántas veces habremos dicho esa frase sin tener idea de su origen? Yo la digo desde siempre, desde la primaria, en tiempos en que no sabía ni lo que era Sevilla y mucho menos donde quedaba ni qué había pasado con la bendita silla. Por supuesto, también conocía la variante cubana de “el que fue a Mantilla“.
Ahora lo sé y acabo de visitar Sevilla, conocerla de cerca, caminar sus callejuelas y disfrutar sus lugares magníficos y su gente campechana y buena. Aunque lamentablemente la estancia fue breve, Sevilla es de esos lugares en los que me quedaría mucho tiempo, incluso todo el tiempo, hasta que me manden a buscar del otro lado.
Dicen que Sevilla se parece a La Habana. Llevo años oyendo eso y francamente no vi parecido alguno, aunque sí me sentí cómodo, como en casa. Hay una conexión, tal vez un calor similar, terrible y seco, al que aquí llaman “la caló” con su gracioso acento. También está el carácter alegre de los sevillanos, la belleza de sus mujeres y la zalamería de ambos, la coquetería al vestir; me recordaron nuestra forma de ser. Sevilla está en el sur de España, tal vez eso la acerque a nuestro trópico y haga que tengamos caracteres similares y hasta nos parezcamos en el vestir. Es el único lugar de España donde he visto que vendan y usen guayabera.
Lo cierto es que Sevilla, históricamente hablando, tiene una fuerte conexión con América. Aquí se radicó la famosa Casa de Contratación, que se ocupaba de todo lo relacionado con la navegación entre España y sus colonias de ultramar, y aquí se almacenaban y contabilizaban los tesoros llegados a la metrópoli desde el Nuevo Continente. Todavía se conserva en la ciudad, a orillas del río Guadalquivir, la llamada Torre del Oro, donde, como su nombre indica, se guardaba el metal precioso extraído de nuestros países.
Probablemente a tanto trapicheo de riquezas y dineros deba Sevilla parte de su opulencia y belleza.
Entre sus edificios más ricos, grandes y emblemáticos se encuentra la Catedral de Sevilla, de impresionante estilo gótico y que alberga en su interior un fastuoso mausoleo funerario con los restos de “el Gran Almirante Cristóbal Colón“. La tumba del ilustre genovés es de una magnificencia excepcional, digna de un rey.
Muy cerca de la Catedral de Sevilla están el Real Alcázar y el Archivo de Indias, del que tantas veces escuchamos hablar a San Eusebio de La Habana. Mientras recorría sus pasillos, con estanterías del siglo XVIII hechas con cedro y caoba traídos de la Siempre Fiel Isla de Cuba y decorados con retratos al óleo de los Capitanes Generales que nos gobernaron entre 1763 y 1899, sentía la compañía del historiador admirado y querido por todos. Por cierto, a pesar de recorrer el archivo varias veces y en varias direcciones, no logré encontrar el retrato de Valeriano Weyler y Nicolau, apodado El Carnicero, el último español en regir el destino de nuestra isla.
Para aumentar el boato de Sevilla, la tríada formada por la Santa, Metropolitana y Patriarcal Iglesia Catedral de Santa María de la Sede y de la Asunción de Sevilla, el Real Alcázar y el Archivo de Indias fueron proclamados por la Unesco, en 1987, Patrimonio de la Humanidad.
Otro lugar de obligada visita es la Plaza de España, de construcción más reciente, pero de unas dimensiones y una belleza impresionantes. Es el sitio de moda para influencers y turistas que acuden en masa (en especial por la tarde, cuando afloja la caló y la luz viste las paredes de tonos dorados) para acribillarse a selfies y videos o para disfrutar de un espectáculo de flamenco “for tourists”.
Volviendo a la famosa silla de Sevilla. El refrán original es “quien se fue de Sevilla, perdió su silla”, aunque hoy, tanto en Cuba como en la mismísima España, digamos “quien fue a Sevilla”.
La frase surge de la disputa, en el siglo XV, entre dos arzobispos, Alonso de Fonseca “El Viejo” y su sobrino y tocayo apodado “El Mozo”. Partió “El Viejo” a resolver unos asuntos en Galicia y dejó a su sobrino a cargo del obispado de Sevilla, instalado en “La silla”. Al regresar el tío, “El Mozo” se negaba a levantarse y fue necesaria la intervención del mismísimo Papa Pío II para que Alonso de Fonseca, “El Viejo”, pudiera volver a poner sus posaderas en la silla, que era suya.